11. Almas en pena
Adentrarse de nuevo en aquel bosque no era algo que entusiasmara a June, aunque una parte de ella lo agradecía.
Tenían las cartas de navegación que Cillian y Tarik habían traído, pero aún faltaba una cosa, un objeto que debía continuar allí. De paso, ¿quién sabe?, quizá podría encontrar alguna respuesta extra.
—Deberíamos haber traído a más gente —gruñó el intendente a su espalda—. Todos aquellos hombres murieron y nosotros solo somos tres.
—Quizá murieron por ser tantos, ¿lo has pensado? —Se recogió el cabello con una cinta y le hizo una seña a Margaret, que se había quedado rezagada.
La muchacha asintió y apretó el paso. Parecía distraída, con la mente en otro lugar. Tarde o temprano tendría que hablar con ella, pero todo tenía su momento y estar en un bosque lleno de muertos, desde luego, no lo era.
—Aun así —insistió Tarik—, creo que esto es una mala idea.
June resopló, sacó el sable y cortó las ramas que se interponían a su paso.
—¿Cómo se ha tomado Cillian lo de tener que quedarse? —Habló en voz baja, intentando que las palabras que cruzaban pasaran inadvertidas. El intendente contestó en el mismo tono.
—Bien. Este lugar no es para él. Además...
—Tenía que recuperarse de las heridas —concluyó ella. Se detuvo en seco y lo interrogó con la mirada—. ¿Era necesario?
—Lo era. Sé lo que vi y ese tal Jacques no es de fiar. Ahora Cillian no se atreverá a acercarse a él. Es lo mejor para que no caiga en redes de ese brujo.
June pensó, para sus adentros, en la posibilidad de que la teoría de Tarik fuese cierta; que de alguna manera, todos estuviesen bajo la influencia de un hechizo, algo que condicionara su voluntad —aunque se cuestionaba las medidas que el intendente había tomado—. ¿Acaso ella no había probado el sabor de duBois? Estaba convencida de sus decisiones. Había cogido lo que había querido y rechazado lo que no, pero también era cierto que no podía recordar por completo todo lo ocurrido. Había varios vacíos y uno de ellos implicaba a su protegida. Solo esperaba que ella no se hubiera creado falsas esperanzas.
—Silencio. —Margaret se detuvo frente a unos arbustos. Había algo ahí, algo que agitaba las ramas de un lado a otro y producía un sonido extraño.
Con cautela, los tres se concentraron alrededor de la planta. Esta se siguió agitando con fuerza hasta que, cuando más concentrados estaban, algo salió de ahí y saltó sobre ellos. No pudieron saber quién era el objetivo, pues la muchacha inglesa lo atrapó al vuelo entre sus manos y le partió el cuello produciendo un fuerte chasquido. Era una especie de tejón, aunque algo más pequeño y bastante más feo.
—Ya tenemos cena —se regodeó June. Buscó complicidad en Margaret, la cual seguía con la mirada desenfocada y la razón ausente. La capitana carraspeó y, tras guardar los restos del animal en una bolsa, volvió a caminar junto al guerrero—. ¿Y no te preocupa que sea Jacques quién se acerque a él?
—No. Ya me he encargado de que nadie lo haga.
Ese era el tipo de cosas que había estado viendo y que empezaban a hacerla desconfiar. Tras esa frase se podía intuir un «tengo influencia sobre la tripulación»; influencia para conseguir que otros siguieran sus órdenes pasando por encima de ella. Tarde o temprano tendría que tomar cartas en el asunto.
El sonido de las moscas le recordó que ese «asunto» era algo que debería postergar.
Allí estaban, ante ellos: varios cadáveres colgados entre los árboles, mutilados y con la certeza de haber sido torturados en vida. ¿Por qué habían vuelto? Debían encontrar aquello que Amadi les había pedido y entregárselo a duBois. Era una prueba fácil.
—¿Cuál de ellos es? —preguntó Tarik.
June lo miró con seriedad.
—Cualquiera. Empecemos.
El hedor era tan insoportable que para poder trabajar tuvieron que cubrirse el rostro con un pañuelo.
Primero se acercaron al destripado y, al no encontrar nada, rebuscaron entre ropajes, fardos e incluso en el interior de las botas que encontraron por el suelo. No encontraron más que monedas y papeles carentes de significado.
Les llamó la atención que todos los cadáveres hubieran sido previamente despojados de joyas. Ni anillos ni pulseras ni colgantes. Nada. Era extraño pues, quien más quien menos, todo el mundo solía llevar encima algún tipo de amuleto antes de lanzarse a la mar. No era el caso. Quizá, aquel detalle les podría haber pasado inadvertido, mas cuando June se dio cuenta de la marca pálida alrededor del dedo de uno de los difuntos, enseguida pensó en registrar el resto de cuerpos. Varios conservaban alguna marca similar y otros tantos habían sido mutilados. Al rebuscar entre la hierba, pudo encontrar varias falanges, todas con la característica marca circular que delataba ausencia de pigmento.
—Capitana —la llamó Margaret—. He encontrado algo.
June y Tarik se acercaron. Estaba de nuevo junto al primer ahorcado que registraron. Sin duda, uno de los más dañados. Tiempo atrás debió ser un hombre, se adivinaba en los restos faciales, aunque ya había perdido parte de la piel. Las moscas se acumulaban en la tez y las vísceras, colgantes y desparramadas en parte por el suelo, estaban repletas de larvas y gusanos. Los ropajes, machados de sangre y barro, permanecían a sus pies. Margaret había encontrado en ellos algo que les había pasado inadvertidos en el primer registro: una carta. Se la quedó mirando y, a medida que leía, su expresión, antes ausente, iba reflejando una sensación distinta.
June se la quitó de las manos y la muchacha forcejeó un instante mientras terminaba de leer el contenido. Se miraron la una a la otra, entonces, Margaret se la cedió.
Parte de la misiva estaba malograda, rasgada por sangre y otros fluidos, ni siquiera podía leerse la despedida. Pero sin duda, aquel era el hombre que Adami había mencionado y, ese amuleto, aquello que habían venido a buscar.
En vano inspeccionaron parte del suelo y el resto de ropajes. Fue inútil. No había ni rastro de nada similar a una joya.
Una idea pasó por la mente de June. Se apretó aún más fuerte el pañuelo que cubría sus fosas nasales, se arremangó la blusa y, sin pudor alguno, rebuscó el estómago entre los órganos que colgaban del difunto. Cuando dio con él, lo abrió con el filo de la espada. Una sustancia negruzca y pestilente surgió de él formando pequeñas burbujas en su caída. Lo vació entero y continuó buscando entre los restos. Tampoco hubo suerte, por lo que siguió registrando los intestinos. Estaban bastante descompuestos y ya tenían diversas aberturas a causa del deterioro. Presionó a lo largo de toda la víscera, la cual aún se amarraba a una parte de su antiguo dueño.
—Tarik, hazlo tú. —El guerrero se desató el pañuelo. El hedor lo azotó y retuvo una arcada que, aunque quiso disimular, June pudo intuir. Utilizó la prenda para proteger los dedos antes de introducirlos en el ano del coronel—. ¿Ahora te vas a poner delicado? —añadió ella en tono burlón.
El egipcio la miró de reojo, molesto, pero cumplió la orden.
—Tengo algo —exclamó.
Sostenía entre las manos algo pequeño y compacto, embadurnado de mierda. El difunto debió tragárselo antes de ser apresado. Al limpiarlo pudieron comprobar que era un pequeño colgante, una especie de espada de oro a través de la cual se enredaban dos criaturas que se abrazaban entre ellas y, a la vez, a la hoja. Una de ellas, plateada, tenía diamantes por ojos mientras que la otra portaba rubís y lucía un color más oscuro. Parecían humanas, aunque no se podía distinguir el género y, las piernas, aserpentadas, se unían y entrelazaban en la empuñadura. Cada una lucía un ala desplegada que se juntaba con la otra en forma de arco sobre el filo.
June se la arrancó de las manos a Tarik.
La observó durante unos segundos y analizó cada detalle. Le pareció que era una verdadera obra de arte. Seguro, podría venderla por mucho dinero. Ese no era el objetivo, claro, pero era imposible observar algo así sin calcular su valor.
—No estamos solos —advirtió Margaret.
Su voz sonaba tranquila, sin embargo, se pusieron en alerta.
Algo se movía a su alrededor. Algo que agitaba todo el ramaje. Por el rabillo del ojo podían ver sombras que giraban en torno a ellos, pero si trataban de mirarlas directamente, estas desaparecían.
Emitían un lamento desgarrador que les llenaba de congoja, de los que desgarran el alma y roban años de vida. Guardó la joya y los tres alzaron armas y unieron espaldas.
—¡No bajéis la guardia! Tenemos que salir de aquí —ordenó June.
Unidos como estaban, filos en alto y cubriendo los trescientos sesenta grados, empezaron a recular para emprender la marcha. Al primer paso, las sombras se abalanzaron sobre ellos.
Por más que trataban de devolver los golpes, las sombras se deshacían al golpearlas y reaparecían al instante. No sabían qué era peor, si los ataques que rajaban sus pieles o los gritos que emitían.
Tarik fue el primero en romper la formación.
—¡Huyamos! —gritó.
June quiso hacer lo mismo, mas Margaret permanecía estática, recibiendo cortes sin reaccionar. Volvió con ella, la agarró del brazo y corrió tras el intendente hasta que las sombras lo cubrieron por completo.
La capitana soltó a la muchacha y se lanzó en ayuda de Tarik, agitando el sable sobre las sombras. Pudo ayudarlo a ponerse en pie, pero estaba herido, con la piel rasgada y el rostro ensangrentado. Al girarse, las sombras ya estaban sobre Margaret. Le extendió la bolsa a Tarik y volvió hacia ella con intención de hacer lo mismo. Sin embargo, las sombras ahora salieron a su encuentro. Cada roce producía un dolor cortante y a la vez extraño. Dolía en la piel, en el plexo, impedía tragar saliva y los ojos le lloraban sin poder controlarlo. No era solo un dolor físico, sino psicológico.
June se lanzó sobre Margaret para protegerla con su cuerpo y ambas mujeres cayeron al suelo.
—¡Ya está bien! —gritó June al aire, enfurecida
La respuesta fueron más gritos y nuevos ataques. El corsé le protegió las costillas y la cintura, por contras, las piernas y los brazos recibieron el impacto. June viró la vista en busca de Tarik y le pidió ayuda. Él parecía dudar, estaba petrificado. Por alguna razón las sombras habían dejado de atacarle y se concentraban sobre ellas.
—Por favor —gimió Margaret.
Al oírla, el egipcio reaccionó: fue con la cimitarra en alto, espantó a las sombras y las ayudó a levantarse.
Estas atacaron de nuevo. Ahora, los sonidos que emitían se acompañaban de los gritos de la muchacha de ojos claros, que se dobló sobre sí misma y se aferró a sus costillas. Tenía la camisa rasgada y teñida con restos escarlatas que hacían que la tela se le pegara a las heridas.
—¡Aguanta! —rogó June.
Los tres corrieron. Casi podían vislumbrar el final del bosque, pero una raíz traicionera hizo caer al suelo a la capitana. Esta vez, el impacto de aquellos seres fue directo a su pecho. Sintió cómo la atravesaban el esternón y se le paraba la respiración. Tuvo esa extraña sensación en la que el dolor y el desenlace dejan de importar, en la que uno se deja vencer y espera que la vida le abandone.
Solo un segundo.
Se levantó de nuevo, soltó la espada y agarró a Margaret de nuevo mientras que con la otra mano ejerció presión en su propia herida.
Al salir del bosque los tres se dejaron caer, abatidos, sobre la arena. Después, se miraron entre ellos. Tarik era el que mejor parado había salido, aunque ahora una lluvia de cortes decoraba su rostro y parte de sus extremidades. La mayoría de golpes de Margaret se concentraban en el torso, siendo la peor herida la del costado, de la cual la sangre brotaba a borbotones. Por su parte, June tenía la úlcera del pecho, varias menores en el resto del cuerpo y un corte abierto en la mejilla del cual, sin duda, le quedaría una nueva cicatriz.
Llevaba las manos cubiertas de restos humanos y con el hedor de la putrefacción impregnado en ellas. Se arrastró hasta la costa y las limpió lo mejor que pudo.
Tarik hizo lo mismo. Sus miradas se cruzaron, pero no se dijeron nada. No tenían ganas de hablar.
Una vez aseada y con la sangre recorriendo su escote, se acercó a Margaret. Sacó otro pañuelo junto con unas vendas de la bolsa, limpió la herida lo mejor que pudo y la cubrió. Presionó con fuerza sobre ella. Mientras, la muchacha temblaba y sollozaba frases sin sentido.
—¿Crees que «eso» es lo que mató a aquellos soldados? —preguntó Tarik a su espalda.
—No. Creo que «eso» eran esos soldados.
Entre los dos ayudaron a la muchacha a ponerse en pie. June empezaba a sentirse mareada, sabía que esos primeros auxilios servirían de poco, que necesitaban que les visitara el médico del Bastardo, Anthon. No podían permanecer quietos.
Cuando estaban llegando a la altura del otro navío, la tierra empezó a temblar con furia. La columna de humo que nacía de la montaña les cegó la vista y sus voces quedaron apagadas por la yuxtaposición de la tierra que amenazaba con abrirse a sus pies. Caminaron contra el viento, pegados y protegiendo la vista. Margaret, debilitada, cayó al suelo.
—Debemos esperar a que se calme el demonio. —Su petición sonaba a ruego. June la enmarcó con sus manos y asintió.
El temblor se acentuó y la cubierta del barco inglés empezó a crujir. Fue entonces cuando, a pesar del viento, de los crujidos, de las cenizas y de sus propias voces, pudieron escuchar un chillido que provenía de él.
—¡Cillian! —gritó Tarik.
Nota de autora:
Espero que no hayáis leído este capítulo con la boca llena. Si es así, en fin, estáis leyendo esta nota, así que no creo que seáis muy aprensivos, ¿no? Debo decir que en esta ocasión he tenido la suerte de contar con dos grandes colaboraciones:
La nota, escrita en castellano antiguo e inspirándose en cartas de primeros del siglo XVIII, ha sido escrita por una buena amiga y escritora que no ha querido decir su nombre, pero cuyo libro Albania podéis comprar en diversas librerías.
La ilustración del amuleto la ha realizado mi compañero de viaje, Odrayak, quien lleva tiempo lejos del mundo de la ilustración, pero al final, ha decidido desempolvar sus antiguas armas y regalarme este maravilloso diseño. Espero que no sea el último. Debo añadir que para realizar el dibujo la única información que ha tenido ha sido la misma descripción que habéis leído en el episodio. No existe ningún spoiler ni información añadida.
Para la creación de las almas en pena me inspiré tanto en las banshies como en los espíritus tradicionales (siempre se ha dicho que el susto que genera ver un fantasma te quita años de vida).
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