20. Heridas abiertas, puestos vacíos


Tiene hambre.

Y jamás había tenido tanta comida a su alcance. Por si no fuera bastante, el olor de las heridas se adentra en él, a través de ese nuevo cuerpo que, aún estando al final del trayecto, mantiene los sentidos intactos. Puede ver la sangre, la carne abierta y las miradas de miedo. ¿Cómo resistirse a eso? Ante él, un chico lo mira asustado, más que los demás. ¿Acaso lo reconoce? ¿Acaso nota el deseo con el que le mira la pierna?

—Tranquilo, será rápido.



El mar estaba en calma, sin embargo, June era consciente de que no era una calma real, ni siquiera la que precede a la tormenta: la tormenta estaba con ellos, colándose por las rendijas, oscureciendo velas y apagando vidas. Habían logrado dejar la maldita isla atrás; habían huido de los temblores, de la lava, de la tormenta... Ahora debía enfrentarse a los heridos y a la falta de personal. Debía asumir daños y pagar por ellos.

No había marcha atrás.

Muchos habían perdido la vida y, quizá, algunos otros pronto lo harían.

Decir que no tenía miedo hubiera sido de locos, pues sabía que todo aquello era arriesgado, que estaba jugando con fuego. No quería perder a nadie más. No obstante, sabía que era su oportunidad de actuar y de arrojar algo de luz al mundo. La propuesta de Jacques podría convertirlos en algo más que simples saqueadores.

—Tenemos que hablar —exigió Tarik.

June observó a su gente. Todos desconcertados e intentando tratar cómo mejor sabían a los heridos. Y Anthon, el médico, estaba fuera de combate.

—No es el momento.

—¿Y cuándo lo será? —El intendente le cerró el paso y la miró desafiante—. ¿Cuántos van a morir antes de que te dignes a darnos explicaciones?

Tarik había sido un buen amigo. Siempre. Pero últimamente creía ir dos pasos por delante. Aunque no lo reconociese, no terminaba de admitir que la capitana fuera ella y no él. ¿Qué esperaba? Si hubiese tenido los huevos de retar a James, las cosas hubieran sido muy distintas. Al final, quien se ponía la coraza y se apuñalaba a sí misma siempre era ella, porque si no era ella quien se mostraba dura y pensaba en el bien común, nadie lo haría. «Somos una familia», esas solían ser las palabras de James, el antiguo capitán, y June las había hecho suyas.

A veces, le hubiera gustado permitir que su mente se tomara un descanso de estrategias y responsabilidades. A veces, le hubiera gustado ser débil y no una roca, pero lo que nadie entendía era que, en ocasiones, un minuto de debilidad podía significar la muerte: y no la suya. Porque todos sobre esa caja de tablas y clavos dependían de ella. Si flaqueaba, aunque solo fuera un momento, todo se iría a la mierda.

—Cuando la situación esté controlada. —Dio la vuelta y se dispuso a ir al quirófano. Necesitaba saber cómo estaba el muchacho.

—No me des la espalda, ¡maldita sea! —la increpó el intendente. June giró la cabeza, que no ella, y lo miró por encima del hombro mientras él continuaba con los reproches—. Me estás ocultando cosas desde que llegamos a esa isla, ¿o crees que no me he enterado? Cumplí mi parte, siempre te he sido fiel...

—Y tenemos heridos, ¿recuerdas? —lo interrumpió.

—Heridos por tu culpa, por dejar que nos lleváramos a ese diablo. Nos va a traer la ruina. Cada muerte que haya a partir de ahora pesará sobre tu conciencia.

Era más de lo que podía soportar. ¿Quién coño se había creído que era para hablarla así?

—Eso es algo de lo que sabes mucho, ¿verdad? ¿Te has preguntado cuánta gente ha muerto por tu culpa? —El intendente endureció el gesto, ella no le dejó hablar—. Y no hablo de Peter y Martin...

—Todos tenemos un pasado —replicó él con seriedad.

—Exacto. Pero ahora tenemos la oportunidad de tener algo más. Podemos tener un futuro. ¿No te das cuenta? —Buscó comprensión en él, no la encontró—. Tenemos asuntos urgentes. Ya hablaremos.

Sin mediar más, se alejó de él.

Observó a su gente, aquellos a los que debía cuidar. Estaban nerviosos y confusos, sin tener muy claro qué estaban haciendo, adónde iban ni adónde les llevaría aquello. Podía ver la duda y el miedo, la lealtad y la traición.

El intendente, que la había seguido, la rebasó y le cerró el paso.

—Dime qué quería decir Jacques. —La agarró del brazo y continuó hablando tras tomar algo de distancia del resto de compañeros—. ¿Qué pacto has hecho con él?

—Si aprecias tu vida, no vuelvas a tocarme —advirtió June—. Hablaremos cuando la situación esté controlada. —Se soltó y señaló a la tripulación—. Ahora tenemos demasiado trabajo como para perder el tiempo en explicaciones. Como bien has dicho, hemos perdido a muchos, y dudo que quieras ser el siguiente.

—Pensaba que éramos un equipo. —Tarik se encaró a ella y la miró con rabia—. ¿Qué me estás ocultando? —insistió.

Levantó tanto la voz que varios miembros se giraron a observarlos. Margaret, que había estado ayudando a Giorgio después de que este recibiera el impacto en el hombro, dejó sus quehaceres y se acercó a ambos.

—¿Se puede saber a qué estás jugando, intendente? La timonel te espera para que le des instrucciones.

Tarik gruñó con molestia.

—Esto no quedará así. Me debes la verdad. —Aunque ya no gritaba, sí procuró usar un timbre lo bastante alto para que todos lo oyeran. Finalmente, les dio la espalda y se fue murmurando entre dientes.

—¿Quieres que lo mate? —propuso Margaret.

—Pensaba que era tu amigo.

—Nadie que suponga una amenaza para ti lo es.

—Por favor, mon amie, por más que le limpies no le vas a arreglar la cara.

Cillian tragó saliva y volvió a pasar el paño húmedo por la quemadura de Elliot.

—¿Es mi culpa, verdad? —sollozó, creyendo que el herido no podía oírlo.

—No, ce n'est pa ça. Él debería haber esquivado ese golpe. De haber sido más rápido ahora no sería un engendro.

—¿Cómo puedes decir algo así? —El poeta lo miró de reojo, enojado. Teach se acercó a ellos, olisqueó a Elliot y se acomodó entre sus piernas.

—Solo intento que te sientas mejor. ¿Cómo ibas a impedirlo? Il est vivant, debería estar contento.

—Que alguien calle al puto crío —se quejó Elliot, que estaba volviendo en sí. Sujetó la muñeca de Cillian y lo miró con el único ojo sano que le quedaba—. Pero tiene razón, no es tu culpa.

Eso no le ayudó a sentirse mejor. La isla le había dado y robado tanto... Ahora se daba cuenta de ello. Recordó el rostro del hombre sin nombre, aquel al que había arrebatado la vida; una nueva pesadilla que jamás podría espantar. Aún podía ver los ojos clavados en él, el gesto desesperado; podía notar la presión de la navaja al rajar la piel, la sangre... Se había limpiado las manos a conciencia, pero aún llevaba el pecado en sus prendas y, si se esforzaba, podía ver la sustancia escarlata escurrírsele entre los dedos. Sí, había sido su culpa y él lo sabía.

Suspiró.

—Deberías descansar —recomendó a Elliot.

Se fijó en él, en la piel lisa, el ojo castaño y brillante, los huesos menudos y, en especial, en las finas curvas que le sobresalían del torso, y se preguntó cómo era posible que jamás se hubiera dado cuenta de su verdadera naturaleza.

Debió observar más de la cuenta, porque el muchacho reaccionó.

—Soy Elliot, tengo veinte años y soy «un» pirata. —Lo enumeró a la carrera, como si lo estuviesen sometiendo a una especie de examen e intentando no mostrar el dolor en la voz.

—Lo sé, Elliot. —El poeta lo ayudó a ponerse en pie, lo que provocó que Teach saltara molesto. René hizo amago de ir con ellos y Cillian se lo impidió. Lo último que necesitaba el muchacho era su peculiar forma de animar.

Pasó el brazo del herido sobre sus hombros y caminaron, despacio, hasta la zona de hamacas.

—He perdido mucho por ser quién soy. Soy Elliot —recalcó el chico, una vez más, antes de cerrar los ojos.

—Como todos —suspiró el poeta.

Así era.

Todos estaban allí por una razón: la sociedad les despreciaba y solo el mar les podía dar la libertad que los pueblos robaban.

Cillian se giró con intención de subir a cubierta, sin embargo, al darse la vuelta se encontró con Tarik.

—¿Qué haces? —lo increpó. Parecía alterado y molesto—. Te necesitan arriba.

—Ya voy.

Al pasar por su vera para esquivarlo, el intendente lo agarró del antebrazo, fuerte, y lo miró a los ojos.

—¿Qué pasó en la mansión? Estuviste con el brujo, ¿verdad? —indagó. Cillian tan solo desvió la vista al suelo y se ruborizó, por un segundo, al recordar el efecto del hechizo en él, y en lo bien que se había sentido con ello—. ¡Lo imaginaba! —añadió Tarik, que parecía haber visto sus pensamientos. Lo empujó hacia las escaleras y lo miró con odio—. No vales nada.

—¡Te has encargado de dejármelo claro! Estoy cansado. —Quiso hablar con seguridad, mas lo que empezó siendo un reproche, terminó no siendo más que un triste lamento—. Siento que hayamos acabado así.

—Esto terminará cuando yo lo diga. —Tarik lo cogió de la armilla y lo empujó contra la pared—. No eres más que un niñato desagradecido... —Le dio un rodillazo en el vientre que se sintió como si las tripas explotasen por dentro. Acercó su boca a la suya y le mordió el labio hasta hacerle sangre—. Yo te quería —confesó, rozando su aliento—. ¡Mira en que me has convertido!

Con otro ataque de rabia lo arrojó al suelo. Iba a golpearlo de nuevo, cuando Giorgio apareció por las escaleras.

—Vaya, te pillo jugando con tu muñequito, intendente —Caminaba encorvado y con una mano reposada sobre el hombro. Observó al poeta con burla y sonrió—. Siento interrumpir la diversión, pero los mayores tenemos que hablar de cosas importantes.

Ambos le miraron y Cillian supo que había llegado el momento de irse. No iba a desestimar la oportunidad. Subió rápido y, una vez en cubierta, se limpió la sangre de las comisuras con la manga.

En un mundo paralelo, quizá, todo hubiese sido distinto. Cillian había vivido rodeado de lujos, cosa que no se podía decir de sus compatriotas. Pudo haber aprovechado lo que tenía; haber sido más discreto. En ese mundo paralelo, Sebastian seguía vivo. No debía pensar más en ello. El pasado debía ser reducido a cenizas: olvidarlo y aceptar la realidad que tenía. Una muy distinta a cualquiera que hubiese soñado.

Esa realidad era una hoguera abrasadora que tras desbordarse le había robado la voluntad y, ahora, le quemaba por dentro. Y él lo había provocado.

Tarik lo odiaba.

—¿Qué ha pasado? —preguntó René al verlo magullado.

—Un pequeño accidente, tranquilo. —El poeta se puso en pie, esquivando la mirada del muchacho, se dirigió al mástil más cercano y alzó la vista a la oscura bandera que ondeaba, sin razón, con el dibujo de una calavera bajo la cual se apreciaban dos brazos en cruz y grilletes reventados. ¿Podría liberarse él de los suyos?

Una gota cayó sobre su frente.

Luego otra.

René se aproximó de nuevo y se colocó frente al poeta, al otro lado del mástil, pero muy cerca.

—Ha sido él, ¿verdad?

—Si así fuera, no sería asunto tuyo.

El adolescente retiró algo que llevaba oculto en la chaqueta y estiró los brazos alrededor de la cintura de Cillian. El poeta se sintió algo incómodo al notar cómo las manos de René se colaban bajo su ropa, y se encogió cuando notó que depositaban algo duro y frío a su espalda.

—¿Qué es eso? —susurró. Sabía muy bien la respuesta—. No puedo...

Au cas où, Cillian. Necesitas defenderte.

A los pies, Teach inclinaba la cabeza hacia ellos y el poeta creyó volverse loco, porque le pareció que asentía.

—No lo quiero. —Tomó la mano del chico y la llevó de nuevo a la empuñadura de la daga—. No voy a delatarte, pero no quiero eso en mí. No puedo...

—¿Estás seguro? —insistió René.


—¡Aléjate de mí! —gritó Anthon—. ¡No me toques!

Al entrar en el camarote que hacía las veces de enfermería, June vio que el joven médico estaba aterrado. Forcejeaba contra Joseph, desesperado, mientras el viejo lo subía arrastras a la mesa de trabajo.

Inquisidora, June observó al bucanero a la espera de una explicación.

—Hay que amputar —se excusó él, tras señalar la pierna del muchacho.

La capitana se acercó para verla mejor. Seguía sangrando en diversas tonalidades. La hendidura era fea, profunda, y algunos restos de tela habían quedado atrapados en ella al desvestirlo. Diversos arañazos decoraban el contorno y, desde la parte más honda, sobresalían algunos hilillos blanquinosos. Sin duda, estaba inutilizada. Si no se la extirpaban se arriesgaban a una gangrena, en cambio, la amputación podría producirle la muerte. Más aún, llevada a cabo por alguien sin experiencia.

—No podemos perderlo, es el único médico que tenemos —recalcó June—. ¿Seguro que sabes hacerlo?

Anthon volvió a gritar, forcejeó contra las cuerdas y suplicó que lo dejaran ir. Ella desvió la mirada y susurró un «lo siento» que jamás pronunció en voz alta.

—Le vi hacérselo a Óscar. Aunque sea viejo, sé lo que hago. El chico vivirá, capitana.

—Eso espero... —pensó ella, en voz alta—. Si le pasara algo, Aisha no me lo perdonaría nunca.

Pronunciar su nombre era como retroceder en el tiempo. La conoció antes de ser capitana. Para aquel entonces, la cirujana se ocultaba bajo el nombre de Ahmed y June bajo el apellido Smith. En ese tiempo, sabedoras de sus respectivas realidades, habían forjado una fuerte alianza. La ayudó a encontrar a Anthon y le juró que con ella estarían bien. Cuando enfermó y tuvieron que dejarla atrás, en Isla Tortuga, se culpó por los largos viajes que tanto habían afectado a su salud. Ahora volvía a fallarla.

—Por favor, capitana —seguía clamando Anthon—. Él no es Jos...

—¡Ayúdame, capitana! —interrumpió el viejo.

El chico estaba trastocado por el dolor y debían actuar rápido, así que June siguió las indicaciones sin hacer preguntas. Amordazó e inmovilizó al chico. Joseph apretó el pañuelo en la parte alta del muslo, ayudado con una vara de aluminio. Luego, hizo una marca sobre la piel del chico, por encima de la rodilla, cogió la sierra y empezó a deslizarla con saña sobre ella. Al sentir cómo el filo dentado le arrebata una parte su cuerpo, Anthon gritó con tanta fuerza que ni el pañuelo en la boca pudo silenciarlo, denotando, así, que había reventado el umbral del dolor.

Al momento cayó inconsciente.

La mayoría de las hamacas se removieron. Solo una se mantuvo intacta. La capitana desvió hasta allí la mirada, sin dejar de sujetar al chico. Podía ver la oscura cabellera de Anne. La joven dormía ajena a todo, sumida en una especie de inconsciencia, atrapada en un cuerpo que no reaccionaba, pero que estaba vivo.

Miró hacia abajo para descubrir las manchas de sangre que se acumulaban en su ropa.

Y observó a Joseph.

El viejo tenía los ojos desorbitados y la boca torcida en una especie de macabra sonrisa. Agitaba la sierra de un lado a otro, lo que producía un sonido que se hacía insoportable, como una puerta mal engrasada o un tenedor arañando un plato de porcelana, solo que en este caso era mucho más que un sonido. Era piel mancillada, músculos muertos y huesos mutilados. Un chico en la flor de la vida con una parte de sí arrebatada por estar donde nunca tuvo que estar.

Cuando Joseph terminó, limpiaron la zona lo mejor que pudieron, la cauterizaron y la vendaron.

—Tiene fiebre —observó June.

—Pues será mejor que no le suba —contestó el viejo. Luego, con cara de loco, alzó la pierna y la agitó en el aire—. ¿Pero vio cómo podía hacerlo? Con su permiso, me ocuparé de esto.

Ella asintió, acompañó a Joseph hasta la puerta y, en cuanto salió, la cerró y apoyó la espalda en ella. Joseph era un viejo loco.

Volvió a pensar en todo lo que necesitaban, en su verdadera misión, más allá de llevar a René a Nueva Orleans. Pensó en los heridos, en los puestos vacíos; pensó en aquellos que ahora necesitarían ayuda.

Y en los nuevos, aquellos que la llamarían «reina»; el imperio que debía crecer y rebelarse contra el mundo.

Entonces lo tuvo claro: había un problema más allá de los heridos, de la misión, de las trifulcas y de las malas lenguas. Un problema que urgía solucionar. Eran pocos.


Tiene que ser más cuidadoso, pues el maldito médico casi lo echa todo a perder. No debió exponerse delante de él. Lo vio, aunque seguramente no lo recuerde y, en caso de hacerlo, ¿quién le creería?

Por el momento está a salvo, siempre que sea discreto. Los recuerdos del viejo le ayudarán a que así sea.

Con el festín envuelto en paños, traspasa la escotilla que da a la cocina y le recibe el hedor a carne podrida, verdura pasada y humanidad hacinada.

—Las ratas están revueltas —comenta Óscar, al oírlo llegar.

El cocinero no se gira para mirarlo. Sigue concentrado en el cubo de patatas que tiene delante y tirando las pieles al suelo.

—Es normal —contesta—. El chico ha traído un gato.

—Nos vendrá bien. Desde que murió el viejo Milord, estas alimañas se creen las reinas del lugar.

Joseph deja a un lado la pierna de Anthon, oculta a simple vista, y se acomoda frente al cocinero. Lleva el bigote sucio y las canas marcan varias tonalidades sobre su cabeza, completamente calva en la parte superior. Las córneas son rojas y huele a muerte cercana. No detecta qué tiene, solo sabe que la enfermedad que lo mata está avanzada. Como mucho le quedará un mes de vida.

—Descansa, viejo amigo. Hoy me encargaré yo de esto.

El cocinero no ofrece resistencia, coge un bastón y apoya todo su peso en él para irse de ahí cojeando sobre su única pierna.

Una vez a solas, desenvuelve el manjar y lo filetea con un amplio cuchillo. Sabe que así durará más, aunque ha perdido demasiada sangre, lo que teme que afecte al sabor.

Se lleva la primera rodaja a la boca y la mastica un par de veces antes de tragar. Tiene un sabor extremadamente dulce, pero está sano y le ayuda a recobrar energías.


Nota de autora:

Pensaba que este momento no iba a llegar nunca, pero lo ha hecho.

¿Habéis encontrado alguna pista?

¿Os habéis fijado en el comentario de las ratas? Más adelante hablaremos de ello.

¿Tenéis ganas de conocer a fondo algún personaje en concreto?

Si me está leyendo algún o alguna especialista en medicina, quiero comentar que si Anthon sobrevive, es de milagro, pues la amputación que se le ha realizado no es muy ortodoxa. Soy consciente, pero recordemos que Joseph no es médico.

Muchas gracias por seguir aquí y por acompañarme en esta aventura a pesar de las tempestades. Espero que el capítulo no se os haya hecho muy largo.


¡Un abrazo!

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