17. Hechizado
Desde la ventana, June podía observar al Bastardo elevándose sobre las aguas, listo para partir. Sabía que ir a la Nouvelle-Orleans sería duro. En el mar, vivía en una burbuja en la que no importaba el color de la piel, el género ni las preferencias sexuales. Ir a la ciudad era adentrarse en una pesadilla, reabrir heridas, tener que ceder a la impotencia... Sabía que lo que vería y viviría allí la haría enfrentarse a su pasado, que dolería. No. Las ciudades eran algo que siempre evitaba, le agradaban menos que la maldita isla en la que se encontraba.
—Capitana, —Margaret se colocó a su lado. Seguía con la mirada perdida, sin brillo... y siempre estaba tan fría—, deberíamos bajar ya.
Había venido temprano para darle noticias sobre Anne. No sabían si podrían recuperar su voz, pero, de cualquier manera, no podría partir con ellos. Giorgio ocuparía su puesto.
—¿Puedes ir a comprobar que los demás estén listos?
—Claro.
Cuando la muchacha salió, June se dirigió al espejo. Ese día no había podido realizar su ritual matutino. Se observó a sí misma, acarició la cicatriz de la mejilla y jugó a estirar y arrugar esas pequeñas líneas que se habían formado alrededor de sus ojos. Eran interesantes.
—¿Te encuentras mejor? —Pudo escuchar la voz del anfitrión a través de la puerta. Margaret no había cerrado bien al salir. Se dirigió allí, entonces, le sorprendió escuchar que la respuesta venía de boca del irlandés.
—¿Eras tú? Yo... Lo siento, no sé qué me pasó.
Tenía curiosidad por saber adónde iba a llevarles aquello.
—No tienes que disculparte, mon cherí. No eres el primero ni el último con heridas abiertas. Yo puedo ayudarte a cerrarlas... Si me dejas.
Vale, los cotilleos no eran lo suyo. Salió de la habitación y los dos hombres se separaron sospechosamente al verla. Por suerte, había salido antes de que la cosa fuera a más.
—¿René está listo para partir? —le preguntó a Jacques.
—Está en el barco. Estaba tan impaciente que salió a primera hora de la mañana —contestó él, con una sonrisa seductora que, tenía claro, no iba dirigida a ella. El poeta se sonrojó y June sintió vergüenza ajena.
—Pues salgamos cuanto antes. —Avanzaron unos pasos. Cuando el anfitrión empezó a bajar las escaleras, la capitana sujetó al poeta del brazo—. Cillian, no es humano, puede que ni sea real. No caigas en su hechizo. No lo eches todo a perder...
Quizá no era la más adecuada para hablar. Jacques tenía algo que, indudablemente, creaba cierta atracción con la que ella había logrado romper. Pero esa especie de ilusión era superior en Cillian y, peor aún, correspondida. Por experiencia, sabía que aquello no podía terminar bien.
—Lo sé —contestó él, quitándole importancia al asunto—. Tranquila. Cuando partamos todo esto quedará atrás.
Abajo les esperaban Tarik, Giorgio, Elliot, Laurens y Margaret. Y Anthon, que se había preocupado por Anne y había querido indagar sobre su estado.
Al verlos, el intendente miró de reojo al poeta, molesto, y se adelantó para dirigirse a June.
—Todo está listo —informó a modo de bienvenida—. La mayoría nos está esperando fuera. Los que faltan están ocupando sus sitios.
—Las aguas están en calma, es un momento ideal para abandonar este puto lugar.
—Cillian, espera. —Jacques le hizo una seña para que se acercase.
El poeta esperó a que todos hubiesen salido de la mansión para quedarse ahí e ir tras la puerta, donde el francés le aguardaba con aire misterioso.
Se aproximó despacio, con pasos prudentes y rezando para que ningún compañero se hubiera percatado de su ausencia.
—¿Querías decirme algo? —preguntó en voz baja.
—Ven. —Lo tomó de la cintura y lo acorraló contra la pared en un punto en el que no podían ser vistos desde el exterior. Después deslizó la mano por su mejilla a la vez que le colocaba un mechón tras la oreja. Lo sujetó del mentón y acarició sus labios con los dedos de la otra mano—. Eres tan apetitoso.
Cillian se quedó petrificado, con el corazón a punto de estallar, la razón instigándolo a huir y el cuerpo hipnotizado por ese magnetismo que lo arrollaba hacia el extraño. De forma inconsciente entreabrió los labios y se vio inhalando aquel aroma. Como en su sueño: vino tinto y canela.
La boca de duBois, sinuosa y provocativa, le rozaba los labios sin llegar a fundirse con ellos. Claramente, estaba jugando con él, pero aunque Cillian era consciente de ello, le faltaba voluntad para resistirse. Es más, por mucho que se lo negase, estaba deseando que ese beso que flotaba entre ambos aterrizara de una vez y le devolviese la razón. Lo tenía en vilo, tan cerca, tan próximo... La espera ardía. Pero ese beso seguía sin llegar, permanecía suspendido a menos de un milímetro. Podía sentir los alientos juntarse en forma de hálito, como si perteneciesen a un mismo cuerpo.
—No juegues conmigo —gimoteó el irlandés.
Jacques rio de forma suave e incitadora y, piadoso, llevó su boca a la suya en un beso pausado y sugerente.
Su sabor era algo más afrutado de lo que había imaginado, pero el toque de la canela seguía ahí. Cillian se vio abocado a ese beso como si todas sus células despertasen de golpe con cientos de hormigas correteando sobre ellas. El nudo en el estómago lo oprimía y la razón había quedado oculta entre todas aquellas sensaciones que iban despertando. Estaba suspendido en el tiempo, como flotando, perdido en el roce de los labios, la textura de la lengua y el sabor de su aliento. El pasado, el presente, la dura realidad... no eran más que sombras que iban y venían sin llegar a existir, sin ser reales. Solo existía el momento, la unión, el tacto, las ganas de permanecer ahí, de que todo se detuviera; un hambre atroz le nacía en el vientre y se extendía hacia Jacques. Y no quería que terminara nunca.
Alzó los brazos sobre los hombros de duBois, enredó los dedos en el cabello claro y lo atrajo aún más hacia él. El francés gimió en su paladar.
Cillian sentía su peso sobre el pecho, el calor entre las piernas, la cálida sensación de sentirse uno.
El anfitrión hizo amago de separarse, apenas un milímetro. El poeta emitió un triste resuello, con los ojos acristalados y envuelto en necesidad.
—No me dejes... —clamó—. No aún...
Días de desprecios, miradas vacías y palabras punzantes habían horadado su alma, todavía rota. Decían que era un hechizo, una ilusión, algo falso y peligroso, pero ¿importaba? ¿En serio? Solo sentirlo cerca le ayudaba a reconstruirse, a ser, a aceptar y olvidar. Daba igual que fuera falso, una trampa... No. No importaba porque él se sentía bien. ¿Acaso la alegría del alcohol y la magia del opio eran reales? ¿Qué diferencia había entre drogarse y dejarse arrastrar por un embrujo?
Jacques lo miraba, y había algo distinto en sus ojos. Tenía las pupilas dilatadas y los brillos permanecían estáticos, fijos en él. Era una mirada fascinada, como quien contempla un tesoro por primera vez. Volvió a besarlo, esta vez de forma breve y delicada.
—Me gustaría dejarte ir, por tu bien, pero no podré hacerlo —confesó.
Volvió a llevar los labios a los suyos, a agarrarlo con deseo. Y Cillian no se sentía mal con ello.
Las manos del anfitrión reclamaron su cuerpo, se deslizaron bajo la camisa y le abrasaron la piel. Lo moldeaba y recomponía con las yemas de los dedos.
Se quitaron la camisa el uno al otro. Buscaron el abrigo de los cuerpos.
La puerta se cerró de golpe, alguien arremetió contra ella. Se escucharon gritos que lo nombraban y, por un momento, sintió que todo había terminado.
Entonces, el rugido sonó de nuevo, el suelo tembló y los gritos del exterior dejaron de buscarle a él. DuBois le cogió de la mano y lo llevó escaleras arriba. Subieron sin separarse, entre besos y abrazos.
El suelo seguía temblando, se podía apreciar en el ruido, en las voces de auxilio; se podía apreciar en el temblor de cuadros y figuras. Sin embargo, bajo sus pies, todos parecía estabilizarse.
Cuando llegaron a la habitación cayeron juntos sobre el colchón. Jacques se incorporó, se sentó y Cillian se colocó a horcajadas sobre él. Las manos se deslizaron por dentro de la tela del pantalón y se aferraron a sus nalgas. Él seguía bebiendo de la boca del anfitrión y, con cada beso, se sentía más vivo y enérgico.
El poeta abrió un segundo los ojos; se vio en el espejo que quedaba al otro lado de la cama. Era un espejo ovalado, con relieves ondulados de molduras doradas. En él podía verse aferrado a la espalda de duBois, ardiendo en deseo y gimiendo a su oído. Le pareció estar enmarcado en una obra de arte.
—¿Estás seguro de qué esto es lo que quieres? —preguntó el anfitrión.
—Es tu embrujo, tu voluntad... —ronroneó él.
Quería saborear ese cuerpo, seguir fundiéndose en él. A su alrededor, todo era frágil, se tambaleaba. El exterior crujía y él sabía que la realidad estaba llena de lanzas, de heridas que poco a poco le robaban la vida. Quería permanecer en el embrujo, a salvo de todo.
DuBois quiso decir algo más, pero Cillian lo calló con un nuevo beso. Bajo él, las erecciones se buscaban. Sentía despuntar la de Jacques bajo el pantalón mientras la propia luchaba por liberarse, amordazada por la tela hostil que se interponía entre ambos.
—Cillian...
—No digas nada —suplicó.
Se dejó caer a un lado y el francés se incorporó sobre él. Deslizó las yemas por el torso del poeta, recorrió los abdominales, se le amoldó a la cadera, descendió por el muslo y finalmente se detuvo en el miembro. Cuando Cillian sintió la caricia ceñirse a su esencia, inhaló fuerte para contener un gemido. Todo era maravilloso, mágico. Y lo fue más cuando la caricia empezó a moverse de arriba abajo, cuando con la otra mano le liberó de la prenda y, sin soltarlo, le vistió el torso a besos.
Cillian acariciaba los rizos. Se dio cuenta de que poseían una suavidad infinita. Enredó los dedos en ellos y obligó a duBois a mirarlo.
Los ojos grises se impregnaron de él, de su imagen.
—¿Quién embruja a quién, poete? —le preguntó.
El poeta notó que las mejillas se le humedecían al instante. Una parte de él estaba triste, no sabía por qué, pero solo el anfitrión podía aliviarlo.
Lo atrajo hacia sí, de nuevo, y se irguió sobre él, manteniéndose al costado. Esta vez fue Cillian quién surcó el cuerpo del amante con caricias ávidas del tacto de esa piel tersa y suave. Cuando llegó a su pene, lo acarició sobre la tela, explorando forma y consistencia. El anfitrión empezó a jadear incluso antes de que colase los dedos por dentro del pantalón. Lo acarició en toda su extensión. Estaba cálido, terso, con la punta ligeramente húmeda. Lo abrigó con su mano y empezó a buscar el ritmo que le marcaban los resuellos de duBois.
El sonido de algunos gritos se coló por la ventana, junto con voces agitadas y el estruendo de la tierra al partirse en dos. Alrededor el mundo seguía temblando, pero en esa cama, en ese colchón, todo era distinto. Un punto de apoyo, refugio de olvido y piel. ¿Por qué no vivir hechizado?
Se dejó caer de espaldas e invitó a Jacques a acomodarse entre los muslos. Lo abrazó con las piernas, elevando las nalgas, buscando ese contacto, dejándose llevar por el hambre que lo consumía. Sintió el glande llamando a las puertas de su entrada, presionando mientras él enloquecía en deseo.
—Me gusta tu hechizo... —musitó Cillian.
—¿Y si no lo fuera?
Lo miró a los ojos. Los destellos de sus iris se habían apagado. Tenía los codos a lado y lado de su cabeza y la mueca de la contención dibujada en las facciones mientras aguardaba una respuesta. «¿Y si no lo fuera?». Sintió miedo.
—Estaría perdido. Pero sé que lo es... —Se intentó convencer en voz alta. DuBois hizo amago de alejarse. Cillian lo abrazó y lo atrajo de nuevo—. No te atrevas... No ahora...
El anfitrión asintió y hundió la lengua en su boca. Era un beso lúbrico, pasional, lleno de deseo y anhelo. El aroma del incienso empezó a invadir el ambiente y sobrecargar el aire.
Los párpados de Cillian se volvieron pesados, todo adquirió tonos oníricos, pero el anfitrión seguía ahí. Elevó la pelvis reclamando la intrusión que estaba esperando. Jacques no se hizo de rogar más. Fue lento, pausado, se enterró en él al mismo son al que lo acogían las entrañas. Ambos suspiraron y se besaron, como si cada roce fuera el último. Disfrutaron del suspenso durante unos segundos. Gimieron antes y después de empezar la danza de los cuerpos.
Él era un poeta, y ese hechizo en el que estaba atrapado era poesía pura. Con cada embestida se sentía más vivo, más real. Jacques lo colmaba de energía, le curaba las heridas y barría las lágrimas del pasado. A la vez, el incienso lo nublaba todo, adormecía partes de su cuerpo, partes físicas, encapsulaba el dolor y potenciaba el placer.
Ambos estaban jadeando, con las pieles empapadas de sudor y los corazones latiendo al unísono, cuando Jacques se echó hacia atrás, saliendo de él y arrancándole un sollozo. Le hizo sentarse al filo del colchón y se enderezó sobre él.
—Ma belle poetè —susurró. El aliento en su oído, el tono...
Lo besó, y los dedos, que segundos antes acariciaban las mejillas, abordaron el roce de los labios para introducirse en el paladar y humedecerse con la lengua. Luego se los llevó a su propia entrada sin dejar de besar a Cillian. Cuando estuvo preparado, lo agarró del sexo y, poco a poco, se empaló en él.
El poeta abrió mucho los ojos, fascinado.
A medida que duBois empezaba a moverse, los miedos de Cillian iban adquiriendo nuevas formas y tonalidades. Sentir cómo el anfitrión lo atrapaba entre las carnes, cómo derramaba sobre él besos insaciables que le acariciaban por dentro, sus miradas, sus caricias...
Los jadeos y gemidos se iban volviendo más intensos, cada parte del cuerpo ardía en placer y moría de ganas de gritarlo a los cuatro vientos. Tomó la erección del hechicero entre las manos y lo masturbó con decisión. Las velas, que a pesar de ser de día estaban encendidas, parpadearon, incapaces de lidiar con las respiraciones agitadas y el oxígeno que consumían. El exterior pareció romperse aún más, como si ellos mismos fueran quienes causaban el terremoto, como si con sus orgasmos pudieran despertar al volcán y liberar al demonio.
Todo era nuevo, fascinante, quería vivir dentro de ese embrujo, hechizado, sin miedo ni golpes, solo besos y abrazos. Jacques seguía sobre él, espléndido, cuál estatua de mármol, mordiéndose los labios y observándolo con lujuria mientras se llenaba y se vaciaba de él. No pudo más. Una fuerte oleada de energía recorrió su cuerpo. Una descarga que terminó con la poca cordura que le quedaba y lo arrolló al orgasmo. DuBois lo cogió del pelo y lo besó en profundidad mientras liberaba su propia semilla. El orgasmo del anfitrión rociándole el vientre lo despertó de nuevo. Lo tumbó, se le situó entre las piernas y lo embistió varias veces más, antes de que ambos quedaran agotados, Cillian reposando sobre el pecho del francés, auscultando los latidos de ese corazón que, dijeran lo que dijeran, sabía que estaba ahí. Era real... estaba vivo...
Entonces, una duda le atravesó: «¿y si no fuera un hechizo?». No, imposible, él jamás hubiera caído en algo así.
—Deseo vivir en tu embrujo —afirmó, en voz alta.
Jacques le acarició el rostro y lo miró a los ojos.
—Que así sea.
June no se dio cuenta de que el idiota de Cillian se había quedado dentro hasta que el gran portón se cerró tras ellos. Golpearon el picaporte y gritaron su nombre. Entonces, de nuevo, ese maldito temblor, el rugido, la isla despertando, instigándolos a huir. El cielo se oscureció y, a partir de ahí, todo cambió.
Esta vez la tierra se reveló: se abrieron grietas a sus pies y rocas afiladas surgieron del suelo como peligrosas estacas. Una de estas atravesó a Mark, uno de los cadetes más jóvenes. Debería haber estado limpiando los cañones, no ahí. Murió al acto.
—¡Todos al Bastardo! —gritó June. Debían salir de allí cuanto antes y no iba a arriesgar a su gente por la inconsciencia del poeta.
—¿Y Cillian? —replicó Tarik.
—¡No podemos esperarle! ¡Vamos!
Corrieron raudos, manteniendo el equilibrio con gran esfuerzo, cubriéndose los ojos para evitar que las cenizas entraran en ellos y esquivando los peñascos que brotaban a cada paso. Varios marineros más perdieron la vida de la misma manera que Mark. Luego, las cenizas se hicieron más gruesas hasta convertirse en rocas ardientes que salían disparadas.
—¡El volcán va a entrar en erupción! —advirtió Elliot. Una de esas piedras se estrelló contra su cabeza y perdió el conocimiento.
—¡Corred! —les recordó ella a los demás.
Pero Anthon hizo caso omiso y fue en busca su compañero.
—¡No podemos dejarle! —gritó. Antes de llegar a él, el médico cayó presa de las pétreas espinas.
No podían prescindir de él. De ninguno, pero todo estaba sucediendo demasiado rápido y debían actuar rápido. Aunque le pesara, Anthon era al único al que no podía abandonar de ninguna manera. Cada segundo de demora suponía una vida menos, y la vida del joven comprometía la de los supervivientes.
June quiso ir en su auxilio, mas Margaret la detuvo.
—Yo lo haré. —Fue corriendo hacia el chico.
«¡Una mierda!», pensó la capitana mientras corría tras ella.
Al llegar, descubrieron que una roca le había atravesado la pierna. No podía moverla. El joven médico estaba al borde de un ataque de pánico, torturado por el dolor, viendo cómo las rocas ígneas caían a su lado y sin apartar la mirada del cuerpo de Elliot. June se arrancó la manga de la blusa, le hizo un torniquete y entre las dos mujeres lo separaron de la trampa de piedra. El muchacho chilló tan fuerte que silenció al mismo volcán antes de perder el conocimiento.
Ya estaban llegando al barco cuando una de esas rocas impactó contra el hombro de Giorgio. El italiano se tiró al agua y salió de ahí entre gritos.
Luego, por fin, la tierra se calmó.
Empezaron a subir al bote. Primero, los heridos, que era lo más urgente. June y Tarik esperaron su turno en la orilla, observando el camino por el cual habían venido.
—¿Deberíamos ir a buscar los cuerpos? —preguntó el intendente.
—No. No voy a arriesgar a nadie más. —Estaba furiosa.
Entonces, la silueta de Adami se recortó en el horizonte.
Bajo su oído, Cillian sentía la respiración del anfitrión y el pum pum del corazón de duBois. También sentía su mano jugueteando con los cabellos pelirrojos mientras él correteaba con los dedos sobre su torso y se detenía en aquel extraño colgante con dos criaturas humanoides abrazándose al filo de una espada.
Todo había dejado de temblar. Ahora, parecía que el tiempo se hubiese detenido en aquel cuarto. No había sombras ni murmullos. Estaban solos.
Alzó la cabeza para mirarlo. Jacques tenía los ojos entrecerrados con cientos de pensamientos correteando ante las retinas. Luego observó el cuadro que colgaba sobre el cabezal de la cama. Se había torcido.
—¿Es tu madre? —le preguntó.
DuBois bajó la mirada.
—Era muy bella, ¿verdad?
Cillian asintió, alzó el mentón y lo besó. El sabor permanecía intacto.
—Se parece a ti... y a tu hermano. ¿Cuál de vosotros es? —preguntó el poeta, refiriéndose al bebé que Colette sostenía en los brazos.
—¿Importa? —Era una extraña respuesta, así que Cillian no contestó. Entonces, Jacques se colocó de lado para quedar encarado a él—. ¿Has visto el ángel y el demonio?
—Son iguales...
—Porque no hay un mal o un bien. —Empezó a acariciarle la cara con las yemas, lo que provocaba unas agradables cosquillas, especialmente en los labios. Él, por su parte, jugueteaba con los cabellos rubios y suaves. Pensó que podría estar acariciándolos siempre—. Un ser completo debe tener ambos dentro —prosiguió—. Todos tenemos un ángel y un demonio. Mi madre siempre lo decía.
—¿Qué le pasó?
—No fue capaz de encontrar el equilibrio entre ambos. —Jacques se inclinó sobre él, poniendo un antebrazo a cada lado de la cabeza del poeta y la rodilla entre sus piernas.
Se volvieron a besar hasta que un rayo de sol, traicionero, les sorprendió.
—Debo partir —lamentó Cillian.
—Lo sé.
Quiero agradecer a @prrpurina por la preciosa ilustración que ha diseñado para este capítulo: ¡muchas gracias! ¿A que le ha quedado genial?
Debo confesar que este capítulo lleva un tiempo escrito y que me moría de ganas de publicarlo. Sé que no es el tipo de capítulo al que os vengo acostumbrando, pero, aun así, espero que hayáis disfrutado leyéndolo, yo lo hice escribiéndolo.
No tengo ninguna curiosidad preparada para hoy, y muchas tendrán que esperar a la siguiente etapa, pues solo nos quedan un capítulo y una especie de epílogo para terminar la primera fase del viaje.
A falta de curiosidades, os dejo este espacio para expresar vuestras teorías:
¿Tenéis alguna?
¿Qué opináis del encuentro Cillian-Jacques?
¿Y del "embrujo"?
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