18. Hora de partir
Tarik y June permanecían en la orilla y con los ojos puestos en aquella figura que se recortaba a trasluz: Adami, el hombre misterioso, el mentor y guía de Jacques. Aquel que ya había demostrado no ser humano. Los reflejos se posaban sobre su piel, otorgándole el aspecto de una estatua de bronce. El muy capullo se movía con pasos tranquilos, avanzando a través de los cadáveres que habían dejado atrás: su gente. Ella era responsable de ellos, de sus vidas... A él parecía darle igual.
Tarik hizo el amago de abalanzarse sobre él. Desenvainó la cimitarra, mas June posó la mano en su brazo y le indicó que se detuviera.
—Calma, intendente. Déjame a mí. —Contraria a sus palabras, tan pronto como lo tuvo a su alcance, la capitana se le echó encima y lo cogió del cuello como si quisiera estrangularlo—. ¡Dime que no habéis tenido nada que ver con esto!
Una especie de fuerza invisible la empujó hacia atrás; entonces, Tarik alzó el arma y apuntó a Adami con ella, pero ella le volvió a pedir que se detuviera, a pesar de que controlarse a sí misma ya le estaba costando bastante. El guerrero dudó antes de obedecer maldiciendo entre dientes.
—Estamos tan sorprendidos como vosotros: esto nunca había sucedido —informó Adami. June pensó que si era cierto que estaba sorprendido, al menos haría bien en demostrarlo con las facciones de su cara—. ¿Dónde está el señor René?
—El crío está bien, pero no puedo decir lo mismo de mi gente. ¡Necesito respuestas! ¡Ahora!
El hombre de bronce frunció el ceño y se acicaló la barba, pensativo. Algo no le cuadraba.
—Mucho me temo que esta vez no las tengo. Esto no había pasado nunca, por lo que empiezo a sospechar que la isla no está conforme con el trato. No se preocupe por los caídos, nosotros nos encargaremos de ellos siempre que no descuides tu promesa, superes la última prueba y regreses.
—¿Qué quiere decir con eso? —asaltó Tarik. Luego se dirigió a June, con el rostro desencajado por la ira—. ¿Qué me estás ocultando?
—Sé muy bien lo que he prometido —afirmó June, sin prestar atención al intendente—, mas las promesas construidas sobre mentiras no valen nada. ¿Qué es este sitio? ¿El infierno?
—De ser así, mi reina, este sería tu infierno: tu responsabilidad.
Esa era la realidad. Ese lugar ahora le pertenecía. Había superado las pruebas de Adami y Jacques había cumplido su parte que se materializaría en cualquier momento. «El infierno es un buen lugar para crear un imperio», se había dicho entonces, incluso antes de que sus sospechas se confirmasen. Ella sería la dueña de todo y había dejado claro que no pensaba compartir el poder con el francés, por mucho que el brujo de bronce hubiese insistido en que era menester. A Jacques, saber sus intenciones no le había importado. «Estoy cansado», había confesado.
—¿Su reina? —les interrumpió el intendente, de nuevo, con una vena palpitante marcada en la frente—. ¡Creía que teníamos un pacto de confianza!
—Hablaremos de todo esto cuando estemos lejos de aquí, Tarik.
—¿Y nos iremos sin Cillian?
—¿Quieres ir a buscarlo?
El egipcio volvió la vista atrás, a las rocas afiladas, a los cuerpos de sus compañeros. Observó los muros de la mansión, derruidos, que se entreveían al final de la playa, adentrándose en zona verde.
—No. Que se quede. Ha tomado su decisión y faltado a la prom... —No terminó la frase, como si hubiese estado a punto de hablar más de la cuenta—. Cuando volvamos, si sigue vivo, ajustaré las cuentas con él.
El último bote volvió a la costa, Margaret era quien manejaba los remos. Al verla llegar, Adami les desplantó y fue directo hacia la muchacha. Le dijo algo al oído. June querría haberse entrometido, ¿qué tenía que hablar ese hombre con su protegida? Es más, Margaret no debería ni estar allí, menos aún, remando. Parecía como si el dolor de la herida hubiese desaparecido. Antes de llegar a ellos, un nuevo rugido captó la atención de los cuatro.
—Debéis partir y volver cuanto antes —les advirtió el hechicero.
Con cientos de preguntas sin resolver y una brecha abierta entre ambos, June y Tarik subieron al bote y partieron rumbo al Bastardo.
Nada podía prepararlo para lo que se encontró en cuanto las puertas de la mansión se cerraron a su espalda. El recuerdo de lo acontecido, minutos antes, languideció eclipsado por el hórrido espectáculo.
Esta vez el temblor había sido mucho más que una amenaza. La tierra se había partido de verdad, dejando grietas y salientes por doquier. Por si fuera poco, cientos de estacas de piedra emergían del suelo. Tras una de ellas le pareció ver a alguien. Cuando se acercó, se encontró lo que quedaba de Mark, un mono de la pólvora que había tomado la mala decisión de acompañarlos. Tenía el pecho perforado de una forma tan limpia que apenas se veían los hilillos de sangre. Sin embargo, los ojos aún reflejaban el terror que vivió antes de morir.
Cillian se quedó petrificado. Quiso asimilar lo sucedido... ¡No existía una razón lógica para ello!
Luego sintió unas ganas terribles de dar la vuelta y refugiarse de nuevo en el hechizo de duBois. En sus brazos todo dejaba de importar, como en un sueño en el que la realidad se desvanecía. Ahora estaba ante una pesadilla que borraba las caricias para convertirlas en estocadas.
Pero él no era un cobarde.
Había hecho una promesa: debía acompañar a René, quien ahora debía estar en el barco, solo, quizá asustado, y demasiado cerca de Giorgio.
Continuó avanzando.
Una cortina de ceniza creaba un blanco resplandor más deslumbrante de lo que cabría esperar a esas horas del día.
También hacía frío. Más que los días previos.
Avanzó abrazado al fardo con sus pertenencias, como si sentir el cuaderno cerca del pecho pudiera ofrecerle algún tipo de protección. A medida que avanzaba, el escenario se tornaba más desolador. Había rocas humeantes en el suelo y cadáveres empalados en las estacas de piedra. Otros, en cambio, permanecían en el suelo con el cráneo reventado.
Y ahora sí había sangre.
Sangre que se camuflaba con la arena. Las partículas de luz se posaban sobre ella y provocaban destellos ocres. Cada gota pertenecía a un compañero o compañera. Los fue reconociendo uno a uno, aunque en algunos casos, el rostro estaba demasiado desfigurado.
Susan, Mathew, Miller, Chiara, Demy... Todos habían perdido la vida mientras él... No quería ni pensarlo, pero así era: todos habían perdido la vida mientras él estaba follando.
Un quejido llamó su atención. Quedaba alguien vivo. Corrió en la dirección indicada con la esperanza de encontrar al superviviente. Y lo encontró... Era uno de los suyos. No sabría decir quién era ni a qué se dedicaba, pero lo había visto en varias ocasiones. Jamás le había prestado atención. Era un hombre de unos cuarenta años, con barba voluminosa, cabello largo, lacio y oscuro... al cual cientos de espinas pétreas le perforaban las piernas, los hombros, el vientre, el torso, la garganta... Que siguiera vivo era un auténtico milagro: no había forma humana de sacarlo de ahí. Hiciera lo que hiciera, el hombre sin nombre sería hombre muerto.
—Máta... Má... —Cada intento de hablar lo acompañaba de un reguero de sangre que surgía de la boca—. Mátame...
Cillian nunca había matado a nadie. No estaba listo.
Lo pensó. Irse y dejarlo así sería tan ruin...
Agitó la cabeza de un lado a otro.
—No puedo, no puedo —repetía—. Lo siento...
Se puso en pie y le dio la espalda, dispuesto a dejarlo atrás. El hombre sin nombre intentó hablar de nuevo, mas su esfuerzo se vio frustrado por la falta de aire. El poeta volvió a mirarlo y fue consciente de que, le gustara o no, debía actuar.
Pero él no tenía armas.
Morgan, el maestro armero, era quien se encargaba de repartirlas cuando eran precisas. Puesto que Cillian no estaba destinado al combate, no habían creído conveniente prestarle ninguna, ni siquiera en la isla. Todo cuánto tenía era una navaja de afeitar.
La buscó en el fardo y la observó durante unos segundos. Estaba afilada. Volvió la vista hacia el moribundo: vio el horror en sus ojos. El poeta le acarició el rostro.
—Tranquilo... —musitó. Lo continuó acariciando y cantó una canción a su oído—. Dicen que si la oyes, es que pronto has de marchar, al lugar al que te ha de llevar. —Con la otra mano, lo degolló—. Sin dolor ni temor, solo amor. —A Cillian le temblaba la voz al cantar. Y el pulso. Presionó más fuerte el filo de la navaja y su mano se fue impregnando con la sangre que salía a borbotones. Aun así, el hombre seguía vivo, intentando decir algo, sangrando por la boca y por la nueva herida como si fuera una fuente real—. Sin temor, oye su voz y el dolor amainará —continuó cantando. El líquido rojo le salpicaba la cara—. Solo déjate llevar. —La navaja cayó al suelo. Cillian temblaba y el hombre no se moría. Puso su frente contra la de él, hipó, lo agarró del cuello y apretó muy fuerte, tanto con las manos como con los párpados—. Lo siento, lo siento —suplicó.
Finalmente, el hombre sin nombre expiró su último aliento.
Y las manos de Cillian se llenaron de sangre.
El poeta permaneció unos segundos más ante a él, luchando contra un nuevo ataque de ansiedad que amenazaba con asfixiarlo. Se sentía como una mierda. No solo había matado a un hombre, sino que lo había torturado. Esa vez se permitió llorar. Llorar de impotencia y rabia contra sí mismo.
—No es tu culpa, mon amie.
No necesitó girarse para reconocer la voz de René.
—¿Y tú qué sabes? —Tenía la mirada fija en la víctima. Era alguien anónimo, alguien sin nombre, ¿eso no debería haberlo hecho más fácil?
—Je suis. —El muchacho puso la mano en su hombro y él se asió a ella—. Debemos irnos. —Teach surgió tras las piernas del joven para frotarse contra las del poeta. Este, a desgana, se puso en pie y empezó a andar—. Un momento. —René se acercó al cadáver, abrió la casaca y tomó entre sus manos la pistola de chispa y una daga que el difunto había portado consigo—. Puede sernos útil.
¿¡Cómo no se le había ocurrido!? Eran piratas y, aunque él no dispusiese de armas, sus compañeros sí. ¡Acababa de torturar a ese hombre cuando podía haber terminado con su sufrimiento de un puto tiro!
Gritó con todas sus fuerzas, gritos secos nacidos en la rabia junto con varios más de «¡joder!». Era un idiota, un idiota, y ahora...
Tenía las manos sucias.
El adolescente lo cogió del brazo y tiró de él, en dirección al lugar en el que el barco les debía estar esperando.
—Calma, prometí que cuidaría de ti. —La extraña mujer se acerca a una especie de esfera, que no es de cristal. Es difícil saber de qué material está hecha, pero la superficie es cambiante, líquida, y en su interior dibuja nubes, rayos, llamas y... el Bastardo elevándose sobre ellas—. Muéstrame quién te ha hecho esto, pequeña.
Anne permanece derrotada en el sillón, con la vista fija en la esfera y la mano en el pecho. Su cuerpo es pesado y sabe que desearía salir corriendo de ahí. La mujer se acluquilla ante ella y la mira con aire maternal.
—Era la única forma de ayudarte —insiste—. Ahora eres de los nuestros, pero no te preocupes, estamos en el mismo bando. Muéstrame quién te dañó. —Las figuras de la esfera empiezan a oscilar, a expandirse y contraerse—. ¡No es posible! ¡Estaba prisionero!
Mientras la mujer grita, Anne empieza a convulsionar: le falta el aire, sus ojos son blancos y las facciones de su rostro no delatan ninguna emoción.
—Tranquila, tranquila. —Nyala la estrecha entre los brazos—. Sé que no te encuentras bien, pero debemos alcanzarles, pequeña. Tienes que avisarles.
Al sentir el abrazo, la contramaestre vuelve en sí y señala su garganta. En un esfuerzo por comunicarse, se alza, mas el dolor del pecho la obliga a sentarse de nuevo.
—Lo siento, no puedo devolverte tus cuerdas vocales, pero ahora tienes una hermana a bordo y ella será tu voz. Vamos, debemos partir cuanto antes.
Cillian seguía abstraído, prisionero de la culpa, de los remordimientos, andando cada paso empujado por René.
La isla rugió y la sensación de alerta lo trajo de vuelta durante unos instantes.
—¿Qué hacías aquí? ¿No deberías estar en el barco? —preguntó alicaído.
—Volví por Teach, no podía irme sin él.
El poeta se detuvo y resopló. Al continuar la marcha trastabilló con algo que a punto estuvo de hacerlo caer. Era el cuerpo de Elliot, que yacía en el suelo cubierto de arena. Cillian se agachó ante él.
—Han muerto muchos —afirmó. El joven merinero había recibido un impacto en la cabeza que le había dejado media cara quemada—. Elliot me caía bien. —Se agachó a su lado y lo observó durante unos instantes.
—Cillian, nous devons partir —le recordó el adolescente.
Pero el poeta volvía a estar ausente, con la mente entre idas y venidas. Entre la calma y la guerra. Un papel sobresalía de la camisa del cuerpo. Lo tomó entre sus manos y lo miró. Era una carta de despedida a su familia que, por lo visto, escribió el día de su destierro, pero que nunca entregó. Estaba firmada por Eleonor. Era habitual que las mujeres cambiaran de nombre e identidad al infiltrarse entre piratas: en el Bastardo eso no era preciso. Eleonor había decidido seguir siendo Elliot por decisión propia.
—Descansa en paz, Elliot. —Enfatizó en el nombre. Se levantó y, quizá, respondiendo a su voz, el marinero emitió un débil sollozo—. ¡Está vivo!
Lo puso en pie como pudo y, poco a poco, Elliot fue volviendo en sí.
—Cillian, se han ido. —René observaba la costa. Desde ahí podían ver cómo el bote se alejaba con June, Tarik y Margaret en él.
En cuanto llegaron al Bastardo se pusieron a trabajar. No había tiempo que perder.
—¡Levad el ancla! —gritó June a Brown, el señor de proa—. ¡Vamos a largarnos de esta puta isla!
El hombre, que rebasaba la madurez y amenazaba con entrar en la vejez, no tardó en ponerse manos a la obra. Los altos estaban en su sitio, desplegando las velas. Toda la tripulación funcionaba como un engranaje perfecto, por lo que, pronto, aguas y vientos hicieron su magia y empezaron a alejarles de aquella tierra maldita.
De súbito, todos sintieron un frío estremecedor. El cielo se puso negro y el viento empezó a soplar furioso contra las velas.
—¿Dónde está René? —preguntó Margaret, con mirada inexpresiva.
—Se habrá escondido. ¡Tenemos asuntos más importantes!
Las aguas se rebelaron, el oleaje les golpeaba y empujaba de nuevo contra la tierra que debían dejar atrás. El barco se agitaba de un lado a otro; empezó a llover y un rayo les iluminó durante una milésima de segundo. Le siguió un trueno ensordecedor. Los altos recogieron las velas, en constante lucha contra la ventisca y haciendo peligrar sus vidas. No era suficiente. No era una tormenta normal.
—¿Dónde está René? —volvió a preguntar la inglesa. El agua resbalaba sobre su tez, que parecía irradiar luz propia, y su voz, en medio de todo el estruendo en que se encontraban, no era más que un susurro, aunque perfectamente comprensible—. No debimos partir sin él.
¡Maldita fuera! ¿Dónde se había metido el puto crío?
June empezó a preguntar a cada miembro de la tripulación con gritos que se veían silenciados por el rugir de la tempestad. Nadie supo contestar, no solo porque estuviesen trabajando a fondo para sobrevivir y recuperar el control del navío: nadie lo había visto.
Elliot estaba mareado, inconsciente y con la cara visiblemente dolorida. Se dejó caer en la orilla. Cillian, en un momento de locura, pensó en echarse al mar e ir a nado, pero René se lo impidió y le obligó a salir del agua antes de que esta empapase sus pertenencias.
—No pueden irse sin mí —le tranquilizó—. Cuando se den cuenta de que no estoy con ellos, ils reviendront.
Era cierto: René era la misión y la razón de la partida. No podrían ir muy lejos sin él.
—Quiero estar solo —protestó Cillian.
Se alejó de ellos y se ocultó tras una de las grandes rocas que habían emergido de lo profundo de la tierra. Se dejó caer a su sombra y allí, rabioso, se peinó la cara con las palmas de la mano y se estiró el cabello solo para lastimarse.
Volvió a gritar. Un grito vacío nacido en su estómago.
¡Era tan estúpido! Al final, simplemente se abrazó a las rodillas, ocultándose entre ellas, como si fuera un niño pequeño. «Respira», se decía una y otra vez. Todo se había ido a la mierda.
—Respira, ma belle poete. —El anfitrión apareció ante él, le sujetó del mentón y le miró a los ojos—. Me duele verte así.
Le besó en los labios con dulzura. El sabor del vino tinto y de la canela tuvo un efecto inmediato. Le siguió el aroma del sándalo. Los latidos del poeta se ralentizaron y la respiración se acompasó. De golpe, todo era como una pesadilla pasada. Tenía malestar, sí, pero ya no se sentía en el centro de un huracán en el que todos los sentimientos tiraban de él en distintas direcciones.
—¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha podido suceder esto? —lo interrogó. Señaló al cadáver más cercano, aunque se refería a todos, y a la tierra rota y arisca luchando contra ellos.
El anfitrión suspiró.
—La isla teme que no volváis.
—No quiero irme —confesó Cillian.
Jacques volvió a besarlo.
—No pienso renunciar a ti, eres perfecto para mí —susurró a su oído. Y al poeta se le erizó el bello.
—Soy tuyo.
—No... No quería decir eso... —Los ojos grises lo observaron, y Cillian sintió cómo lo engullían. No era el color de la plata, ni los destellos, era la forma en que lo hipnotizaban.
—Estoy embrujado.
El anfitrión entrecerró los ojos, como si las palabras del poeta fueran puñales.
—Lo olvidarás...
Un trueno rugió en el cielo, se pusieron en pie y otearon el horizonte. El Bastardo estaba luchando contra una tempestad que se concentraba sobre él. Las olas se elevaron con la forma de una gran mano que trataba de acogerlo entre los dedos. Era algo imposible, ilógico... Pensó en el tormento que deberían estar viviendo allí dentro.
—¡Necesitan ayuda!
Se giró en busca de una respuesta: Jacques había desaparecido. ¿Realmente había estado ahí?
Volvió con los demás, agitado. Allí, René y Teach contemplaban el espectáculo, mientras que Elliot permanecía en el suelo, abrumado por el dolor de la quemadura.
Adami apareció de la nada, como una sombra en la oscuridad, y se postró ante el crío.
—¿Qué hace aquí, mi señor?
—Me retrasé... Pero ¿qué está sucediendo? —Su voz volvía a ser la de un adulto.
—No debieron partir sin usted. ¿Tiene la llave?
El muchacho introdujo la mano en el cuello de la camisa y le mostró un colgante. El mismo que Cillian le había visto a Jacques.
—La llevo —confirmó el crío.
Los rugidos de los truenos eran cada vez más intensos y las olas eran tan altas que penetraban la cubierta. A la vez, el cielo se deshacía en lluvia. Todo estaba oscuro, aunque los rayos incesantes les iluminaban a modo de breves parpadeos.
—¡Tenemos que volver! —gritó June. Giorgio captó la orden. Entre él y Laurens se aseguraron de hacer lo posible.
El viento era agresivo, servirse de él no era una opción. Los timoneles luchaban por controlar la dirección, los altos, entre ellos los gemelos Jane y Tom, se agarraban con fuerza a los mástiles y el resto de marineros trataba de expulsar el agua que entraba. Estaban bastante cerca, no podía ser tan difícil.
Pero la tormenta estaba ganando.
—Capitana, ¡creo que puedo ayudar! —gritó Joseph.
Aquel hombre debía tener unos sesenta años. Había sido corsario y era uno de los marineros más experimentados, aunque ya no estaba para grandes aventuras, pues la vejez llamaba a las puertas de su cordura instigándola a huir de él.
—¿Qué pretendes? —June no entendía cómo el viejo podría ayudarles.
—¡Deje que me adelante a por el crío! —vociferó—. ¡Bajad un bote! ¡El rubito puede sacarnos de aquí!
No disponían de tiempo para pensar. La lluvia les empapaba los ropajes y se colaba por las rendijas de la madera, además, las sacudidas contra el navío les hacía tambalearse de un lado a otro.
—¿Estás loco?
—Loco y cuerdo. ¿Qué tenemos que perder?
«A ti», pensó ella. ¿Cómo iba a dejarle arriesgar la vida, a su edad, y con todo lo que había hecho por ellos? No obstante, era cierto, esa tempestad no tenía un origen natural, había aparecido de la nada y se cernía en exclusiva sobre ellos. Si era una tempestad mágica, tendrían que apaciguarla con magia.
—Puede que funcione —concedió—, pero iré yo.
Ella se había sabido capaz de controlar a Jacques y si alguien podía ayudarles, este era él. Le pidió a Tarik que preparan un bote y que resistieran en su ausencia. Lo hicieron atizados por fuertes ventoleras. Todo parecía una gran locura y el intendente se lo hizo saber. Daba igual: ella estaba decidida.
—Sola no —se adelantó Farid, cuya elegancia se sobreponía a pesar de la situación. Le mostró la jineta con una reverencia y añadió:— Te acompañaré.
Mas Joseph lo empujó hacia atrás y subió al bote, junto a ella.
—Iré yo. No le negaréis a un viejo una última aventura.
June se hubiera frotado los ojos de no ser porque debía permanecer agarrada al filo de la barca. Mientras, la lluvia les empapaba.
Una vez abajo, se vieron luchando contra olas que elevaban la embarcación por los aires para, por fortuna, volver a caer sobre las aguas. Contra todo pronóstico, lograron aproximarse a la isla. Aún luchando contra los últimos azotes y lloviendo sobre sus cabezas, comprobaron que las aguas se estaban calmando a los pies del Bastardo. No tenía sentido.
El intendente y Margaret les observaban desde el catalejo. La capitana les hizo señas para que anclaran el navío.
Y, demostrando así la anormalidad del fenómeno, a medida que se acercaban a la costa, la tempestad se disolvía hasta desaparecer por completo.
René y Cillian les esperaban en la orilla, junto con Elliot, al que habían dado por muerto. Adami, en cambio, se alejaba rumbo a la mansión.
Se siente mareada, pero aquella mujer está decidida a llegar. La obliga a subir a un caballo de ébano y juntas cabalgan alrededor de la costa.
—¡No podemos permitir que el intruso se salga con la suya! —declara.
Le siguen doliendo la garganta y el pecho, pero entiende la orden y su labor.
Debe acabar con él.
No pudo esperar. En cuanto vio que Joseph y June estaban en zona poco profunda, cogió a Elliot a pulso y fue en su busca.
—¿Dónde te habías metido? —le espetó June, a la vez que le ayudaba a acomodar al marinero herido que, enseguida, volvió a caer inconsciente.
—Lo siento —fue todo cuanto Cillian acertó a decir. Quizá, más tarde, sería castigado. Lo asumía y no le importaba.
Salió de nuevo del bote y volvió a caminar a través de las aguas.
—¿Qué lo sientes, imbécil? ¿Sabes lo que ha pasado en tu ausencia? ¡Ha muerto gente! —lo increpó June.
—Lo sé. —Se detuvo en seco, ya en tierra firme. Permaneció de espaldas a ella.
—Espero que tengas una buena razón, Cillian. Sabes cuál es el castigo por cobardía...
René se acercó con el gato —que no parecía conforme— en brazos. Se detuvo junto al pelirrojo, casi rozándole y con las esferas plateadas fijas en June.
—Vino a buscarme a mí. Tuve que volver a por Teach.
El poeta le dio las gracias con la mirada. No se libraría de un castigo, pero cualquier cosa era mejor que ser acusado de desertor.
—Partamos de una vez, idiotas.
Cillian dudó. ¿Realmente estaba dispuesto a marchar? ¿Cómo volver a esa prisión, sabiendo lo que acababa de hacer? «Su hechizo, su voluntad». DuBois había sido claro, deseaba que el poeta embarcara, por René, se lo había dicho la última vez que lo vio, esa misma mañana... antes de salir de la mansión. Aunque tenía el vago recuerdo de un último beso sobre la arena.
—Vamos, mon amie —le apresuró el joven, a la vez que se adentraba en las aguas.
El relinchar de un caballo les hizo volver a mirar sobre sus espaldas. ¿Es que no iban a poder largarse nunca? ¡Joder! Nyala cabalgaba un caballo negro y, compartiendo montura, aferrada a la cintura de la curandera, estaba Anne. Las esperaron.
En cuanto el caballo se detuvo, Anne corrió y les rebasó sin mirarlos. Fue directa al bote, con Joseph y Elliot. Nyala les hizo una seña para que se acercaran y trotó en su dirección. Se encontraron a mitad de camino, con el agua cubriendo los tobillos y patas de todos cuantos ahí había, menos del gato del crío, que empezó a emitir un maullido tras otro, expresando, por lo alto, su enorme inconformidad.
La mujer se acercó a Cillian.
—Recuerda que las paredes hablan y su mensaje es claro. Debes volver. —Luego se dirigió a René—. Mi señor, no se preocupe por nada. Él y yo nos encargaremos de todo en su ausencia, pero recuerda que el tiempo es finito. Este cambio de última hora es arriesgado. —Y, finalmente, observó a June—. Tienes dos personas de confianza. Sus corazones están a buen recaudo, no lo estropee y regrese si quiere recuperarlos. —Tras decirle aquellas misteriosas palabras, le ofreció una pequeña caja de nogal con relieves de ángeles y demonios dibujados en ella. La caja no tenía abertura a la vista, aunque estaba hueca—. Solo cuando lo tengáis. Mi reina te ayudará, si es preciso.
No logró descifrar esas últimas palabras.
—¿Cuándo tengamos el qué? —preguntó.
De pronto, la tierra volvió a quejarse, la isla estaba furiosa y se lo haría saber sí o sí. Una nube de humo negra surgió del cráter del volcán.
—Debéis iros ya, Anne te lo explicará todo. —Nyala azotó al corcel y se marchó rauda en busca de un sitio seguro.
La tierra temblaba y las olas se pronunciaban. Esta vez, pudieron observar cómo un río de fuego descendía por la montaña. Corrieron hacia el bote, en constante lucha contra la fuerza del agua que frenaba sus pasos, June quería largarse de allí de una vez por todas. «Mi reino... —pensó—. ¡Y una mierda!», pero ya no podía echarse atrás. Tenía un trato.
Corrieron chapoteando para llegar rápido al Bastardo. Joseph les esperaba en el bote, Elliot permanecía herido y Anne... ¡estaba inconsciente!
—¿Qué le ha pasado? —preguntó June al viejo.
—Se desmayó en cuanto subió a la barca.
Otro clamor y el calor que desprendía la lava les recordó que no había tiempo que perder. Subieron al bote y empezaron a remar.
Mientras se alejaban, la capitana observaba en dirección al Bastardo y el poeta en dirección a la isla.
Una vez a bordo, las aguas se relajaron, como por arte de magia. La lava, por contra, había seguido su curso y ya estaba desembocando en el mar. «Mi reino», se repitió, enojada. René se postró a su lado. Los bucles dorados ondearon con la brisa. Lo odiaba. Al otro lado estaba Cillian, quien no dejaba de mirar la tierra de la que huían.
Se escucharon gaviotas.
—Nos espera un largo viaje, mes amis.
—Muchos se han quedado atrás —dijo ella, aunque más bien parecía reflexionar en voz alta. Aun así, los dos la miraron—. Volveremos a por ellos.
Si la capitana solo miraba al frente, él no podía parar de mirar atrás y pensar en duBois, aunque el recuerdo se desvanecía. No el recuerdo en sí, sino la sensación de realidad. Ya no podía ver más que la nube de humo que se alzaba por los cielos y se preguntaba si, realmente, todo lo vivido era real. A su lado, el joven francés demostraba que sí.
Cillian sabía que echaría de menos ese lugar, la piel del anfitrión y el aroma de la canela.
La realidad hecha brazos lo cogió de la cintura y lo volteó. Era Tarik.
—Me alegro de que estés vivo, matelot... —Bajó la cabeza para besarlo. Cillian no reaccionó. Estático, tan solo dejó que los labios se posaran en los suyos. Se vio envuelto por el sabor de las especias, las mismas que en cualquier momento lo castigarían, quisiera o no—. Esto no quedará así —le recordó, antes de alejarse de él.
Y mientras tanto, en su cabeza, solo podía escuchar una frase: «No pienso renunciar a ti, ma belle poete». No recordaba en qué momento el anfitrión le había dicho esas palabras, pero aún resonaban en su cabeza y se sentían reales.
Volvió a asomarse a la cubierta. Ya no quedaba nada.
El gato maulló a sus pies, lo cogió en brazos y este se frotó con la mejilla del poeta.
Tenía los ojos grises.
Nota de autora:
Mañana colgaré el último capítulo de la primera etapa, en el que podremos ver otro punto de vista.
Gracias por haber compartido conmigo este viaje. Significa mucho para mí.
¿Qué os ha parecido?
¿Se han resuelto algunas dudas?
¿Qué os gustaría averiguar en la segunda etapa?
¡Un fuerte abrazo!
Nota actualizada:
A quienes estáis repitiendo lectura... ¿Habéis detectado las pequeñas diferencias? Ya comenté que eran poquitas. De nuevo, mil gracias por repetir el viaje.
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