2.Desembarco

Cuando desembarcó, tuvo un extraño presentimiento, como una especie de desazón poco característica en ella. Quizá es que había pasado tanto tiempo en altamar que ya apenas recordaba la sensación de la gravedad, pero lo cierto era que estaba convencida de que eso no era lo que sentía en ese momento: en cuanto sus pies se detenían, seguía notando el arrullo de las olas del mar meciéndola de un lado al otro.

El sol chocó contra sus ojos, se ajustó el sombrero para protegerse de él, se anudó la falda a las correas que colgaban del corsé e, ignorando a las voces de su interior, avanzó dejando huellas fugaces sobre la arena de marfil. Quería ser la primera en ver ese gran hallazgo.

—¡Espere, capitana! —gritó Cillian a su espalda—. No debería ir sola, ¿no sería mejor reunir un grupo antes?

Sí, sería lo lógico, lo que debería haber hecho si por un segundo, solo uno, hubiese pensado las cosas antes de dejarse llevar por la curiosidad.

—Solo quiero asomarme. Hay algo extraño en este sitio.

—Tarik dice que la isla está maldita. Lo cree desde que pusimos el primer pie fuera del barco.

June contempló esa tierra, girando sobre sí misma y recapacitando en las palabras de su hombre de confianza.

Maldita puede que no, pero sí extraña, y no solo por el hecho de no salir en los mapas: había algo que no cuadraba: las playas tropicales de arena blanca se veían cortadas bruscamente por pinos, robles y sauces europeos. Y luego estaba aquella montaña nevada que parecía no tener fin.

Se agachó y tomó una muestra de tierra. Era oscura, rugosa y muy porosa.

—Tierra volcánica —murmuró. Después se la mostró a Cillian.

—Greda —puntualizó él, interesado.

En ese justo momento, ambos temblaron por un súbito escalofrío que, quizá, no fue tan súbito. No es que hubiese un cambio brusco de temperatura ni ninguna sensación extraña, simplemente se dieron cuenta de que tenían frío, pero no sabrían decir desde cuándo.

June siguió avanzando, adentrándose en ese bosque tan lejano y familiar, tan fuera de lugar.

Hasta que un ruido desagradable captó su atención.

Moscas.

Moscas zumbando y celebrando lo que fuera con jolgorio. El sonido era tan intenso que parecía tenerlas dentro de su cabeza. Después le sobrevino una arcada, y se dio cuenta de que el culpable era un hedor nauseabundo que se había presentado de forma lejana y sutil y que, ahora, se había vuelto inaguantable. Olía a putrefacción, a muerte; olía a desesperación, dolor; a vidas arrancadas cubiertas de larvas... y, con cada paso, el hedor era más intenso.

Fue entonces cuando los vio y, esa vez, el escalofrío que sintió sí fue real.

«Está maldita». Las palabras de Tarik en boca de Cillian resonaron en su mente.

El irlandés vomitó a pocos metros de ella.

—¿¡Qué rayos es esto!? —exclamó. Asqueado, se limpió la boca con la manga y se colocó a su lado.

June era incapaz de apartar los oscuros ojos de ese escenario.

Había, al menos, cincuenta cadáveres colgando de los árboles, ahorcados, con miradas vacías y pies girando en círculos.

Pero eso no era lo peor. Esa gente no había muerto así y, de haberlo hecho, habría sido liberador.

Muchos de ellos habían sido despellejados. Sus carnes quedaban a la vista y, en efecto, las larvas se movían a su antojo ondulando restos de piel a su paso.

Tenían los cuerpos mutilados, con fibras y músculos ennegrecidos a la vista. A algunos les faltaban las piernas, a otros, brazos; lenguas, ojos... Todos los miembros amputados estaban repartidos entre la hierba que crecía bajo ellos. Uno de los cuerpos estaba, si cabe, aún más maltratado que los demás: le habían rebanado el vientre dejando un reguero de mierda y vísceras bajo el árbol del que colgaba.

—Capitana, deberíamos volver con los demás.

El pelirrojo parecía asustado. No dejaba de ser un desheredado que había vivido la vida rodeado de lujos. Algo así le quedaba grande. Pero June era impasible. Ella era una superviviente, una amazona que había vivido bajo el yugo de la esclavitud. Había visto el desgarro del maltrato en espaldas de compañeros; estaba acostumbrada al dolor, a la mugre, a la sangre... Pero no a eso. Habría que estar loco para ver algo así y no sentir nada.

Y ella sentía asco, molestia y mucha, muchísima, curiosidad.

¿Qué habría pasado allí?

—Sí —dijo al fin, indecisa y sin apartar la vista de la escena—. Volvamos.

Mientras avanzaban al encuentro de la tripulación se sintieron observados en todo momento.

—June. — Justo cuando estaban a punto de pisar la playa, Cillian la cogió del brazo—. Debemos irnos de aquí.

Ella lo observó de arriba abajo y chasqueó la lengua.

—No.

No iban a irse. Fuera cual fuese el peligro, lo afrontarían. June había hecho un juramento ante todas esas personas. Un juramento que iba más allá de la protección. Debían comer, beber y vivir, y no resistirían más días en altamar.

—¡Pero has visto eso! —exclamó aterrado, aferrado aún a su brazo como si le fuera la vida en ello.

—¿Y tú has visto nuestra despensa? ¿Cuánto más crees que podremos resistir? —Se zafó de su presa y masajeó la zona del agarre—. Montaremos guardia y nadie se adentrará solo en el bosque. Por poco que me guste esto, no podemos irnos con las manos vacías.

Por suerte, Cillian no volvió a hablar hasta que llegaron al navío y, una vez allí, tampoco dijo nada. Ni siquiera al pasar por el lado de Tarik, camino a la bodega.

El egipcio lo miró con curiosidad, no obstante, en lugar de ir tras él, fue directo hacia June.

—¿Qué ha sucedido?

—Que tenías razón, Tarik. La isla está maldita.

Había aprendido a soportar muchas cosas, más de las que muchas personas creerían, pero eso se escapaba a su entendimiento. Había algo malo en esa isla, algo horrible, algo capaz de hacer cosas repugnantes. Cada vez que cerraba los ojos volvía a ver las expresiones de los muertos, las larvas moviéndose bajo los restos de piel... y las moscas.

—No pienses, no pienses, no pienses... —se dijo a sí mismo a media voz.

¿Qué diría Tarik si lo viera así? No. Debía recomponerse. No era solo el asco o la impresión: era la sensación de peligro, de que algo malo estaba por pasar y de que, si no se iban ya, no podrían hacer nada por evitarlo.

Entendía los motivos de June, pero estaba convencido de que quedarse allí era un error. Quizá debieron ir a Nasáu cuando tuvieron ocasión, antes de que la flota española se desplegase para acabar con la ciudad. Ahora era tarde, no había lugar al que huir. Aun así, esa isla... Tarik lo dijo, estaba maldita, y él había sentido, visto y olido esa maldición con cada uno de sus sentidos.

El hedor se le había pegado a los ropajes, seguía viendo a los muertos y no lograba quitarse de los oídos el zumbido de las moscas. Además, tenía una sensación extraña anclada a su estómago. Agarró el cubo más cercano y vomitó en él.


Cillian no volvió a subir, pero el resto de la tripulación seguía allí. Todos se acomodaron en cubierta como pudieron y escucharon cada palabra que tenía que decirles la capitana.
Lo que contó no les gustó, por supuesto, pero la gran mayoría entendía que no había otra opción. Además, tenían armas, mal genio e inteligencia de sobra para hacer frente a cualquier circunstancia. Pasarían la noche en el barco, montarían guardia y, por la mañana, harían grupos de seis para terminar de explorar.

Todo el mundo escuchaba y, aunque algunos como Giorgio —el maestre— refunfuñaron en más de una ocasión, finalmente, la mayoría estuvo de acuerdo.

El discurso ya estaba llegando a su fin cuando unos pasos hicieron crujir la madera.

Bonjour, mes amis! —Todos empuñaron armas y se giraron de inmediato para ver al dueño de aquella voz que sonaba como una dulce melodía—. Bienvenue à mon île!

El intruso no tendría más de catorce o quince años. Lucía ropajes de alta cuna y unos bucles dorados como el trigo tostado caían a los costados de sus orejas. Tenía la piel pálida, las mejillas sonrojadas, ojos de hielo y sonrisa de embustero.

June le hizo un gesto a Margaret para que se acercase, sin apartar, ni un solo momento, la mirada del muchacho.

«Es un demonio», pensó.

Los segundos que la muchacha tardó en llegar a su lado se hicieron eternos. El silencio y la confusión cortaban el ambiente mientras que el chico no dejaba de sonreír mostrando cada uno de sus perlados dientes.

—Dice que esta es su isla —tradujo la doncella—, y nos da la bienvenida.




Nota de autora:

Cuando paso por vuestras historias, debo reconocer que muero de envidia al ver maravillosas ilustraciones. Yo creo que guardo el talento para dibujar en el dedo meñique del pie izquierdo, un lugar en el que no sirve de mucho, como entenderéis. Por eso, no me queda otra que jugar al faceapp.

Os regalo la imagen más aproximada de June, la capitana.

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