1.Tierra a la vista
Ruido, llanto, mármol. Rostros sin vida, paredes heridas y suelos que sangran. Asfixia, sudor, venganza, ira... Corazones oprimidos por manos que buscan guerra. Fuego. Muerte. Y el incesante sonido de un vagido.
Se despertó con la respiración agitada y el llanto de aquel bebé clavado en sus tímpanos, como si cientos de agujas la acuchillaran desde adentro. Se miró las manos, temiéndolas carmesíes. Estaban limpias. Por fortuna, tan solo había sido una pesadilla, la misma de siempre. Sin embargo, en esa ocasión se había sentido demasiado real y, además, aparecía algo distinto en ella, una frase: «Por mucho que lo intentes, no puedes salvarlos a todos».
Había tratado de ocultar la gravedad del asunto, pero llevaban demasiados días navegando en altamar, lejos de los reinos de los hombres, viviendo su propia ley y mecidos por su propio dios. La huida de Nasáu fue tan repentina que no tuvieron tiempo de aprovisionarse como era debido. Por tanto, los alimentos escaseaban y ya no quedaba mucho por ocultar: la tripulación del Bastardo percibía que algo no iba bien y cada vez estaba más alterada.
June no dormía nunca, ni de noche ni de día. No sabía en quién confiar porque cuando el hambre aprieta, la fidelidad flaquea y, como capitana, eso era algo que conocía muy bien y que, tras los últimos acontecimientos y la amenaza de una muerte cercana, le traía de cabeza.
Tenían que encontrar pronto un botín, algo con que saciar hambre y sed, de lo contrario, pronto se rebelarían contra ella. La misma June había entrevistado y aceptado a cada uno de sus cadetes. Conocía sus habilidades, flaquezas, secretos y delitos y, por mucho que le pesara, no todos eran de fiar.
Apartó las preocupaciones de su mente y se dispuso a iniciar un nuevo día. Solo la luz de una vela combatía la penumbra del camarote. Se dirigió al espejo con el candelero en la mano y se observó desnuda. Luego se vistió con aquellas ropas que dejaban clara su posición frente al resto: una camisa escotada de mangas vaporosas y una falda amplia que ocultaba unos prácticos calzones masculinos. Un corsé protegía sus costados y le ensalzaba los senos.
Ya estaba acomodándose los rizos bajo un tricornio emplumado y casi tan oscuro como su piel cuando alguien llamó a la puerta.
—¡Capitana!
Alisó la falda para quitar las arrugas y abrió con un gesto brusco. ¡Cómo detestaba que la interrumpiesen a cualquier hora!
—¿Qué sucede?
Cillian, con una estúpida sonrisa enmarcada por bucles rojizos, la observaba con esos odiosos ojos azules que centelleaban ilusiones por doquier. No es que lo despreciase, pero su optimismo, a veces, le resultaba insultante. De no haber sido por su romance con el intendente, jamás hubiese aceptado que se convirtiera en uno de los suyos: era débil, demasiado inocente, le gustaba beber en exceso y parecía estar siempre en las nubes. Aún con todo, con el paso de los meses había aprendido a apreciarlo: aquel joven irlandés era de los pocos que todavía tenían el honor por bandera, algo que ella valoraba. Le agradaba, sí, aunque aún le agradaba más hacerle la vida imposible.
—¡Tierra a la vista! —exclamó desde el umbral—. ¡Tierra a la vista, capitana!
Entró raudo en la habitación y se sentó sobre la cama. June, incrédula, cerró la puerta y se quedó pensativa. No era la primera vez que los ojos engañaban a los marineros, aunque el pelirrojo parecía muy seguro de lo que decía.
Descubrió la ventana para que los rayos del amanecer penetraran en la estancia e iluminasen los libros de las estanterías, la cama deshecha y el escritorio, que acumulaba cartas náuticas y diarios de a bordo requisados a sus víctimas.
—¡Es imposible! Estamos a varios días de territorio español. —Tomó uno de los mapas y señaló con énfasis su posición, haciendo hincapié en que no había nada alrededor, solo mar—. ¿¡Es que ya habéis agotado las reservas de whisky!? —Su voz era ronca y salvaje, como el sonido de las olas al romper contra las rocas. En esa ocasión, además, llevaba un cierto toque a sarcasmo.
—Las de whisky se terminaron hace una semana, capitana. Esta noche hemos terminado con las de ron —rio.
June puso los ojos en blanco, un ligero contraste con su tez azabache.
—Obvio.
—¡Pero es verdad! —El irlandés rebotó sobre el colchón, con los brazos extendidos, y se dejó caer de espaldas con una expresión de satisfacción—. Es verdad... —Y la miró ladeando la cabeza sobre el hombro—. Si no me cree, será mejor que suba y lo compruebe por sí misma.
Sin mediar palabra, June se dirigió a cubierta. La tripulación la esperaba con copas vacías alzadas y entonando canciones que enojarían al mismísimo Dionisio.
Margaret fue la primera en avanzar hacia ella y colgarse en sus brazos.
—¡Tierra, capitana! ¡Por fin!
Lady Margaret era la hija de uno de sus últimos adversarios: el coronel Cabronazo, como lo llamaba ella. La encontraron oculta en la bodega, llena de cardenales y con signos evidentes de maltrato. Jamás le preguntó por ello, no era quién para hurgar en pasados dolorosos. La muchacha los recibió agradecida y paseó sobre los cadáveres de su antiguo séquito, disfrutando cada paso, clavando con saña sus botas en las heridas de los que aún respiraban y anhelando una nueva vida. Su ascendencia nórdica se adivinaba en el platino de sus cabellos, la palidez de la piel y el gris de los ojos. Niña de alta cuna rodeada de soldados ingleses. ¿Qué no iba a sucederle? Con su padre muerto, no valía la pena pedir un rescate. Por eso la acogió y se alegraba de ello, pues ahora era una de las mejores, había aprendido el oficio y ganado cierto liderazgo dentro de la tripulación.
—Tierra... —repitió la muchacha.
June la apartó con delicadeza y subió los peldaños de popa para verlo por sí misma. Era cierto.
—Pero... —No podía creer lo que tenía delante: una vasta isla que no aparecía en ningún pergamino.
—Es imposible, ¿verdad? —Tarik terminó la frase por ella—. Es imposible, pero es real. Los dioses nos sonríen.
La isla era fértil. Se avistaba flora mediterránea y todo su alrededor se perfilaba con playas de arena blanca. Una cumbre que parecía no tener fin se elevaba desde el interior, rocosa y amenazante, y, hasta donde alcanzaba la vista, se divisaba un manto blanco. ¿Nieve?
—¿Me cree ahora, capitana? —Cillian había seguido sus pasos y la observaba mientras abrazaba al intendente desde atrás.
Era demasiado bueno para ser verdad. Justo cuando las esperanzas se estaban desplomando, aparecía aquel lugar, como un oasis o un sueño hecho realidad. Fascinada, contempló la escena, aspiró la brisa y escuchó el canto de las aves, que ya no era el de las malditas gaviotas de siempre. Incluso creyó percibir música y susurros arrastrados por el viento.
Cualquiera que viese esa imagen, diría que era digna de inmortalizar.
Hombres y mujeres cantaban y danzaban al unísono mientras los gemelos Tom y Jane bailaban de un lado a otro, bebiendo de una botella imaginaria que en algún momento se derramó su contenido, también imaginario, sobre sus pantalones beises y sus camisas blancas.
Y allí, acomodados en estribor, bañados por las primeras luces del amanecer, los rizos y la oscura falda de June ondeaban al costado de un Cillian y un Tarik unidos en un abrazo. Los tres observaban embelesados aquella isla que se descubría ante ellos sin saber que lo que encontrarían en esas tierras cambiaría el curso de sus vidas para siempre.
Cillian fue al pequeño habitáculo en el que guardaba sus cosas, evitando dar saltos por el camino, pues hacía años que había dejado de ser un crío. Pero de haber podido, de haber estado bien visto, sin duda hubiera ido danzando en lugar de andando. Y es que no podía creerlo, en breve volvería a pisar tierra. ¡Estaba tan emocionado! Después de tanto tiempo en altamar —huyendo de aquel pasado que se esforzaba en olvidar— anhelaba sentir la arena bajo sus pies, la sensación de gravedad y, sobre todo, una buena borrachera a base de whisky.
Y es que el mar no es lugar para poetas.
Cogió el fardo y se lo colgó del hombro. Dentro tenía la petaca de plata, ya vacía, y un par de pañuelos. Había aprendido la importancia de llevarlos siempre encima después de que Óscar, el cocinero, perdiese la pierna la última vez que desembarcaron. Todo por una estúpida apuesta...
Antes de girarse para encaminarse hacia el bote, Tarik, aquel que ahora lo era todo para él, apareció a su espalda, le agarró de la cintura y, jocoso, le mordió el cuello.
El poeta arqueó la nuca y aspiró su aroma; especias de tierras lejanas.
—Vamos a desembarcar, ¿sabes lo que eso significa?
Tan solo con sentir el aliento al oído se le erizó el vello. Después de tanto tiempo, el egipcio seguía haciéndolo enloquecer.
Ladeó la cabeza, se deleitó con esos ojos miel que tanto adoraba, se mordió el labio inferior y lo besó.
—Lo sé —contestó sin separarse de su boca.
Las manos de Tarik treparon por el torso de Cillian y elevaron la camisa al paso. La piel del irlandés se estremeció y los pezones nacarados se endurecieron en cuanto notó las yemas rozándolos casi accidentalmente.
De forma consciente dio un paso atrás para buscar un contacto más directo y el egipcio respondió con una sutil acometida contra su trasero.
—No deberíamos perder el tiempo —siseó Cillian de una forma muy poco convincente.
—Todavía queda un poco para llegar, matelot.
Su amante lo volteó y, por donde segundos antes pasaran las manos, ahora lo hacía un camino de besos que se colaba bajo la camisa. Con la lengua rodeó el pezón y tiró por sorpresa del aro de metal que sobresalía de él. Cillian se quejó, más de placer que de molestia, y la boca de Tarik siguió el surco de los abdominales, alternando besos con mordiscos y succionándole la piel. Acarició esa cabeza que ahora se encontraba a la altura del ombligo y se dejó llevar por las sensaciones que arremetían contra él. No pudo evitar gemir de anticipación cuando el aliento de Tarik se coló entre su piel y la cinturilla del pantalón, aún abrochado, y con la creciente emoción tirando de la tela.
Y fue en ese momento en el que la boca de su amante prometía hacerle viajar al jardín de las delicias, cuando la maldita capitana tuvo que entrar al camarote, sin previo aviso. ¡Otra vez!
—¿No podíais esperar a que atracásemos?
June no parecía saber lo que era la intimidad, y a Tarik no parecía importarle, porque los besos que le destinaba seguían insistiendo en su bajo vientre sin preocuparle que ella estuviese observándolos.
—Teníamos que celebrarlo —replicó Cillian, algo cohibido y esforzándose por retener un gemido en la garganta. Al mirar abajo pudo ver cómo Tarik sonreía. Todo aquello le estaba resultando gracioso.
«Jodido pervertido», pensó él.
—Pues espero que no perdáis más tiempo. ¡Os necesito allá fuera! —les advirtió June, dejándolos solos con un sonoro portazo.
Cillian tomó aire y miró a su amante, que lo observaba desde abajo con ojos divertidos.
Por más que quisiera, Cillian no se acostumbraba a retener gemidos ni se acostumbraba a su tacto, que cada vez le parecía nuevo y radiante.
Como un dios, así lo veía. Aquel que le había salvado de sí mismo y que le había descubierto una nueva vida. Aquel al que se había rendido.
Tarik era perfecto, con sus abdominales bien pronunciados, la piel caramelo, los ojos de miel y la mandíbula bien dibujada, decorada por una perilla que siempre llevaba bien recortada.
Repentinamente, el guerrero se puso en pie, lo cogió de las caderas y lo empujó contra la pared. Con un gesto raudo liberó su propia erección, separó las pálidas nalgas, clavando sus yemas en ellas, y se hundió en él con un gruñido cargado de lascivia.
Cillian gritó, no solo por ese punto de dolor que aún sentía debido a las maneras y proporciones de su amante, tampoco porque el placer lo sacudiese con una descarga que nacía en sus entrañas y que se expandía por completo, que rebosaba por los poros y le hacía perder el control. No, no eran las únicas razones, aunque también estaban presentes. El caso era que, cuando él gritaba, Tarik gruñía más fuerte, dejaba los ojos en blanco y le embestía aún con más fuerza. Y eso, a Cillian le encantaba.
Tanto le excitaba ver el disfrute del guerrero que, cuando una de las manos de su amante, escurridiza, huyó de la cadera para aferrarse a su falo, no pudo resistir mucho más y explotó esparciendo su semilla sobre el fuste mientras que Tarik, incansable, seguía empujando dentro de él.
Con el sudor recorriéndole la piel, se apoyó en la pared con un brazo y con el otro rodeó el cuello de su amante, reclamando besos, gimiendo a su oído —como a él le gustaba— y mordiéndole el lóbulo con ansias.
Unos golpes tras la puerta amenazaron con una nueva intromisión.
—¡Daos prisa, que ya hemos llegado! —La capitana, a veces, podía ser una verdadera pesadilla.
Tarik apuró obediente. Se hundió en él, fuerte y veloz, llenándolo y vaciándolo cada vez, golpeando siempre en esa zona certera, sabiendo bien a donde apuntaba y la precisión con qué hacerlo.
Se corrió entre jadeos, le mordió el cuello como si fuera un león y, aun habiendo llenado su interior, siguió latiendo entre sus entrañas al ritmo de las últimas acometidas.
—Yerekha, menk' verjapes azat klinenk... —le susurró en un tono muy íntimo, una vez las respiraciones se hubieron acomodado.
Cillian no conocía aquel idioma, pero creía entender el significado de esas palabras.
—Y yo a ti.
Tarik rio y le mordió en los labios.
—Cumplirás tu promesa y tendremos una nueva vida.
El poeta se giró para tenerlo frente a frente y lo besó con dulzura.
—Una nueva vida —repitió con una sonrisa bobalicona pintada en la cara.
Había llegado la hora de desembarcar.
Nota de autora:
Siento si «la escena» os ha resultado algo violenta. Me he inspirado en Spartacus (una serie grandiosa) para reflejar la falta de intimidad de la que disponían los corsarios. Espero no haber herido sensibilidades. Con el paso de los capítulos os acostumbraréis a que todo tiene una razón de ser así que espero que os guste recoger migas.
Esta historia transcurre durante el año 1720, época final del siglo de oro de la piratería. En varios capítulos encontraréis notas sobre la época o la forma de vivir de os piratas.
¡Gracias por leer!
Imagen de Man Of War, buque de guerra ingles (o fragata) de gran tamaño y con parecido considerable a un galeón (no así en tamaño). Podía albergar hasta 124 cañones y llegar a medir hasta 60 metros.
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