16. La última noche (parte 2)
Esa vez fue distinto. La capitana sostenía la copa de vino en la mano y unas ondas circulares empezaron a formarse sobre la bebida. Luego, la tierra empezó a temblar de tal manera que parecía que la mansión fuera a derrumbarse en cualquier momento. En un suspiro, Adami y Nyala se perdieron por las escaleras y el resto de inquilinos se quedaron congelados, como en un sueño. Solo que era cierto.
—¡A cubierto! —ordenó June. Era importante que toda la tripulación estuviera unida, pues temía que en esta ocasión el peligro fuera real.
—Cillian está fuera —advirtió Tarik, virando los ojos hasta el portón de cristal que se encontraba abierto al final de la estancia. Aun con todo lo que estaba sucediendo y el ruido que les sacudía los tímpanos, el intendente fue capaz de encontrar el equilibrio entre la preocupación y la indiferencia.
June fue hacia el lugar indicado luchando contra la gravedad y con las manos en los oídos. Salió y los vio. Jacques estaba envuelto por un aura negra, mostrando su verdadera esencia. «Un demonio», confirmó. Se elevaba sosteniendo el cuello de Giorgio, quien, a su vez, sostenía a Cillian contra una columna que empezaba a agrietarse. «¿Deseas que lo mate?», había gritado el anfitrión. El poeta no decía nada, pero ella vio venir la respuesta antes de que la pronunciasen los labios.
—¡Deseo que le sueltes y vengas conmigo! —gritó con tal de evitarlo.
El gesto de Jacques se cargó de contención, como si luchase contra sí mismo. Arrugó el entrecejo y entornó los ojos para, finalmente, lanzar al italiano contra el suelo. El susodicho cayó inconsciente. El pelirrojo también cayó al suelo, de rodillas, pálido y desorientado.
El viento continuó soplando con fuerza, aunque, poco a poco, todo estaba volviendo a su lugar.
—Como usted mande, capitaine. —Jacques habló con rabia y la miró con desprecio. Después la tomó del brazo con insultante suavidad—. Tenemos que hablar —la advirtió, y la invitó a marchar junto a él.
June aceptó. El temblor aún perduraba, sin embargo, sujeta a su brazo, los pasos se volvían estables. Antes de irse del todo, miró una vez más atrás, al poeta, que seguía en el suelo sin entender qué había pasado.
—No se te ocurra contar nada de esto —le dijo. Cillian captó la amenaza y agachó la cabeza.
Cuando entraron al salón, los inquilinos, aún estáticos, clavaron los ojos en ella. Al otro lado estaba su gente.
—Vas a necesitar mucho incienso para arreglar esto, demonio.
Jacques la miró y resopló molesto.
—No será un problema.
Todo se había detenido, pero Cillian aún notaba cada movimiento como si estuviera en su cuerpo: el temblor en las manos; los rugidos en el pecho; el viento en la respiración agitada. Ante él estaba Giorgio, tirado en el suelo y sin mover un ápice.
El poeta reunió fuerzas para ponerse en pie. Se acercó al italiano, que permanecía quieto. Sacó el reloj de bolsillo y lo colocó frente a su nariz. Al momento se empañó, así que se enderezó, le dio tres patadas en el vientre con todas sus fuerzas y salió corriendo de ahí. De soslayo pudo ver como, a pesar de seguir inconsciente, Giorgio se quejaba a causa del dolor.
—¿¡En qué estabas pensando!? —June agarró a Jacques del cuello de la camisa y lo acorraló contra la pared—. ¡Has estado a punto de traicionarme!
—Tiene que morir —sentenció Jacques.
—No es tu decisión ni la del poeta. ¡Y no pienso renunciar a uno de mis hombres solo porque no te caiga bien!
DuBois la empujó hacia atrás y caminó hasta situarse frente a la chimenea. Las llamas danzaban unas con otras mientras que los colores rojizos y anaranjados se mezclaban en armonía.
—Iba a hacerle daño. Fui claro con eso.
La capitana dejó escapar un bufido y se colocó a su lado, no sin antes atizar un poco las brasas.
—Eres idiota. Has estado a punto de echarlo todo a perder por... ¿una riña entre compañeros? Cillian ya es mayorcito. No te necesita. ¿Y si no hubiese llegado a tiempo? ¡Me habrías traicionado! Si no lo has hecho ya... ¿Qué coño le has regalado? ¡Todos lo han oído!
Jacques la miró de reojo.
—¿Qué es lo que te preocupa? Él no es una amenaza para tus intereses. Te dije que todo sería tuyo y así será. Tú tendrás un reino; él, un simple cuaderno.
—A menos que al final le ofrezcas el mismo poder que a mí. La gente cambia.
—¿Eso es lo qué sucede? ¿Estás celosa? —replicó él, con una sonrisa apagada, como intentando buscar algo divertido en donde, claramente, no lo había—. Tenéis lo mismo, pero diferentes fines.
Hastiada, June se limitó a dirigirse a la puerta del despacho. Puso la mano en el pomo y lo miró.
—La conversación ha terminado. Deseo que no te acerques a...
Jacques no la dejó hablar. La agarró del brazo, la giró y puso una mano sobre su boca, presionando con tanta fuerza que a June le empezó a faltar el aire. De nuevo, los ojos del anfitrión lucían negros.
—No se te ocurra jugar más conmigo —le dijo—. Puede que haya puesto a tu disposición mucho poder, pero recuerda que las cosas se darán a mi manera. Atrévete a desafiarme y me aseguraré de que te arrepientas. No necesito romper la promesa para hacerte sufrir.
June le hincó los dientes, el anfitrión retiró la mano y ella le atizó un puñetazo en la cara. Cientos de sombras empezaron a deslizarse entre las paredes. Murmuraban, en voz baja, palabras indescifrables que se clavaban en los tímpanos. Notó que las heridas que le habían hecho las almas en pena volvían a molestar, como si despertasen de golpe. No se dejó intimidar.
—Me importa una mierda el poder que tengas. ¡No se te ocurra amenazarme de nuevo!
Se acomodó los ropajes y deslizó los brazos sobre los hombros de duBois.
—Será mejor que nos llevemos bien —advirtió él, inclinando la cabeza hacia ella.
—Vigilaré al poeta. Pero cuando volvamos, me darás lo que me has prometido y desaparecerás. —Entrecerró los ojos e hizo el amago de reclamarle un beso. Obediente, Jacques respondió, sin embargo cuando las comisuras casi se estaban rozando, lo empujó hacía atrás, le escupió en la cara y volvió hacia la puerta—. Ya no me diviertes, imbécil.
Los invitados se disiparon ante sus ojos. Primero se convirtieron en sombras y después se fusionaron con las paredes. Los ingleses seguían ahí, firmes como estatuas carentes de alma y voluntad.
Cillian se adentró, primero corriendo, después, con pasos cautelosos. A sus pies había cientos de cristales rotos. Con lástima observó que algunos cuadros se habían descolgado y un par de muebles estaban resquebrajados.
Sus compañeros permanecían concentrados al fondo de la estancia. Pese a que no le apetecía, se acercó a ellos.
—¿Qué ha pasado? —les preguntó. Aunque él sabía la respuesta mejor que nadie.
—¿Dónde estabas? —Tarik lo miró con desdén, como si le echara en cara algo a lo que no tenía derecho—. O mejor dicho, ¿con quién estabas?
Recordó que lo habían visto con él, y si no, al menos habrían escuchado la conversación que tuvieron junto al clavecín.
—Estaba resolviendo unos asuntos con Giorgio. ¿Debo pedir permiso para eso?
—Por favor, ¡ha habido otro terremoto! —exclamó ebrio uno de los músicos—, y queda confirmado que la casa está encantada, por si no te habías dado cuenta.
—Gracias, Matt. —El poeta mantuvo la mirada fija en el egipcio. Se dio cuenta de que se le estaba marcando una arruga en la frente y sintió algo de miedo.
Finalmente, les dio la espalda a todos, se sentó frente al clavecín, levantó la tapa y empezó a tocar un acorde tras otro. Al oírlo, las sombras que aún permanecían entre las paredes se congregaron a su alrededor. Él las ignoró y continuó tocando.
—No parecen peligrosas —comentó el egipcio. Había seguido sus pasos y, ahora, tras tomar una silla, permanecía sentado a su lado con la mirada fija en el contoneo de los dedos sobre las distintas teclas.
—Solo son prisioneras, como nosotros.
El guerrero quedó en silencio durante unos segundos.
—Parece que te guste este sitio. June me ha dicho que has pagado medio billete. ¿Tanto asco te damos? —le reprochó. Cillian detuvo la melodía y buscó la miel de los ojos, que ya no estaba—. Todos te han visto irte con el brujo. ¿Qué hay entre vosotros? —Lo cogió por la muñeca y el poeta sintió la presión que ejercía cada uno de los rudos dedos—. ¿Tan pronto has olvidado la promesa que me hiciste?
—Suéltame —rogó el poeta—. Me haces daño.
—Y además, ahora te da regalitos, ¿no?
—¡No es lo que crees!
—¡Por supuesto que sí! —Tarik se puso en pie y lo soltó con furia. La inercia hizo que el poeta cayese del taburete—. ¡Estás hechizado! ¿No lo ves? —Las sombras empezaron a murmurar de forma atropellada y agresiva. Sonaban a amenaza. El intendente hizo una mueca, como si le doliese algo, entonces, Margaret se interpuso entre los dos para evitar que la cosa fuese a más. El egipcio la rodeó y le tendió la mano al poeta en símbolo de paz—. Das asco —le dijo, en cambio.
—¿Y a ti qué te importa? No valgo tanto... Eso es lo que dijiste.
Justo en ese momento, Giorgio entró ciego de rabia, se aproximó a Cillian y le dio un guantazo.
—¿¡Qué me habéis hecho!? —reclamó.
Tarik y Margaret lo sostuvieron entre ambos.
—¡No es momento ni lugar para peleas! —les abroncó la inglesa.
—Me han hecho algo... Cillian y el puto ricachón...
—¿Qué te han hecho? —añadió Tarik.
—No lo recuerdo, pero estaba con este imbécil y, luego...
—¿Ahora me vas a echar la culpa de que seas un borracho de mierda? —gritó Cillian. El guerrero lo fulminó con la mirada, a lo que él se defendió como pudo—. Se cayó de cabeza cuando empezó el terremoto.
Giorgio quiso alegar algo más, sin embargo, no iban a llegar a ningún acuerdo y no tenía pruebas para acusarlo de nada, entre otras cosas, porque parecía haber olvidado lo sucedido. Se acercó al pelirrojo con las manos alzadas.
—No te preocupes, poetilla, ya nos veremos a solas. No siempre tendrás quién te proteja.
«Qué idiota», pensó. Había tenido ocasión de acabar con su vida tres veces: la primera fue Tarik quién se lo impidió. La segunda estuvo a una palabra... Si June no hubiese llegado a tiempo... La tercera oportunidad se presentó cuando lo tuvo inconsciente a sus pies. Sabía que tarde o temprano se arrepentiría de no haber tomado la decisión correcta, pero no estaba preparado para ser el responsable de una muerte. Lo estaría, lo había prometido... Quizá, con suerte, ya no sería necesario.
Y aun así, se burlaba de que fuese a él a quien protegiesen. Se llevó las manos a las sienes y se masajeó.
El resto del grupo se había dispuesto alrededor de ellos, a la espera de alguna decisión. Apostaban sobre quién tenía razón y sobre si Cillian en realidad era un traidor. Murmuraban sobre June, sobre si era adecuada o no para capitanear el barco, a lo que Margaret les amenazaba una y otra vez con asesinarlos por traidores.
—¡Callaos! —advirtió Tarik—. Si hay que votar algo, se hará en el barco.
—¿Si hay que votar el qué? —preguntó June. Les dejaba un momento solos y ya la estaban liando. «Son como niños», se dijo. No hubo respuesta, aunque todos la observaron en silencio—. Creo que no os dais cuenta de lo importante que es esta misión, ¿no? Creo que va siendo hora de que os hable en números.
Empezó a enumerar la recompensa que les esperaba, cada pieza de oro, cada joya, cada obra de arte... Y a medida que hablaba, a los cadetes les cambiaba la cara, se volvían más valientes y más fieles a la causa. No podía culpar a ninguno de ellos, esa era su naturaleza y, en cualquier caso, ¿quién no aspira a una vida mejor?
—Pero... la isla está encantada, y la mansión... ¿Te vas a fiar de alguien que ni siquiera sabes si es humano? ¿Y si es un demonio? —dijo alguno de ellos.
—Los demonios siempre cumplen sus promesas y el alma que está en juego es la mía. ¿Cuál es el problema? —Así era. Los demonios tenían fama de mentir, estafar, pero nunca de faltar a un pacto. Eran las criaturas más manipuladoras que podían existir y, a la vez, las más manipulables—. En cualquier caso, el señor duBois nos ha ofrecido refugio, comida y protección. Solo tenemos que llevar a un puto crío a la Nouvelle-Orleans para ser jodidamente ricos. ¿Ahora os vais a poner quisquillosos?
—Quién juega con demonios se levanta con un puñal en la espalda —murmuró Tarik.
—Y quien traiciona a su capitana se levanta ahorcado, si tiene suerte. ¿Algo más que objetar?
—El poeta ha aceptado un regalo que debería ser del bote común —replicó el italiano.
—Y ha pagado quinientas libras por él, mucho más de lo que vale —sentenció.
Cillian, que hasta entonces había permanecido en calma, la miró con odio, negando algo con la cabeza y articulando con los labios palabras que no se atrevió a decir en voz alta. Se marchó por las escaleras, furioso, sin entender que acababa de salvarle el culo.
—La fiesta ha terminado. Mañana partiremos a la Nouvelle-Orleans.
Todos se dirigieron al exterior, incluso los que tenían permiso para permanecer allí.
Mientras unos salían, Anthon, el médico, que acababa de llegar, permaneció junto a una de las columnas que elevaban el porche. Le hizo señas para que entrara, pero él a penas dio un par de pasos, por lo que acabaron concentrados en la entrada.
—Siento interrumpir. —Anthon se acercó un poco, no más de la cuenta, captando la atención de todos cuantos ahí quedaban—. Es Anne.
—¿Qué le ha pasado? —interrogó June. La noche estaba siendo entretenida.
El joven médico señaló hacia la puerta y la contramaestre entró, dudosa. Todos la contemplaron. Anne quien había sido una fiera, ahora parecía una fiera domada, temerosa de que un castigo cayese sobre ella. Tenía una mano en la garganta y los ojos bañados en sangre.
—No puede hablar —explicó Anthon.
No dejaba de ser romántico. Ella y Martin habían tenido una relación, todos lo sabían. A ella no le gustaban los bocazas, Martin era mudo. Eran la pareja ideal. Ahora, la que no tenía voz era ella.
—¿Cuál es la causa? —preguntó.
—Ese es el problema, capitana: le han extirpado las cuerdas vocales.
Todos se quedaron en silencio durante unos segundos. Sin embargo, ese silencio no era más que la calma que precedía a la tormenta.
—¡Dijiste que estábamos a salvo! —gritó Matt.
—¡No podemos confiar en duBois! —añadió Laurens, aprendiz de timonel.
Tarik intentó, en vano, que la tripulación mantuviera la calma. Margaret le pegó a alguien, difícil saber a quién. June quiso elevar la voz, pero los perjurios y gritos de desconfianza se extendieron como la pólvora hasta que Anne cogió un jarrón y lo estrelló contra el suelo.
El ruido de los cristales rotos hizo que el rumor se detuviese y los ojos se posaran sobre ella. La contramaestre señaló al exterior y salió de la mansión, haciendo un gesto para que la siguieran. Eso hicieron. June a su lado.
Atravesaron la playa y llegaron a la última carpa que quedaba en pie. Allí estaba Joseph, aferrado a la petaca.
—¿Todo bien? —preguntó al verles. Sonaba más ronco que de costumbre.
Anne se abalanzó sobre él, que se la quitó de encima de un empujón, poniéndose en pie y elevando las manos después.
—¿Se ha vuelto loca? —se defendió.
Ella quería agredirle de nuevo, irada. Tuvieron que sostenerla entre varios para que no dañara al viejo, quien se puso en pie y chasqueó con la lengua.
—Te dije que no debías acercarte al bosque.
La muchacha se quedó paralizada. June la miró con frialdad.
—¿Has ido al bosque? ¿Te alejaste del campamento? ¡Creí haber sido clara con eso! —rugió. Anne agachó la cabeza y volvió a señalarlo. La capitana la cogió de las muñecas y ambas mujeres se miraron de frente—. ¿Tú y quién más?
—Capitana... —Tarik posó una mano en su hombro—. Kenya y Sair han desaparecido.
—Yo traté de impedirles que fueran, pero estaba enloquecida y les arrastró con ella —confesó Joseph.
—¿Dónde están? —June siguió interrogando a Anne. Ella no decía nada—. ¿Dónde están? —repitió. La chica sollozó y negó con la cabeza. El mensaje era claro: habían muerto. Tiró de ella con fuerza, la arrojó al suelo y le dio una patada en el vientre. El médico quiso interponerse, mas Elliot le detuvo—. ¿Es que no fui bastante clara? ¡Joder! —añadió. Luego se dirigió al resto—. ¡Esto es lo que sucede cuando no me hacéis caso! ¡Que os morís, imbéciles!
Mandó a todos a descansar y se llevó a Anne, Margaret y Tarik a la mansión. Solo conocía a una persona capaz de arreglar tal desastre.
—¡Nyala! —gritó en cuanto entró por la puerta. Las paredes le devolvieron el eco—. ¡Nyala! —insistió—. ¡Nyala!
—Aquí estoy. —La curandera bajó las escaleras de una en una, marcando cada paso y sin dejar de mirarla. Cuando llegó a ellas, dio una vuelta alrededor de las dos mujeres y las olió, como si fuera un animal salvaje analizando una presa.
—¡Arréglala! —ordenó June, lanzando a Anne ante ella.
—Veré qué puedo hacer.
Nyala tomó a la contramaestre por la cintura y se la llevó escaleras arriba.
Cillian no se lo podía creer. ¡Era tan injusto! ¡Era su regalo, su maldito regalo! Le había costado medio pasaje a la libertad...
Al verlo furioso, el gato bufó y se escondió debajo de la cama, a la par que las sombras empezaban a cuchichear.
—¡Callaos! —protestó—. Tengo un mal día... —Lo último no fue más que un sollozo. Se dejó caer sobre el colchón. Volvía a asfixiarse. ¿Hasta cuando durarían los malditos ataques?
La puerta se abrió despacio, unos pasos livianos entraron en la habitación y se detuvieron junto a él. Sintió el peso de una mano sobre la espalda.
—Cillian, respira. ¿Estás bien?
Era René.
—Vete —contestó entre bocanadas difusas, sin molestarse en mirarlo—. No es buen momento.
Luego, sintió el aroma del sándalo y el toque de la canela. El aire recobró la normalidad, los párpados se volvieron pesados y la mente se sumergió entre oleadas y nubes.
Unos labios corretearon por su cuello y una mano le aderezó el cabello.
—Relájate...
Se dejó acunar. Viajó, sin querer, a la primera vez que tuvo esa sensación de asfixia.
Pudo verlo de nuevo, desapareciendo bajo las olas. Esta vez volvía a surgir y se abrazaba a él.
Los labios ahora estaban en su mejilla y se acercaban a las comisuras.
Notaba su abrazo en el sueño y las caricias en el mundo real. Sentía la presencia, los besos... No sabía bien si eran reales o no. Vio los ojos castaños. Cada vez se sentía más cercano a ellos.
—Sebastián, ¿eres tú?
Los besos se detuvieron en seco.
—Descansa, ma belle poete.
Antes de caer sumido por completo en el sueño, le pareció escuchar la voz de duBois...
Nota de autora:
No quería empezar por ella, pues es la más famosa, la más conocida y la que más ha permanecido en el mundo de la ficción. Sin embargo, puesto que el personaje al que he dado su nombre adquiere importancia en este capítulo, me ha parecido que era el momento ideal para dedicarle la nota de autora. Voy a hacer un resumen escueto, por lo que, para saber más, recomiendo que busquéis información sobre ella. Es un personaje que no deja indiferente y cuya personalidad se refleja muy bien en la serie Black Sails. Al menos, según he ido leyendo sobre ella, no me sale imaginármela de otra forma.
Anne fue la hija ilegítima de un abogado, quien, para acogerla, la vistió con ropas de niño y la llamó Andy. Siempre fue rebelde y de carácter fuerte. Se dice que a los trece años apuñaló a su sirvienta, y también que dejó para el arrastre a un hombre que intentó violarla.
A los 16 años, su padre la prometió, pero ella se negó y se terminó casando con un marinero, Bonny, que solo quería las riquezas de su padre. Puesto que el padre de Anne se negó a ayudarles económicamente, ella quemó sus plantaciones.
Junto con su nuevo esposo, se fugó a Nassau, donde su marido trabajó como infiltrado para Rogers. Mientras, ella conoció a Rackam (o Calicó). Cuando, tras deponer a Charles acusándolo de cobardía, este se erigió capitán por votación, Anne, que había sido acusada de adulterio por su marido, enroló con él bajo el nombre de Adam Bonny (por no tener problemas con la tripulación). Anne y Rackam tuvieron varios hijos.
En el barco conoció a Mary Read, otra pirata que enroló haciéndose pasar por hombre (Mark Read). Las dos mujeres hicieron una gran amistad y, cuando Rackam descubrió el verdadero género de Mary, la permitió quedarse. Hay rumores de que entre los tres había una especie de poliamor, aunque, según la tradición pirata, esta última se casó con un marinero de abordo. Al fin y al cabo, todo son teorías.
La tripulación del Revenge fue capturada en Port Royal, una noche en la que todos los marineros estaban ebrios, exceptuando ellas dos, que lucharon como fieras antes de ser reducidas. Fueron las dos únicas mujeres acusadas de piratería y condenadas a muerte por ello. Por suerte, se salvaron de la pena alegando estar embarazadas. Mary murió en la cárcel y de Anne no se volvió a saber más.
Un dato interesante a mencionar son las últimas palabras que le dedicó al capitán Calicó, antes de que lo colgaran (le permitieron despedirse): «Lamento verte así, Jack, pero si hubieras luchado como un hombre, ahora no tendrían que colgarte como a un perro».
PD. La imagen de hoy es un fotograma del personaje de Anne en la serie Black Sails.
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