25. Nunca solos
Hambre.
Tiene demasiada hambre. Aún sigue preso en ese maldito barco y la pierna de Anthon ha perdido todo el sabor. Ansía un cuerpo nuevo con el que moverse; uno más fuerte y ligero con tal de colmar esa necesidad que le hace dar vueltas.
Es una sensación extraña, que arde y consume. En el bosque, al menos, no debía contemplar el ir y venir de sus potenciales presas teniendo que resistir a la tentación.
No quiere levantar sospechas antes de tiempo, pero ¿y si solo coge a uno? Podría mantenerlo con vida mientras lo devora poco a poco, sin prisas. Así se mantendría fresco, pero ¿dónde lo escondería?
A pocos metros de él está ese chico de cabello castaño y cara quemada. Huele a sangre, a vida... La boca se le hace agua al pensar en cuánto disfrutaría al sentir las tiras de piel enredadas entre sus dientes y la carne rosada recorriendo su paladar.
Lo ve descender por una de las escotillas tras la discusión de la cantina.
Se acerca a él, solo para olerlo un poco mejor, pero los latidos de ese corazón vigoroso son demasiado para su poca fuerza de voluntad.
Y para su hambre.
Aquella mañana, June se despertó inquieta, asediada por sensaciones que, sabía, no eran suyas. La cabeza le dolía como si un rayo la hubiera atravesado de punta a punta y todo le daba vueltas. La razón no radicaba en los movimientos del barco ni en el fondo de la botella semi vacía que tenía al lado, sino en todo cuanto había acontecido en los últimos días.
Las palabras de Margaret bailaban dentro de su cabeza. ¿Qué había perdido? Se maldijo por no haber indagado más en su momento. La caja; las conversaciones con Tarik; su insubordinación y su relación con el poeta. Por otro lado, el recuerdo que René había implantado en ella había cobrado vida propia. Esa sombra... ¿Acaso había algo de cierto en ella? Intentó volver a aquella visión de la que no había sido más que una mera espectadora, dentro de una piel que no era suya y con unos recuerdos que no eran suyos.
«Ella» había sido su predecesora, la madre de Jacques y René, la Reina Regente. Las sensaciones de esa mujer amenazaban con destruirla en cualquier momento. ¿Cómo era posible albergar tanto dolor? La vio despedirse de su hijo y dirigirse a una muerte segura, traicionada por los suyos; por su propia familia.
Dio otro trago y volvió al quehacer principal.
Había dispuesto algo de luz en varias zonas de la estancia, e incluso encendió incienso de mirra —a pesar de que lo detestaba— para que el dolor de Anthon fuera más llevadero. Tras adecuar la zona, le limpió el muñón a conciencia y le cambió el vendaje. Entretanto, su paciente sollozaba y se retorcía de dolor.
—¿Por qué lo haces tú? —preguntó el chico, una vez terminada la cura. A la vez, inspiraba y expiraba profundo, concentrado en su propia voz y en la respiración adiestrada.
—¿Prefieres que lo haga otra persona?
Lo cierto era que, con todo lo que estaba sucediendo, tan solo encontraba algo de paz en aquel lugar. Además, quería ser ella quién cuidara del médico.
—¿Cómo te encuentras?
Anthon desvió la mirada hacia Anne. Sus iris brillaron y retuvo una duda en ellos. Una duda que se vio interrumpida por un trueno cercano.
—Duele. —Se inclinó para ponerse en pie. La capitana le ayudó y le prestó su espada a modo de bastón para que pudiera tener otro punto de apoyo, lo que era complicado debido a los movimientos del barco—. En la isla... —Poco a poco, empezó a acercarse a la pirata inconsciente—, pasaron cosas extrañas. Jacques y aquella mujer, Nyala... —No llegó a terminar la frase. Se quedó embelesado peinando los cabellos de Anne. Luego volvió la vista a June, que continuaba aguardando a que terminara de hablar. Agitó la cabeza y llevó las manos a la frente de la muchacha—. Está fría —añadió.
June se acercó para comprobarlo por sí misma. Era cierto.
—¿Cómo es posible?
Volvió a pensar en Margaret, que también estaba fría, y empezó a plantearse que quizá había sucedido algo que se le escapaba y que no podía esperar más a averiguar.
El muchacho agitó la cabeza de un lado a otro. Hizo otra mueca de dolor y se masajeó las sienes. Estar de pie le estaba suponiendo un sobre esfuerzo.
El aroma de la mirra se entrelazó con el de la humedad que venía del exterior y se escuchó el repiquetear de las gotas sobre el techo de madera. June supo la tormenta cercana, pero no quería alejarse en ese momento. Estaba donde tenía que estar.
—Tienes que recuperarte, Anthon. Cuando estés mejor, podrás examinarla y ver qué le sucede —Sus palabras eran amables, no así el tono que les daba vida, que más bien parecía una orden y se acompasaba con el rugir de los cielos.
—¿Por qué cuidas de mí? —volvió a preguntar el joven—. Podría hacerlo cualquier otro. ¿Por qué tú?
—Porque eres nuestro único médico.
—No, no es por eso —replicó él, con ojos entornados y cejas fruncidas sobre la montura—. Tranquila, no le diré a nadie que me quieres. —Quiso reírse, mas su insinuación amistosa se vio interrumpida por otra mueca de dolor en la que quiso aferrarse a la pierna que ya no estaba.
¿Para qué engañarse? Era cierto. Lo conocía desde que era un adolescente, cuando Aisha decidió que, sí o sí, tenía que ir con ellos. Había madurado entre asesinos y villanos, y jamás había juzgado a nadie, ni a ella. Al fondo de sus ojos oliva, mas oscuros que los de su maestra, tan solo existía la comprensión, igual que en Aisha. A veces se preguntaba cómo habría sido la vida del chico antes de que lo arrancaran de las calles. Si le había sucedido algo grave, no lo parecía. No se había convertido en ningún ladronzuelo, se había ganado la vida limpiando botas y fregando platos. No se había ensuciado las manos para vivir un día más ni había vendido su dignidad. E, incluso, había aprendido a leer y escribir. Era el tesoro de su amiga, algo que le había dejado a recaudo. Algo en lo que June veía una parte de ella que nunca existió.
Sonrió de lado y le lanzó una amenaza.
—Más te vale, pequeño.
—Soy un adulto —se defendió él.
—Nunca.
El médico volvió a intentar reír, y el dolor lo azotó de nuevo, esta vez con más violencia, pues se tambaleó y a punto estuvo de caer al suelo, junto a la espada prestada. June lo sostuvo a tiempo, lo sujetó la cintura y permitió que se apoyara sobre su hombro.
—Me pondré bien. Creo que la mujer de la isla podrá arreglarme la pierna. Esto es temporal.
La capitana creyó que se trataba de una broma, pero cuando observó al muchacho, vio seriedad en él. ¿En serio creía que le iba a crecer una pierna nueva por arte de magia? No se atrevió a romperle la ilusión.
—Soñar es gratis.
A pesar de sus esfuerzos en no desmotivar al chico, estos no debieron dar resultado, pues la miró con regañina, aunque con una sonrisa oculta en el rostro: realmente creía en lo que decía.
Las llamas de las velas parpadearon. Se levantó un frío de hielo y escuchó el chocar de una ola contra los fustes que se interponían entre el camarote y el mar, anunciando una tormenta cercana.
La puerta se abrió de golpe.
—¡Capitana! ¡Problemas en la cantina! —anunció Laurens.
La reconciliación con Tarik no fue lo que había esperado. Antes de llegar a la zona de hamacas, ya lo tenía encima. Sexo rápido, frío y doloroso. Mientras Tarik lo sujetaba de la cintura y lo penetraba sin piedad, el poeta solo podía pensar en que rechazaba ese tacto que, tiempo atrás, le había vuelto loco.
El intendente lo había encontrado a bordo de aquel barco, se había presentado ante él como un dios, le había ayudado a olvidar el dolor... Y a él le había fascinado. Su entereza, la fuerza, el liderazgo, todo aquello que él nunca tendría. Había cubierto las heridas con caricias, pero no era amor. No podía serlo.
El amor no debería doler.
En realidad, no era más que un simple pacto, un contrato que ni siquiera sabía qué valor tenía. Ahora, además, se había transformado en una amenaza.
Apenas salió el sol, el brazo que lo apresaba lo liberó. Cillian había pasado la noche en vela, tenso por la cercanía de los cuerpos y asustado por lo que podría llegar a suceder si se atrevía a moverse. No descansó.
No fue hasta bastante después de que el intendente se alejara, que se dignó a levantarse.
Puso un pie en el suelo, después el otro. Se cubrió la cara con ambas manos, esmerándose en luchar contra su mente y contra la ansiedad que permanecía enquistada en su plexo. Al descubrirse, se encontró con Elliot, cuya mirada bailó de los ojos del poeta a las marcas que el guerrero le había dejado sobre la piel.
—Buenos días, Cillian —le saludó, tardío e inseguro. Aún llevaba la quemadura cubierta, aunque en esta ocasión, lo hacía con una tela azulada en lugar de vendas—. Veo que habéis solucionado lo vuestro. Me alegro.
No sonó convincente. Aun así, el poeta asintió, sonrió y le dio la espalda, pues no había olvidado la conversación de días atrás.
—Espera —volvió a hablar el chico. Se acercó a él y lo abrazó con fuerza. Cillian, al principio, se tensó, pero finalmente sus hombros se relajaron y aceptó esa muestra de afecto que tanto necesitaba. No hizo falta nada más, ni un perdón ni una justificación. Era una de esas ocasiones en las que un simple gesto puede valer más que cien palabras. Cillian se separó con prudencia—. No estás solo.
Huyendo de conversaciones incómodas, subieron a la cubierta superior, en donde los músicos tocaban alegremente para recibir un nuevo día. Cillian los miró de reojo, con cierta culpabilidad, pues llevaba demasiado tiempo sin tocar con ellos.
Una parte de la tripulación ya estaba ocupando sus puestos; otra, en cambio, se sentaba alrededor de las mesas de la cantina. Ambos amigos se dirigieron a la cola del desayuno, con los estómagos despiertos y clamando atenciones. Pronto, pudieron distinguir unos rizos inconfundibles.
—René —pronunció el poeta. El muchacho sostenía un cuenco que Óscar acababa de rellenar. Se giró por instinto, pero hizo amago de irse—. Espera, por favor.
—¿Votre propriétaire te permite hablar conmigo? —ironizó.
El poeta le pasó su plato a Elliot para que se encargara de rellenar ambos.
—No prometo nada —contestó el joven. Las normas eran claras, solo una ración por persona, pero contaba con que Óscar les hubiese visto llegar juntos.
Arriesgándose a quedarse sin desayuno, tomó a René de la mano y juntos se sentaron en un rincón.
—¿Dónde estabas ayer? Fui a tu cuarto y no te vi.
—No es asunto tuyo.
Cillian tragó saliva. Claro que lo era. Él debía cuidar del crío y, después de lo sucedido con Giorgio, no le hacía ninguna gracia dejarle solo.
—Sí lo es. Le prometí a tu hermano que cuidaría de ti.
—¿Acaso tu palabra vale algo, mon amie? —En ese momento, el Bastardo rugió y tembló de un lado a otro. Todos les miraron—. Porque después de todo lo sucedido, te ha faltado tiempo para volver con ese salaud —continuó reprochando el chico—. Y ahora, ¿dices que te preocupa faltar a Jacques?
Las palabras, en ocasiones, podían ser dolorosas. En especial lo eran cuando iban acompañadas de truenos que anunciaban tormenta.
—René... —quiso calmarlo—. Eres muy joven para entenderlo, pero si le debo mi palabra a alguien, es a Tarik, lo que no significa que no pueda cuidar de ti. —Lejos de tranquilizarlo, los ojos del chico se ensombrecieron y con ellos lo hizo el cielo, cuya incesante llovizna apretó. Cillian alzó la vista y seguidamente observó al muchacho—. ¿Vas a coger una rabieta y matarnos a todos? —murmuró por lo bajo, intentando que los demás no le escucharan—. ¿No lo entiendes? Tu hermano no está aquí. Soy tu único amigo en este momento y me gustaría seguir siéndolo.
El chico suspiró. El gris clareó y las nubes con ellos. René alzó la cabeza con una sonrisa.
—Eres idiota
Cillian asintió y le devolvió la sonrisa, pero el muchacho ya no le miraba a él, sino a sus espaldas. Una descarga de negatividad, seguida de un aroma especiado, le anunciaron quién era el recién llegado antes de darse la vuelta.
—Con que amigos —gruñó Tarik—. Bien, pequeño, llegó la hora de que tú y yo tengamos una conversación.
—Tarik, espera. —El poeta quiso adelantarse a ellos—. ¿Qué vas a hacerle?
—Te avisé de que no te acercaras a él.
Agarró a René del brazo y el cuenco se derramó. El muchacho se soltó con brusquedad, después lo miró con furia. El cielo se volvió a oscurecer y un rayo lo iluminó. Tarik titubeó, tras él, los demás hacían lo mismo.
—Escucha —rogó Cillian, conciliador—. Solo quería arreglar las cosas antes de...
—¿Antes de qué, poete? —reclamó René.
—Antes de que nos mates.
Se produjo un silencio incómodo. Alrededor, todos estaban expectantes mientras que el muchacho, ya en pie, apretaba los puños y mantenía la cabeza gacha. La lluvia caía sobre ellos, mantenía la frecuencia. El viento se elevó, no lo suficiente para alarmarse, pero sí lo suficiente para permanecer en alerta bajo la amenaza de verse en el interior de una tormenta.
—¿Tenéis miedo? —gritó el crío dirigiéndose a los demás. Luego se encaró a Cillian—. ¿Me tienes miedo?
El poeta no supo qué contestar, no porque no supiese la respuesta, sino porque no era el lugar adecuado. Satisfacer al intendente suponía herir a René. Satisfacer a René, enfadar a Tarik. Él no tenía miedo del chico. Estaba convencido de que, al contrario de lo que decían, no era ningún demonio. Sí, algo se hospedaba en él, como en su hermano, pero no era maldad o, en caso de serlo, no podía verla.
—Sé que no quieres hacernos daño —dijo al fin.
—¡Capitana! ¡Problemas en la cantina!
Justo en ese momento, un rayo cayó muy cerca. Le siguió un trueno. June fue al lugar lo más rápido que pudo. Allí se encontró con que la tripulación estaba pendiente de una conversación a tres: René y Tarik estaban en posición desafiante y, en medio, Cillian.
—¿Qué sucede aquí? —exclamó.
—Rien. —René rompió la formación y se dio la vuelta.
El pelirrojo hizo amago de ir tras él, sin embargo, Tarik le sujetó del brazo para impedírselo. June lo miró de forma inquisidora y el intendente suavizó el agarre. Aun así, Cillian, sumiso, desistió de ir tras el crío. Así que fue ella.
Lo encontró subido en el castillo de proa con la vista fija en el horizonte.
—Tengo mucha hambre —manifestó René al notar que ella estaba ahí.
June trepó a su lado.
—¿Debo preocuparme? —El chico la miró un segundo y continuó centrado la forma de las nubes y las luces que se recortaban tras ellas, manteniendo el suspense de una tormenta que se disipaba sin llegar a eclosionar. La capitana hizo lo mismo—. Creo que tienes demasiado tiempo libre y el viaje es largo. Aún tardaremos un par de semanas en llegar, si no más.
—¿Quieres que me ponga a jugar al ajedrez?
—Quiero que te pongas a trabajar. Por si no te has dado cuenta, no damos abasto, y lo último que necesitamos es tenerte por aquí buscando problemas.
—Tu intendente no es pas digne.
June rio de forma sonora, a lo que el crío se giró y la miró, ofendido.
—Estás rodeado de piratas, ¿no te has dado cuenta? —se burló—. Aquí nadie es digno.
René caviló durante unos segundos. Luego volvió la vista, de nuevo, al horizonte.
—¿Qué es eso?
Su dedo índice señaló algo que se movía entre las nubes más bajas. June colocó la mano en su frente y observó hacia el lugar que el niño le había indicado.
—Velas... —murmuró.
Y como si le hubieran leído el pensamiento, desde la cofa se escuchó un grito que retumbó por todo el Bastardo, provocando murmullos por todos aquellos que lo escuchaban.
—¡Barco a la vista!
Avanza con sigilo. Tras la discusión de la cantina todos han ocupado sus puestos, todos menos el muchacho de cabello castaño y corazón vigoroso. Él volvió a las tripas del barco, en busca de su amigo el médico, alejándose de todos y convirtiéndose en una presa perfecta.
Ya casi lo roza. La lengua despierta en su paladar, saboreándolo anticipadamente. Estira las manos hacia él y su dentadura afilada sale a relucir.
Cuando está a punto de hacerlo suyo, un grito resuena por todo el navío:
—¡Barco a la vista!
Quizá, después de todo, pueda alimentarse sin tener que exponerse.
Nota de autora:
¡Buenas noches! Hoy os he querido presentar un poquito más a Elliot y Anthon, que poco a poco se va recuperando. ¿Qué os parecen?
No hay mucho más que preguntar ni añadir. Es un capítulo de transición, la paz antes de la tormenta (o no tanta paz). Bueno, la imagen que os adjunto no está elegida al azar y es una pista de todo lo que está por pasar. ¿Os imagináis qué tipo de barco es?
Elegí el incienso de mirra por las propiedades asépticas y curativas que se le han atribuido desde la antigüedad. En la imagen que os adjunto podéis apreciar el traslado de un árbol de mirra.
Siento no alargar la nota de autora, pero estoy trabajando en una muy especial que podréis leer en dos semanas y que espero que no os perdáis. Es sobre uno de los temas que me llevaron a crear esta historia y espero hacerlo con el máximo respeto.
Nos vemos el próximo fin de semana.
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