14. Lo que las paredes callan
La habitación estaba en penumbra, iluminada por la lumbre de la chimenea y por la tenue luz de una lámpara de aceite que parpadeaba de una forma peculiar. Ese parpadeo se reflejaba en la piel pálida que parecía encenderse y apagarse de forma continua.
June se había sentado en una silla que estaba junto a la cama. Allí esperaba a que su protegida abriera los ojos.
—Se pondrá bien —comentó Nyala, que acababa de cambiarle los ropajes—. Ahora debería coserte a ti.
—Jacques ya se ha encargado de eso. —Le quiso mostrar la herida, sin embargo, al acariciarla los dedos se impregnaron de sangre—. No es posible...
—El señor duBois tiene mucho poder, es cierto. Puede haber ayudado al dolor o incluso haberla detenido, algo muy útil durante una batalla, pero curar no es su fuerte.
—Lo suyo es matar —refunfuñó June.
Nyala le dio la espalda, se acercó a la misma bandeja en la que había traído los vendajes y volvió con el instrumental necesario para realizar la operación. Se miraron durante unos segundos. Aquella mujer poseía una belleza extraña, salvaje y sofisticada, juvenil y madura. Debía tener unos cincuenta años, aunque no era algo que se pudiera deducir a simple vista. Lo que lo hacía evidente era el tono de su voz, experimentada, la sabiduría en los ojos pardos y, por supuesto, la postura y los ropajes.
June miró al techo, Nyala acercó la lámpara. Le limpió la herida y empezó a coserla. La capitana podía sentir la aguja atravesando la piel de un lado a otro, el hilo arrastrándose entremedias y la tensión de los nudos al entretejer la epidermis. Dolía, pero se mantuvo serena. Con el tiempo había aprendido que no se podía evitar el dolor; sí que los demás lo percibiesen.
—Lo suyo son muchas cosas. Tarde o temprano tendrás que averiguarlas, si quieres tomar lo que él te ofrece, claro.
Aguantó la respiración y esperó a que terminase el siguiente nudo antes de contestar.
—Cuando vuelva de la Nouvelle-Orleans tendremos muchas cosas de las que hablar.
—Si vuelves. Si volvéis.
—¿Qué quieres decir? —La sujetó de la muñeca, obligándola a detener el vaivén de la aguja.
—Quiero decir que en el camino pueden pasar muchas cosas. Esperemos que todo salga bien y puedas ayudarnos. Por encima de todo, debes volver.
La puerta se abrió. Tras ella apareció el anfitrión mostrando un pergamino de color salmón con varios nombres escritos en tinta negra.
—Te traigo la lista de los que pueden quedarse.
June, sin apenas moverse para no molestar a Nyala, cogió el manuscrito y lo miró por encima, lo suficiente para comprobar que era más corta de lo esperado.
—¿Y los demás?
—Pueden entrar durante la cena. Nada más.
—A ver si lo adivino. En esa lista voy a encontrar a Cillian. —El anfitrión esquivó la mirada—. Lo suponía. No quiero problemas. Preferiría que no te acercaras a él.
Al escuchar sus palabras, Jacques torció el gesto, como enojado. El murmullo de las paredes se acentuó. La lámpara se apagó. También la chimenea, que dejó una pequeña nube de humo. No podía entender qué decían las voces... Creyó escuchar insultos.
—Estás abusando del poder que te he dado. —A pesar de estar a oscuras, podía verlo, iluminado por una especie de energía mística. Sus sospechas se iban confirmando, y le encantaba—. He apostado por ti. No lo olvides. Respeta tu parte y yo respetaré la mía.
Ella sonrió, apartó de sí a Nyala —que ya había terminado de coserla— y se acercó a él con pasos felinos.
—Solo estoy jugando un poco, tranquilo. Cumpliré mi parte, pero no me traigas problemas.
—No prometo nada. Si no quieres que suceda una tragedia, controla a tu gente.
Un leve quejido hizo que ambos se giraran. Margaret estaba empezando a despertar. La capitana se acercó a ella y la cogió de la mano. Estaba helada.
—¿Estoy viva? —preguntó, apenas volvió en sí.
—Sí, pequeña, lo estás. —June la arropó con la manta y le acomodó la almohada—. Descansa, te queda mucha guerra por dar.
—Tenemos que hablar, —Aunque las palabras eran claras, la voz trémula y la mirada perdida le decían que no estaba del todo presente. En cualquier caso, June prefería olvidar lo sucedido. No quería herirla—, capitana... Por favor...
—Hablaremos cuando estés bien, tranquila.
—Es que lo he perdido... No está... Lo he perdido... —Margaret estaba en algún punto entre la consciencia y la inconsciencia. Alejada de la realidad, sumergida, quizás, en sus propias pesadillas—. Ayúdame a encontrarlo.
—Debe descansar —interrumpió Nyala.
Estaba en lo cierto. La muchacha divagaba y su presencia acentuaba los delirios. Aun así, June se sentó sobre la cama y volvió a sostenerle la mano con fuerza.
—No has perdido nada, todo está bien.
—Lo necesito... ¿dónde está?
—Vámonos, capitaine. Le traeremos algo de comer. —El anfitrión colocó una mano en su hombro. June asintió. Se puso en pie y se dirigió con él a la salida.
—No me dejes —volvió a clamar la joven—. Debo encontrarlo. —Aunque estaban a oscuras, la capitana estaba convencida de que los ojos de la muchacha se habían vuelto a cerrar y que su llanto no era más que el espejismo de un sueño.
—¿Qué has perdido?
No hubo respuesta.
June se notó los párpados hinchados y los ojos irritados. De nuevo, ese estúpido incienso nublaba la estancia. Esta vez la cogió por sorpresa, la vista se difuminó y se mareó un poco. Jacques la sostuvo del brazo y la acompañó al exterior.
Unos pasos irrumpen en la noche. Las ramas y las hojas secas crepitan a sus pies mientras avanzan por aquel camino que no deberían de haber seguido nunca.
Se limita a observar.
—Anne, no tendríamos que habernos alejado del grupo —se queja el más corpulento de ellos—. No quiero acabar como Tarik.
—No me hables de ese gilipollas. Debo averiguar qué le pasó a Martin, pero si quieres... —La contramaestre contempla al resto del grupo y se corrige a sí misma—. Si queréis, sois libres para marcharos. —Recoloca el pañuelo que oculta sus cabellos y continúa avanzando ante la comitiva.
—Si no hemos encontrado nada en el barco de los ingleses, ¿por qué íbamos a hacerlo aquí? Nos hemos acercado demasiado al bosque...
—Calma, no va a pasarnos nada. —Muestra el trabuco que sujeta entre las manos con una sonrisa llena de odio—. Vamos armados y estamos juntos.
Aquella mujer le resulta muy interesante. ¡Lástima que tenga tanta hambre!
Hora de jugar.
—No estaría tan seguro —replica uno un poco más viejo.
Han debido notar el cambio en la voz. Siempre sucede lo mismo. Se giran a él y lo descubren retirando el sable del vientre de la otra pirata, que cae inerte a sus pies.
—¡Kenya! —grita horrorizada—. ¿¡Te has vuelto loco, Joseph!?
No hay tiempo de reacción. El hombre, que ahora es él, se abalanza sobre su compañero, el más cercano. Este esquiva el golpe y le da una estocada en el vientre. En forma de nube negra, huye de esa carcasa vacía y penetra el nuevo y vivaz cuerpo a través de la boca. Una vez ha terminado de poseerlo, la mira con la sombra atrapada en las retinas, y ríe.
—No debisteis venir hasta aquí. —Su sonrisa, que no es suya, reluce a la luz de la luna.
Ella le apunta con el arma.
—Lo siento, compañero —solloza.
Luego, solo puede sentir el olor a pólvora. Cuando se recompone, la mujer ha desaparecido.
Se siente molesto. Realmente se veía apetitosa y le ha estropeado los sesos.
Vuelve a salir de ahí y disfruta del manjar que le espera. Empezará por el grande. Huele a cerveza. Los hígados de los alcohólicos tienen un sabor especial.
Tuya la responsabilidad, tuyo el deber, tuyo el camino que los ha de traer.
Las paredes hablaban, no había duda. Cada noche esa maldita canción, como una broma pesada que, en ocasiones, y sin venir a cuento, cambiaba la letra.
De la copa beberé y a ti te mataré.
—Pero... es una asesina... No lo logrará y él nos castigará.
De la copa beberé, y a ti te mataré.
Luego entraban en juego las risas malditas. El tono se apagaba, se alzaba, las palabras cambiaban y el mensaje se desfiguraba. En cualquier caso, el resultado siempre era el mismo.
Por si no fuera bastante, a todo aquello había que añadirle la pesadilla. Aquella que se repetía cada noche y que parecía que deseaba volverla loca.
Se levantó de la cama y con pasos adormecidos se dirigió hacia el espejo. Allí observó todas las cicatrices que adornaban su piel. Cada una de ellas narraba una victoria, una leyenda o una verdad que merecía ser contada: los latigazos en la espalda le decían que era ingobernable; las marcas de los grilletes, que nada podía detenerla; el espadazo en el costado, que ningún enemigo estaba a su altura. Las estrías en los senos... Esas no... Después estaban las nuevas, las de las almas en pena. Los cortes, que decían que era dura como el acero; la hendidura en el pecho, que le recordaba que nadie podría arrancarle el corazón, y los años robados... aún no sabía qué significaban, pero ya lo descubriría.
Tras terminar con su ritual matutino, se vistió con unos pantalones ocres, una blusa de cuello voluminoso y un corpiño de lino.
—¿Y si es cómo la otra?
—Es de los nuestros, aunque el otro... tampoco sería mala opción. Me gusta mucho.
Solo oír las voces hacía que, sin quererlo, el vello del cuerpo se erizase. Sin embargo, ese último mensaje, más que atemorizarla, la enojó.
—¿¡Qué otro!? —preguntó.
No contestaron, tan solo murmuraron para sí mismas mientras se alejaban a través de paredes y pasillos.
En fin. Le esperaba un largo día. Las labores de mantenimiento habían terminado y debían subir las provisiones al barco antes de devolverlo a su lugar, flotando sobre las aguas.
Se colocó el sombrero y se dispuso a salir de la habitación. Cuando abrió la puerta se encontró de bruces con Cillian, que estaba a punto de llamar. Este le mostró una bolsa de cuero y la estúpida sonrisa de siempre, aunque ella sabía que ya no era más que el reflejo de lo que fue.
—¿Qué es eso? —Fue seca y bruta, como solía serlo a esas horas del día.
—Quinientas libras para el fondo común. A la vuelta de la misión te daré la otra mitad.
Aquel era el precio que debía pagar cualquier miembro de la tripulación que quisiera abandonar su estada en el navío antes de finalizar el tiempo pactado.
—¿Es que planeas marcharte?
—Solo quiero tener las espaldas cubiertas —contestó. En el fondo, June entendía que el poeta quisiera irse. A raíz del asunto con Tarik, la tripulación se había distanciado de él. O no. Tampoco podía estar tan segura de ello, pues se había vuelto huraño. A penas salía del cuarto que Jacques le había asignado y se había dejado de relacionar con los demás. En ocasiones lo había visto hablar con René, algo que no le agradaba. Miró la bolsa, pensativa—. Cógelos, por favor —insistió él, al ver que tardaba mucho en contestar.
—Ese tema lo lleva el intendente, lo sabes muy bien.
Porque sí, era Tarik quien se encargaba de las cuentas, pero no solo eso. En los últimos días, el egipcio había cumplido su promesa, se había disculpado con toda la tripulación y no había vuelto a pasar por encima de ella. Cillian, cuando estaba a buenas, le era útil. Era un marinero polivalente, se defendía bien tanto en las alturas y, además, manejaba bien las cuchillas de afeitar. No todos los barcos disponían de alguien así.
Al escuchar sus palabras a Cillian se le borró la sonrisa, tiró la bolsa a los pies de la capitana y se marchó de allí sin mediar palabra alguna.
—¡Cillian! —lo llamó ella—. ¡Cillian! ¡Vuelve ahora mismo! —Él, que ya estaba ante la puerta de su propio dormitorio, se giró furioso.
—¡¿Qué quiere, «capitana»?!
No le agradó nada el retintín que utilizó para nombrarla. De haber habido testigos presentes, tendría que haberlo castigado por ello.
No le gruñó.
En lugar de ello, tomó aire y contó mentalmente hasta seis antes de contestar.
—Llama a Anne y dile que se ponga de acuerdo con Giorgio para organizar cuatro cantinas de trabajo.
El poeta, que aún tenía una mano apoyada sobre el pomo, resopló, dio media vuelta y se dirigió a las escaleras.
—Lo que usted mande, capitana.
Sigue corriendo. Sabe lo qué ha visto y debe contarlo. Ha dejado aquel monstruo atrás y cada vez está más cerca del barco. A pesar de la oscuridad, puede ver desde lejos como sus compañeros deshacen lo poco que queda del campamento.
—¡Espera! —A causa del sobresalto se desconcentra y cae al suelo. Allí, Joseph le ofrece la mano.
La joven recula hacia atrás y lo apunta con el arma.
—No puede ser... Te vi... Te vi morir...
El viejo corsario aparta el trabuco a un lado, se agacha ante ella y la besa en la frente.
—No digas nada —sisea. Deja que te enseñe un truco de magia. —Ella se queda inmóvil. Podría defenderse o gritar, pero se siente incapaz. Entonces, Joseph, o lo que sea que habite dentro de él, coloca una mano en su boca. Ella siente un fuerte dolor que le atraviesa la garganta. Cuando recupera las fuerzas e intenta gritar, ningún sonido huye de su boca. —Si no me traes problemas, yo no te los traeré a ti —la advierte.
El corsario se dirige hacia el grupo, mientras Anne lo observa impotente desde el suelo. Intenta volver a gritar, es inútil.
Nota una molestia en el paladar, como un trozo de carne suelta. Escupe y descubre la razón por la que ha perdido la voz. Sus cuerdas vocales han sido arrancadas.
—Anne, ¿qué haces aquí? Partiremos por la mañana, deberías estar con los demás. —Anthon aparece ante ella y la observa a la espera de una respuesta.
«Y lo haremos con un intruso —le gustaría poder decir—, a no ser que logre evitarlo».
Nota de autora:
Dentro de las figuras importantes a desempeñar dentro de un barco, estaba la del contramaestre. Este se encargaba de organizar los grupos de trabajo, llamados cantinas, para desarrollar las misiones que se les encargasen.
Quiero hacer un pequeño apunte sobre el dinero que Cillian le entrega a June, para ello tenemos que remontar a las leyes piratas más conocidas, las del capitán Bartholomew Roberts. Son de las pocas que se conservan, pues, cuando eran capturados, la mayoría de barcos se deshacía de las propias. Pensad que toda la tripulación debía firmarlas así que si ese documento caía en malas manos, estaban todos sentenciados.
Según el artículo IX de dicha ley, si un pirata quería abandonar esa forma de vida, debía abonar mil libras al fondo común.
Retrato de Bartholomew Robert.
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