Capítulo 26: Una propuesta

Mientras disfrutaban de un exquisito pollo a las finas hierbas y de una copa de vino blanco, Elena se percató de que doña Graciela estaba buscando el momento oportuno para decirle algo.

—¿Todo está bien? —le preguntó, luego de llevarse la servilleta de tela a los labios.

La dama sonrió, y meditó bien lo que iría a decirle.

—Tengo dos cosas qué comentarte —respondió la anciana, enigmática—, pero empezaré por la noticia que debo darte, que es buena.

Elena la escuchó con atención, preguntándose qué sería.

—He hablado con un amigo de Barcelona y va a colocar tres de tus obras en su galería.

—¡Eso es fantástico! —exclamó Elena, feliz—. ¡Cuánto se lo agradezco!

—Es importante que vayamos a Barcelona para firmar el contrato; Iñaqui, mi yerno, ya le ha echado una ojeada y dice que está correcto. Pienso que sería una excelente ocasión para que estreches tus lazos con la galería y, en mi caso, para pasar unos días con mi hija y con mi nieto.

Volver a Barcelona… Elena sentía que su corazón latía aprisa. Volver a allí significaba tanto para ella, que no podía determinar si esa mezcla extraña de emociones se debía a la buena noticia sobre su obra o a la nostalgia que le provocaba Barcelona.

—Será muy bueno visitar Barcelona —aseguró—. Esta vez espero poder terminar de conocer la ciudad, sin accidentarme.

Aquel comentario, dicho sin meditar, le hizo pensar en Álvaro.

—¿Su hijo piensa visitar a Ali también? —se atrevió a preguntarle a doña Graciela.

La dama colocó los cubiertos en el plato, y se dispuso a contestar con tranquilidad.

—Esta mañana he hablado con él y le he hecho la misma pregunta —admitió—, sin embargo, me ha contestado que no, que tiene mucho trabajo y que no puede darse el lujo de viajar tan seguido.

Elena suspiró. Algo de decepción sentía, pero aquello era lo mejor. ¿No le había pedido ella misma que se mantuviera lejos?

—Nos quedaremos en casa de Ali —prosiguió doña Graciela—, ella tiene una casa grande y varias habitaciones vacías. Me he tomado el atrevimiento de sacar los boletos en el AVE para el jueves de la próxima semana. ¿Tienes algún inconveniente? Regresaríamos el lunes, porque sé que debes continuar tu trabajo en El Prado y yo también tengo varios compromisos para la semana siguiente.

—Por mí está excelente, doña Graciela, me ha dado una noticia muy grata, se lo aseguro.

Elena bebió algo del vino, pero enseguida recordó que la anciana debía decirle una segunda cuestión.

—¿No me dijo que había algo más? —comentó, con curiosidad.

—Así es, —respondió la aludida—, pero antes quiero compartir contigo estas reflexiones. Elena, yo tengo ya cierta edad y estoy muy sola… Mi hija vive lejos con su esposo y mi único nieto, y yo no deseo mudarme a Barcelona pues esta es mi casa, mi ambiente, aquí tengo mis amigos, y en Barcelona me sentiría trasplantada de mi entorno, por más que me guste ir de visita.

—La comprendo —contestó Elena—. A pesar de encontrarme muy bien en Madrid, yo siento que La Habana es mi casa. Me gustaría en algún momento poder regresar y compartir mi vida entre Cuba, mi tierra, y España, que tantas oportunidades me ha brindado.

—Estoy segura de que así será, querida —prosiguió la dama—. Pues bien, te digo esto porque doña Concha me ha comentado que te has ido de su casa y Álvaro también me ha hablado de ello y, para hacerte honesta, ya yo había pensado en proponértelo.

Elena se quedó lívida, ¿Álvaro había hablado con su madre sobre un tema tan bochornoso?

—Quiero que vivas conmigo, aquí en mi casa. Es grande y espaciosa, y pienso que puedes sentirte bien aquí.

Elena no se esperaba ese tipo de ofrecimiento, se debatía entre el agradecimiento y la vergüenza.

—Es en extremo generosa —le dijo ella—, y no me considere ingrata por declinar su proposición, pero no podría aceptarle algo como eso.

Doña Graciela no se dejó convencer.

—Querida, por favor —insistió—, dices eso porque crees que es una incomodidad para mí y es todo lo contrario. Este departamento es muy grande, todo un piso, y yo me siento muy sola. Si crees que podamos las dos hacernos compañía, hablar de arte y pintar cada una lo suyo, yo estaría más que encantada de poder recibirte…

—A mí me agrada mucho su compañía, doña Graciela, pero… —titubeó—. ¿Sabe por qué me fui de casa de Julia? Quizás ese motivo le haga pensar que yo no debería…

—Lo sé —contestó la dama con aplomo—, Concha me comentó algo, a la larga ella no pudo estar ajena a lo sucedido, como querías. He hablado también con Álvaro y me lo ha dicho. Sé la verdad y he tenido una conversación muy seria con Gabriel, que ha puesto punto final a nuestra colaboración. No quería hablarte de este asunto, pero Álvaro me ha contado y me he quedado espantada… En fin, no puedo negarle a Gabriel que asista el domingo a la inauguración, pero en lo adelante me abstendré de invitarle a mi casa o hacer algún tipo de negocio con él.

Elena estaba asombrada de que supiese tantos detalles y que hubiese actuado de aquella manera.

—Es usted increíble, doña Graciela —le comentó con cariño—, y no sé qué más decirle…

La dama volvió a sonreír.

—No podría seguir trabajando con alguien como Gabriel, tan deshonesto —contestó con firmeza.

—Sí, pero me ha hablado de Gabriel, pero no de Álvaro, y él es más importante en esa historia que Gabriel —Elena tomó aire—. Usted es su madre y yo no podría vivir aquí, en un espacio que no me corresponde. Graciela, —insistió Elena con una vergüenza que le impedía apenas hablar—, lo mejor es que su hijo y yo estemos lo más lejos posible el uno del otro. En ocasiones, he pensado en regresar a La Habana.

Graciela meditó por unos instantes lo que le diría.

—Elena, jamás hemos hablado tan descarnadamente sobre esto, pero supongo que ha llegado el momento. Mi invitación, en modo alguno pretende facilitarle a Álvaro las cosas contigo, no soy ni pienso ser la alcahueta de mi hijo —sentenció—, y estoy segura de que ambos respetarán esta casa. Mi único interés con esta propuesta que te hice es ayudarte y encontrar, a su vez, una compañía que me sea grata para mis días de soledad.

Elena sentía que sus mejillas le ardían, doña Graciela hablaba de manera muy directa.

—Yo jamás la ofendería en su propia casa —le aseguró, un tanto emocionada—, ni fuera de ella tampoco.

Graciela asintió.

—Lo sé —asintió la anciana—, sé que te has mantenido lejos de mi hijo desde que descubriste que es un hombre casado, pero también sé que lo amas —Elena no lo negó—, y comprendo que él también te ama a ti, y cuando dos personas se aman es imposible que prometan que no estarán juntos.... Esa no es una promesa que yo busque que me hagas, no tengo el derecho de pedirte nada, ni en un sentido ni en el otro. Como madre y como mujer, jamás me inmiscuiré o juzgaré la relación de ustedes, cualquiera que esta llegue a ser en el futuro. Me he abstenido de darle consejos a Álvaro, él está bastante grandecito para necesitarlos o pedírmelos, pero lo que veo frente a mis ojos no me asusta ni me ofende. Comprendo que Julia haya tenido sus criterios y que haya obrado de una manera injusta, pero si temes que yo pueda hacer lo mismo contigo en algún momento y por la misma causa, estás equivocada. Sé que respetarán mi hogar, confío en ambos y, si me preguntas mi opinión —concluyó—, desearía verlos a ambos juntos y felices…

Elena no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas, pero con rapidez se limpió el rostro, mientras que doña Graciela se ponía de pie y acudía a su lado. Elena también se levantó de su silla y le dio un abrazo a la anciana.

—Espero que pronto puedas mudarte conmigo.

Elena, esta vez, dijo que sí.

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