Capítulo 18: Confesiones en El Retiro

La comida con doña Graciela resultó ser muy agradable, la dama fue la que más habló: sobre su trabajo, su casa, sus hijos... Álvaro nada más tenía ojos para Elena y ella, a pesar de disfrutar del tiempo compartido, estaba nerviosa por lo que podría suceder después.

Luego de comer, Álvaro se ofreció para llevar a Elena hasta a su casa, y la aludida no se atrevió a poner ninguna excusa. La propia doña Graciela estaba conforme con ello, le parecía de lo más natural.

—No olvides el estuche de óleos —le recordó—, los vas a necesitar.

—Por supuesto, el lunes comienzo en El Prado. Muchas gracias por todo lo que ha hecho por mí...

—Felicitaciones, —comentó Álvaro—, ese detalle sobre El Prado no lo sabía, pero me alegra mucho que te hayan autorizado a hacer la copia por fin.

Elena tomó la caja de madera con los óleos, se despidió de doña Graciela y acordaron verse antes de la cena del miércoles para ajustar algunos detalles.

Unos minutos más tarde, desaparecía con Álvaro en el ascensor y salían del edificio. Ella reconoció al Audi de color negro, aparcado unos metros más adelante, pero para su sorpresa, Álvaro no tenía intención de poner el coche en marcha. Se acercaron únicamente para guardar los óleos, pero de inmediato él le hizo partícipe de sus intenciones.

—¿Te apetece dar una vuelta por El Retiro? —le preguntó—. La tarde es muy agradable, y estamos muy cerca.

Fueron andando hasta una de las entradas laterales del parque, el pulmón verde de la ciudad, como lo puede ser Hyde Park en Londres o Central Park para Nueva York. Caminaban uno al lado del otro, sin tomarse de las manos, pero cada uno de ellos estaba nervioso. Quizás esa era la causa por la cual Álvaro había optado por seleccionar un lugar al aire libre: tenía miedo de que Elena saliera corriendo si la llevaba a otro sitio.

El Retiro era un lugar precioso, caminaron sin rumbo fijo, tomaron por la calle Cuba casualmente, y luego se sentaron en un banco bajo la sobra de los árboles. Estaban solos, ya que el parque era bastante grande y habían rehuido las zonas más concurridas como el Palacio de Cristal o el gran estanque lleno de botes.

Álvaro se volteó hacia Elena, la miraba a los ojos sin decirle nada. Luego levantó su mano y le acarició la mejilla, pasó su dedo índice por sus párpados, hasta llegar a sus labios... Al ver que ella temblaba con ese contacto, bajó la mano y se aclaró la garganta.

—Nos debemos una conversación sincera, una conversación que se quedó inconclusa la noche en la que te dejé en Barcelona.

Elena no quería que le recordaba esa noche. Estuvieron a punto de hacer el amor, ella había estado vulnerable en sus brazos y pensar en lo que pudo haber sucedido, le estremecía.

—No es necesario una conversación; hablar de ese día me entristece —confesó—, y después de haberte visto en el hospital me hago cierta idea de cuál es tu situación y de que no está en nuestras manos encontrar una solución al respecto.

Él no se esperaba una respuesta tan tajante, pero no se amilanó.

—No puedes imaginarte cómo es, —le contestó—, y tampoco quiero que me tengas lástima.

Elena levantó los ojos y se encontró con los suyos, tan grises, tan profundos, tan inalcanzables...

—Vivo con Julia, la neuróloga que atiende a su esposa, y conozco lo suficiente sobre la realidad de ambos.

—Sí, mi madre me lo mencionó. ¡Qué coincidencias más grandes o que ironía del destino! La madre de la doctora Julia es alumna de mi madre y por ella la conociste. Nos vimos aquel día en el Gregorio Marañón porque vives con la neuróloga y con su familia... Jamás me hubiese esperado esto.

—Las coincidencias son así —concordó.

Álvaro le tomó la mano.

—Siento mucho que no haya podido saludarte ese día en el hospital; iba a hacerlo, pero no me salían las palabras y luego comprendí que preferías pasar inadvertida.

—Para mí fue muy difícil —confesó, la voz la tenía distinta.

—Elena, lo siento tanto...

Álvaro le dio un abrazo y ella lo permitió. Colocó su cabeza sobre su hombro y se sintió por primera vez en muchos días de desconcierto, reconfortada por tenerlo allí.

—Pienso que el destino nos está dando una segunda oportunidad —se atrevió a decirle él—. Juro que no te hubiese buscado más, como me lo pediste, de no ser por esta maravillosa causalidad. No hubiese hecho nada más, hasta que me llamó mi madre y me habló de ti. Me dijo que te había conocido, que estuviste en la casa, que irías al día siguiente, ¿se suponía que siguiera ajeno a ti, sin procurarte cuando estabas en casa de mi madre?

Ella se alejó de él un poco.

—Lo lamento, jamás hubiese invadido tu espacio, tu familia, de haber sabido antes que doña Graciela era tu madre. Nunca me mencionaste su nombre ni me dijiste que era una artista con tanta notoriedad. Fue al estar allí y ver una fotografía con sus hijos que todo comenzó... Te vi de niño y hubo algo en mi interior que me hizo despertar, como si te reconociera. Luego tu madre mencionó que eras arquitecto y entonces no pude dejar de indagar. ¡Tenía que saber!

—Y estoy feliz de que hayas indagado, de que conozcas a mi madre, de que hayan comenzado esta amistad...

—¿Sabe tu madre algo de nosotros? —se atrevió a preguntarle—. Esta mañana me ha hecho par de comentarios, dice que le contaste cómo nos conocimos, pero he tenido la sensación de que sospecha que...

Álvaro asintió.

—Solo le narré las circunstancias en la que nos vimos la primera vez y luego que me encargué de pasearte por la ciudad y que te llevé a casa de Ali. Lo demás, ella lo debe suponer... Es vieja, pero muy inteligente y, en cierta forma, entiende lo que pudo habernos sucedido a los dos sin necesidad de condenarnos.

—Pero yo me condeno a mí misma... —confesó Elena emocionada—. Y eso que no... —se interrumpió.

Él le recordó esa noche, la noche en la que estuvo encima de ella, pensando que le haría suya.

—Por favor, —le rogó, mientras volvía a tomar sus manos—, te pido que no te recrimines por nada. En todo caso soy yo el único culpable de no haberte dicho la verdad a tiempo, aunque últimamente siento que no debo sentirme así.

Elena lo observaba en silencio.

—Cuando piensas en una infidelidad —prosiguió Álvaro—, ¿en qué piensas?

Elena se quedó unos minutos en silencio.

—En un matrimonio o una relación estable en la que uno de ellos o a veces los dos, se involucra con otra persona.

—Exacto —respondió él—, pero eso supone que se trate de un matrimonio normal, un matrimonio que, aunque esté pasando por un momento de crisis, tenga una vida en común, tenga una intimidad y una posibilidad de arreglar las cosas. Por eso una infidelidad duele tanto, porque la parte traicionada piensa que el infiel debió pensar más en lo que tenían, debió respetar la relación, debió haber solucionado lo que estaba mal antes de buscar una salida fácil.

—Entiendo lo que me quieres decir.

—Técnicamente, yo estaría engañando a mi esposa si me involucrara contigo —le respondió—, lo que sucede es que hace años que yo no tengo una esposa y no estoy hablando solo de sexo.

Elena lo miró a los ojos.

—¿Has engañado a tu esposa alguna vez?

—Dos veces —confesó sin dudar el ser abierto con ella—, pero fue solo sexo. Hacía un año del accidente, y Blanca estaba muy deprimida: no hablaba, apenas comía y yo me sentía devastado, así que no sabía qué más hacer... Eso sucedió una noche, sin ser planeado, y me sentí vacío... Fue tan mecánico y a la vez tan carente de significación que me sentí peor cuando todo terminó y, además, con un buen cargo de consciencia. Luego lo intenté una segunda vez, con una mujer distinta y las circunstancias fueron parecidas así que no me he involucrado con nadie más, hasta que te conocí. La noche en la que nos besamos por primera vez pudimos haber hecho el amor —le confesó—, pero yo me detuve por el miedo de hacernos daño a los dos. Estuve desaparecido la mañana siguiente pensando, hablé con Ali, medité mucho y entonces me di cuenta de que estaba tan asustado porque no me había vuelto a sentir así por otra mujer en diez años. Lo nuestro podía ser distinto, ya lo era, y me moría de miedo. Ya ves, soy cobarde en ese sentido.

Elena no sabía qué decirle. Sin proponérselo le había hecho la más estremecedora declaración de amor. Un par de lágrimas brotaron de sus ojos, pero ella las limpió al instante, no quería que se percatara de que estaba llorando.

—Álvaro, yo también te quiero —le confesó—, te quiero tanto...

Él no se esperaba que se lo dijera, así que se acercó a ella y la besó... La besó en los labios, un beso intenso y fuerte, que les hizo recordar Barcelona y borró por unos segundos la sombra de cualquier pesar.

—Te quiero —repitió Elena cuando terminaron de besarse—, pero sé que esto es imposible. Yo no me lo perdonaría ni tú tampoco.

—Yo también te quiero —le contestó—, pero a riesgo de parecer un egoísta contigo, no me ve voy a dar por vencido, más sabiendo lo que tú sientes por mí.

—No puedes abandonar a Blanca... —le insistió.

—Más bien, ella me ha abandonado a mí, hasta cierto punto.

—¿Qué quieres decir? No te entiendo...

—Siempre estuve muy enamorado de ella —le confesó—, lo estábamos cuando sucedió el accidente y lo he seguido estando después, hasta que poco a poco ese sentimiento ha cambiado sin darme cuenta, a causa de las circunstancias. Recuerdo bien el día que chocamos, yo manejaba y sé que no fui responsable, pero un coche se saltó la luz roja, y nos cambió la vida para siempre. El primer año fue muy difícil, Blanca dejó de ser ella y yo me volví loco tratando de recuperarla, si al menos no su cuerpo que estaba inhabilitado, sí su espíritu, su alma... Después de ese primer año y de mis infidelidades, me di a la tarea de esforzarme más y más. Fuimos al extranjero a hacer algunos tratamientos, los dos confiábamos y Blanca volvió a ser ella por algún tiempo, a pesar de que no hubo verdaderas mejorías. Cuando amas a una persona no importa que no pueda caminar, basta con hablar, con darse un beso o con compartir una película, esas pequeñas cosas a mí me bastaban, porque la tenía a ella de alguna manera.

—¿Qué sucedió después? —Elena estaba triste al escucharle.

—Luego de par de años volvió la depresión, y cada vez ha sido mayor. Son pocos los momentos de mejoría y hace tres años que está sumamente deprimida. No hay nada que yo pueda hacer para sacarla de ese estado. Hablo con ella, pero muchas veces ni siquiera me responde. No le interesa compartir nada, ni recibir a la familia o a los amigos... A veces le obligo a distraerse, me siento junto a ella y pongo alguna comedia, algo que le alegre, pero su expresión es desalentadora y en vez de reír, llora en silencio... —a Álvaro se le quebraba la voz—. Ya no sé qué más hacer —prosiguió—. Sigo en la casa, trato de ser el mismo con ella, no le he abandonado nunca, pero no reacciona. La última conversación que sostuvo conmigo que duró más de diez minutos, fue para hablarme de eutanasia.

—¡Dios mío! —exclamó Elena—. Eso es terrible...

—Lo es —contestó él—. Yo jamás accedería a algo así, que además es un delito, pero me pongo en su lugar y la entiendo. Después de eso yo necesitaba un poco de aire fresco, así que me tomé unas pequeñas vacaciones y me fui a Barcelona... Entonces te conocí y me recordaste qué es sentirse vivo otra vez, no en esta especie de letargo en el que estaba sumido. Me cambiaste en tres días, así que no puedo permitirme dejarte ir.

—Cuando estábamos en casa de Ali y tu sobrino creyó que era su tía, —recordó Elena—, ¿fue porque pensó que yo era Blanca?

Álvaro asintió.

—La vio una sola vez, cuando era más pequeño. La última vez que ellos estuvieron en Madrid Blanca no quiso ver a nadie, así es que Sebas solo tenía un nebuloso recuerdo de una mujer en silla de ruedas. Por eso, cuando te vio a ti con una silla al lado y que no podías caminar, creyó que eran la misma persona.

—Ahora comprendo por qué Ali y tú tenían expresiones tan severas.

—¡Jamás pensamos que Sebas diría algo así! Sin embargo, es un niño y no se percató de lo que hacía. Y, cuando estabas viendo Jane Eyre —continuó—, sentí como un balde de agua fría, recordándome que mi realidad era bien distinta a la que fingía tener en Barcelona.

—Y esa realidad no ha cambiado —apuntó Elena—, y no podemos hacer nada.

Álvaro se sentía desalentado, pero no iba a desistir, más ahora que la tenía tan cerca, que la había besado una vez más, que sabía que ella le quería...

—Voy a luchar por ti —le prometió—, quiero demostrarte que podemos intentarlo y que puede funcionar.

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