Capítulo 21: La fiesta
Los sentimientos de Elena eran contradictorios y difíciles para ella: estaba convencida de que quería a Álvaro, pero también lo estaba de que esa relación no tendría futuro. Debía alejarse de él lo más posible, ya que sabía que reciprocar su cariño podría llevarlo a seguir adelante con la idea del divorcio y ella no estaba dispuesta a aceptarlo.
Después de haber visto a Blanca esos breves minutos en el Gregorio Marañón, se quedó convencida de que solo una mala persona accedería a aceptar a un hombre separado de una esposa que le necesita. ¿Qué derecho tenía a arruinarle la vida, más de lo que ya estaba? Ella también estaba segura de que él, pasado algún tiempo, tomaría conciencia de lo que había hecho y sus culpas, a la larga, terminarían por destruir la relación de los dos.
No había vuelto a tener noticas suyas, era probable que estuviese enojado, tanto como lo estuvo ella. Ahora, más que enojo sentía un vacío, una frustración y un miedo a que su debilidad le hicieran a Álvaro tomar una decisión en contra de su matrimonio.
El martes y el miércoles acudió al Museo, había adelantado un poco, pero todavía tenía un largo trabajo por delante. En la noche, se vistió con cierta formalidad para acudir a la cena en casa de doña Graciela. Mari Paz le había prestado un vestido de Zara, muy hermoso, color azul turquesa que le quedaba perfecto.
La relación con Julia era en apariencia buena, pero Elena sabía que todavía reinaba un poco de desavenencia entre las dos. Julia, tras su divorcio, había sufrido mucho a pesar de llevarse muy bien con su exesposo; quizás por eso el tema de una separación le era tan delicado y además conocía muy bien a Blanca y sentía pena por ella.
Una vez en casa de Graciela, Elena se preguntó si vería a Álvaro —su madre le había invitado—, pero para su sorpresa no se encontraba allí.
Doña Graciela vestía un impecable conjunto color oro, que le sentaba de maravillas, y una gargantilla. En cuanto vio a Elena se acercó a ella y comenzó a presentarle invitados: algunos galeristas, periodistas, críticos de arte, artistas plásticos, y dos estudiantes de ella que, junto a Elena, tendrían la suerte de exponer en el Palacio de Cristal.
Gabriel estaba allí y no dudó en acercarse a Elena. Ella pensó rehuir su compañía por temor a la reacción de Álvaro, pero él no se encontraba allí y, aunque estuviese, era mejor que perdiera las esperanzas de intentar algo con ella, por lo que no debía sentirse culpable de aceptar las atenciones de Gabriel.
—Estás preciosa —le dijo él, con una sonrisa—, y me alegra mucho verte. ¿Quieres algo para tomar?
—Un tinto, por favor.
Gabriel, diligente, fue a buscarlo, mientras doña Graciela volvía a su lado con una expresión pensativa.
—Me ha llamado Álvaro —le confesó a Elena—, me ha dicho que es probable que no pueda venir.
—¿Sucede algo? —un poco de desconsuelo podía advertirse en su voz ante la noticia, pese a su resolución de apartarse de él.
—Blanca ha estado con fiebre —contestó—, el doctor asegura que no es una infección, solo un problema en la regulación de la temperatura corporal, pero no cree prudente apartarse de su lado. Lo siento… —añadió mirándola a los ojos.
—No tiene por qué —respondió Elena de inmediato—, es su esposa y es su deber. Soy yo quien siente que no pueda estar aquí por usted, pero yo no le esperaba.
Graciela se sorprendió de tamaña respuesta, pero no dijo nada más. La comprendía y sabía que Elena era una mujer de bien, que entre sus aspiraciones no se hallaba la de convertirse en amante de su hijo.
Cuando Graciela se marchó, Elena se quedó pensando en lo sucedido. Así sería su vida si aceptaba a Álvaro: llena de momentos en los que debería compartirlo, renunciar a él y resignarse a estar sola… Y si se divorciaba, la culpa no le abandonaría nunca…
Gabriel regresó a su lado con la copa de vino y Elena se esforzó en conversar con él, a pesar de que no tenía mucho ánimo. A su mente venían las sensaciones que había experimentado con Álvaro en Barcelona, cerraba los ojos y podía sentirlo sobre su cuerpo y ello le provocaba una fuerte oleada de calor.
Quizás fuera el vino, o quizás fuese ese recuerdo tan fuerte que le acompañaba.
Doña Graciela había optado por contratar un servicio de cáterin y todo estaba dispuesto para que los invitados se sirvieran ellos mismos. Gabriel, solícito, le llevó algunos canapés de jamón serrano y salmón, pero Elena no tenía mucha hambre.
Cerca de las doce, consideró irse e iba a despedirse de Graciela cuando Gabriel le interceptó:
—Pienso que hoy es el momento oportuno para que me acompañes a tomar una copa fuera de aquí, ¿te apuntas?
—Hemos compartido varias copas ya —le recordó ella—, es mejor en otra ocasión.
—Tengo una deuda contigo, ¿la has olvidado? —insistió Gabriel.
—¿Y qué deuda es esa?
—Regalarte uno de mis mejores momentos —murmuró él—. ¿Quieres ir a bailar?
Elena se negó varias veces, pero Gabriel fue tan persuasivo, que finalmente accedió.
—Iré a despedirme de doña Graciela —le respondió.
—Yo te alcanzo, voy un instante al sanitario.
Elena se encaminó hacia el salón principal en búsqueda de la anfitriona, pero para su sorpresa se la encontró en compañía de Álvaro, que parecía acabado de llegar. Elena sintió que el corazón le daba un vuelco: jamás le había visto de traje, por lo que lucía muy apuesto.
—Hola —le dijo Álvaro en cuanto la vio, aliviado de encontrarla—. Recién llego y te estaba buscando.
—Ya me marchaba —explicó mirando a Graciela—, venía a despedirme y a agradecerle por la hermosa velada.
—No tienes que agradecerme, me alegra que la hayas pasado bien —Graciela le dio par de besos—. Nos veremos pronto, querida. Les dejo a solas para que hablen con más comodidad.
La anciana, a sus casi ochenta años, era muy perspicaz e incluso sabía cuándo sobraba en su propia casa.
—Perdóname —le pidió Álvaro a Elena en cuanto su madre se marchó—, sé que actué mal contigo y que no debí presentarme en casa de Julia así. Te he expuesto y eso no es correcto, pero me desespera perderte… —le confesó con voz grave.
—Nos hemos perdido el uno al otro hace tiempo —le respondió Elena con tristeza—, nos perdimos en Barcelona o, quizás, no debimos habernos encontrado nunca.
Álvaro se quedó atónito ante su dureza.
—No me digas eso —prosiguió él—, he venido en cuanto me fue posible.
—¿Y tu esposa? —ella le miró a los ojos.
—Ya está bien, no tiene fiebre y está dormida, sola, como es su costumbre y su deseo desde hace muchos años.
Elena sintió que su corazón se agitaba, una vez más. Él había ido a verla lo antes posible y se había disculpado. ¡No podía negar que lo quería!
Iba a responderle cuando Gabriel se colocó a su lado.
—He venido por ti, ¿nos vamos?
Al percatarse de que Álvaro estaba allí, le saludó.
—Él es el hijo de doña Graciela —le explicó Elena, cohibida ante aquel enfrentamiento.
—Un placer —masculló Álvaro, mientras le estrechaba la mano a su oponente.
—Yo soy el Curador de la exposición de su madre —dijo Gabriel, orgulloso—, creo que no nos habían presentado antes —luego, mirando a Elena a los ojos repitió: ¿Nos vamos?
—Yo también me marcho ya —interrumpió Álvaro, molesto e inquieto—, si quieres puedo llevarte hasta tu casa, Elena…
Ella no sabía qué responder, pero Gabriel fue más rápido y contestó de inmediato:
—Elena ha aceptado mi invitación y nos vamos a bailar. Estas recepciones son agradables la primera media hora, luego se vuelven un tanto tediosas y necesitamos un poco de diversión, ¿no es cierto?
Elena sentía un nudo en la garganta y la expresión en los ojos de Álvaro no se lo ponía fácil. Pensó en Julia y en la promesa que le había hecho, pensó en sus propios criterios y principios, y finalmente ellos hablaron más alto que el deseo y el amor que sentía por Álvaro.
—Buenas noches, Álvaro —se despidió.
Gabriel la tomó del brazo y salieron juntos de la casa de Graciela.
Álvaro no tuvo más remedio que callar, en silencio, toda su frustración. Había hecho un esfuerzo por presentarse en aquella casa para verle, pero Elena no lo había tomado en cuenta y a la primera oportunidad, se había ido con otro hombre.
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