Capítulo 19: Un nuevo conocido
Aquella tarde la conversación se tornó tan seria que no hicieron nada más. Álvaro quería invitar a Elena a cenar, pero no se atrevió. A medida que hablaban de su situación, Elena se iba sintiendo cada vez más triste. Admitió, en cambio, que Álvaro luchara por ella o al menos intentara hacerla feliz de alguna forma, pero no acordaron nada más. Se marcharon de El Retiro con más incógnitas acerca del futuro que certezas, la única y quizás la más importante era que se querían, así que a Álvaro le bastó con eso por el momento.
Álvaro llevó a Elena hasta su casa y ella se bajó del coche. No le dio un beso, estaba demasiado ofuscada todavía, a pesar de que él tenía más claro lo que quería para su futuro. Nadie de la familia la vio llegar en el coche, así que al menos obvió tener que dar explicaciones.
El domingo Álvaro le pasó un mensaje desde casa de su madre, invitándole a ir, pero ella lo rechazó. No quería interferir en el tiempo que le dedicaba a su madre y sentía pena de acudir a un llamado de él frente a doña Graciela. Ella creía que la dama, por muy amable que se hubiese mostrado con ella y hasta comprensiva, se merecía respeto.
El lunes se pasó varias horas en el Museo del Prado, trabajó arduamente y dejó la obra allí, solo se marchaba con una pequeña maletica con los utensilios. El trabajo era agradable, pero también requería de mucha concentración ya que por la sala pasaban muchas personas y todas ellas mostraban curiosidad por la obra que estaba pintando, haciéndole preguntas y consideraciones.
Cuando se marchó, se dirigió a casa de doña Graciela, que estaba cerca de allí. Habían quedado en hablar de la cena del miércoles y de otras cosas de trabajo, por lo que se fue caminando hasta allí. Para su sorpresa, doña Graciela no estaba sola, a su lado se encontraba un hombre de más de treinta años, pelirrojo y de unos ojos azules muy llamativos. Llevaba un impecable traje de color azul cortado a la medida.
—Por favor, querida, pasa —la dama le hizo entrar al consabido salón donde habían compartido en las dos ocasiones anteriores—, este joven es Gabriel Marín, el Curador de la exposición. Ella es la artista de la que tanto te he hablado —añadió dirigiéndose al joven—, es Elena Menéndez.
El hombre le dio par de besos y la saludó con amabilidad.
—Recién hablábamos de usted —le dijo a Elena—, he visto las pinturas que va a exponer y ya tengo varias ideas para la organización de la exposición. Me ha gustado mucho su trabajo.
—Muchas gracias —contestó ella mientras se sentaban.
—El miércoles en la noche le traeré la idea para la exposición. He visto las pinturas de la señorita Menéndez y me parecería interesante comenzar con la marina, luego con una de sus propias marinas, doña Graciela, añadiendo dos perspectivas: la de la novel artista y su visión académica. Así iremos escalonando obras afines entre sus discípulos y usted, algo así como un contrapunteo entre los estudiantes y el maestro, según las obras que permitan establecer ese correlato.
—Me parece bien —sonrió la anciana—, tú eres el especialista, querido Gabriel y me pongo en tus manos. ¿Quieres añadir algo, Elena?
La aludida negó con la cabeza.
—Me parece muy interesante el montaje y su concepción —se limitó a comentar—, confío en ambos, apenas tengo experiencia en esta área. Hice par de exposiciones en La Habana, pero fueron mucho más sencillas.
—¿Eres de La Habana? —le preguntó con interés Gabriel.
—Así es, vine por una beca de restauración en la Complutense que ya he terminado y me he quedado un tiempo más.
—Ah, ya —contestó un poco cortante Gabriel—, es lógico. No será ni la primer ni la última emigrante, pero entiendo sus motivos. ¿Ya se le ha vencido la visa?
—Gabriel —le interrumpió doña Graciela—, me parece que tu comentario y tu pregunta están un poco fuera de lugar, ¿no crees?
—Perdóname —contestó el aludido—, le aseguro que no fue mi intención ser grosero. Tengo algunos amigos cubanos y me preguntaba la situación migratoria de Elena con vistas a la exposición y al Museo. No quiero que mi pregunta sonara impertinente, pero solo me movía un interés meramente institucional.
—No tengo inconveniente en responderle —continuó Elena—, soy ciudadana española. Mi abuela materna lo era, viajó a Cuba siendo muy pequeña. Luego, gracias a la Ley de la Memoria Histórica, mi mamá y yo iniciamos los trámites en la Embajada de España en Cuba y obtuvimos la nacionalidad española. Puede comprobarlo en mi pasaporte, si así le parece.
—Ya ves, Gabriel —continuó doña Graciela con una sonrisa—, todo está aclarado y no existe ninguna irregularidad.
—Me disculpo una vez más por mi pregunta —reiteró él, mirando esta vez a Elena a los ojos—, incluso me declaraba voluntario a casarme con tan bella artista si con ello se solucionaba cualquier irregularidad existente. Le aseguro que no sería sacrificio alguno…
Elena se ruborizó y no pudo evitar sonreír. El tal Gabriel no parecía mala persona, quizás tan solo hizo un comentario desafortunado.
Al cabo de un rato, los dos se despidieron y dejaron a la anciana en su hogar, no se volverían a ver los tres hasta la cena del miércoles por la noche. Elena y Gabriel tomaron el ascensor juntos, él llevaba un perfume que resultaba ser de lo más envolvente… Se giró hacia ella y le sonrió.
—Espero que me hayas perdonado por lo de hace un rato, ¿verdad? Me disculpo una vez más…
—No hay problema, —le aseguró ella—, todo está bien. Tenías una duda y te la he aclarado, es todo.
—Sin embargo, me parece que continúas molesta… Yo en tu lugar no perdonaría a un tipo tan cretino así de fácil…
Elena se echó a reír.
—¡Bravo! —exclamó él—. ¡He logrado lo que quería!
—¿Y qué es eso? —preguntó ella mientras alzaba su rostro para ver sus enormes ojos azules.
—Verte sonreír —contestó—. Tienes una sonrisa increíble…
—Gracias —ella volvía a sentir que se ponía nerviosa con él y aquel franco coqueteo.
—¿Sigues disgustada? —insistió.
—No lo estoy.
El ascensor se abrió y salieron a la planta baja.
—Solo te creeré si aceptas tomarte una copa conmigo. Hay un lugar cerca que es excelente.
Elena dudó. Ella no tenía compromiso alguno con Álvaro, pero sintió que le debía fidelidad. Era extraño pensar eso de un hombre que estaba casado, aunque tuviese un matrimonio tan penoso.
—Lo siento, no creo que sea buena idea.
—¿Tienes novio acaso? Debí haberlo imaginado…
—No tengo —respondió—, pero debo llegar a casa lo antes posible.
—¿Vienes en tu coche?
—No, pero puedo tomar un…
—¡Tonterías! —exclamó él—. Yo te llevo,¿hacia dónde vas?
—Hacia Carabanchel, pero por favor, yo puedo irme en el metro sin dificultad.
—¡Insisto! Es lo mínimo que puedo hacer por ti luego de haber hecho el ridículo allá arriba.
—No hiciste el ridículo, pero tampoco fue tu mejor momento, estoy segura —agregó ella con otra sonrisa.
—Entonces, te debo el mejor de mis momentos y, te aseguro, que cumplo mis promesas.
Gabriel le abrió la puerta de su coche, un hermoso Peugeot azul. Elena se sentó dentro, sin percatarse de que unos metros más atrás, Álvaro había sido testigo de cómo ella le sonreía y se marchaba en el coche de un hombre desconocido.
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