Capítulo 17: La pintura

El corazón de Elena comenzó a latir aprisa cuando supo que Álvaro estaba allí… No pensó verlo aquella tarde, pero era sábado y hasta cierto punto era natural que fuese a visitar a su madre. ¿Le habría dicho doña Graciela que ella iría a verle? Era de esperar que sí, no confiaba tanto en las coincidencias…

Elena miró a doña Graciela a los ojos, pero no podía pedirle que no recibiera a su hijo y, por otra parte, ¿era ella tan incivilizada de no poder mantener una conversación con él?

—Doña Graciela, yo me retiro ya —repuso Elena antes de que la dama le contestara a su empleada sobre hacer pasar o no a su hijo—. Me gustará saludar a Álvaro, pero luego debo marcharme y, además, no quisiera interrumpir su visita.

La dama sonrió, con condescendencia. Entendía la alteración de la joven, pero no iba a permitir que se marchara.

—No digas tonterías, Elena; no interrumpes en lo más mínimo e insisto en que te quedes a comer. Estoy segura de que Álvaro no ha venido solo a verme a mí… —luego desvió la mirada hacia su empleada—. Por favor, pídele a Álvaro que pase de inmediato.

Él entró al salón, vestía una camisa blanca y un jean. Elena se fijó en él… Más bien, no podía apartar su mirada de él: sus ojos grises, su pelo castaño con algunas hebras de plata, aquella expresión en los labios que era un intento de sonrisa… ¿Acaso estaría nervioso? Debía estarlo, ella lo estaba…

Álvaro se acercó a su madre, le dio un abrazo y dos besos, después fue hasta a Elena y le dio dos besos también, como debía ser.

—Hola, me alegra verte —su voz era profunda.

Ella quería decirle que también se alegraba, pero no podía hablar. Tuvo que transcurrir algo de tiempo para que volviese a ser dueña de sí misma.

Álvaro se había sentado en uno de los butacones y Elena continuaba junto a doña Graciela en el diván. La empleada entró con unos jugos y unas galletas de almendra.

—No me habías dicho que vendrías hoy —comentó Graciela en voz alta—, por lo general acostumbras a visitarme los domingos.

Álvaro sonrió, su madre era muy directa.

—Vendré mañana a verte también —le respondió su hijo—, pero tenía interés en saludar a Elena, no hemos hablado mucho en los últimos tiempos…

Esta última frase fue dicha con dificultad, mientras la miraba al fondo de sus ojos oscuros. Ella continuó sin responder, con el vaso de jugo en las manos, sosteniéndole la mirada.

—Ha sido una gran casualidad que se conozcan —repuso la dama—. Como te comenté, ya tenía referencias de Elena y sabía de su talento, pero no pude verla antes porque estaba en Barcelona y después de reposo por un esguince.

—Me alegra advertir que ya no llevas la férula y que puedes andar bien —le dijo él.

—El ortopédico me la retiró el último día que nos vimos —contestó con aplomo—, consideró que no era necesaria la fisioterapia, aunque debo tener cuidado.

La mención a aquel encuentro ensombreció un tanto a Álvaro, al recordar que acompañaba a su esposa y que no pudo hablar con Elena por ese motivo.

—El miércoles daré una cena en casa, con los otros colegas que expondrán en el Palacio de Cristal —prosiguió Graciela, para distender el ambiente—, también estará presente el Curador de la exposición, por lo que espero que puedas venir, Elena. Tú también estás invitado —le comentó a su hijo—, siéntete libre de venir o no.

—Será un placer para mí —respondió Elena.

Álvaro no se comprometió, en cambio se quedó observando un grupo de cuadros apilados contra la pared. Estaban al revés, por lo cual no podía mirarlos, pero se preguntó si serían los cuadros de Elena.

—¿Esas pinturas son tuyas?

—Así es, —respondió Graciela—, algunas las colocaré en galerías, otras se expondrán junto a las mías en el Palacio de Cristal.

—¿Puedo verlas? —le preguntó a la artista.

—Es mejor que no… —estaba avergonzada.

Álvaro se rio en sus narices.

—Cientos de personas irán a la exposición y otras tantas a las galerías y, ¿no me permites mirarlos?

La anciana se puso de pie con una sonrisa.

—Iré a ver si demora la comida y así solucionan sus desavenencias…

Elena no deseaba que Álvaro viese el cuadro de puerto de Barcelona. Si su madre había reconocido al barco, Álvaro lo haría con mucha más facilidad y, ¿qué pensaría de esa pintura?

Él se levantó de su asiento y se colocó junto a Elena en el diván, donde unos instantes antes estuvo su madre. Ella le miraba en silencio, sentía muchas emociones por tenerlo tan cerca, por haberlo visto otra vez… El corazón quería salírsele del pecho.

—¿No me vas a permitir ver tus pinturas? —le preguntó él, con la voz queda, mientras con un dedo le recorría su nariz.

Aquel simple gesto se sintió como una descarga eléctrica y se estremeció. Ya fuese por apartarlo de su lado o porque no tenía una verdadera razón para negarse, Elena le permitió ver las pinturas.

Álvaro entonces se encaminó hacia la esquina del salón donde estaban los cuadros, fue mirando uno a uno: un retrato de una niña en un parque, una campiña cubana, un paisaje de Toledo, una playa valenciana al estilo Sorolla y, por último, una imagen que le resultaba familiar… Sintió el olor de la pintura de aceite, apreció el brillo de una obra recién concluida y la levantó a la altura de sus hombros para apreciarle mejor.

Predominaba el azul del mar, pero había utilizado ocres y rojizos para el crepúsculo… Varios barcos se observaban a cierta distancia, con sus velas plegadas y sus mástiles alzándose sobre el cielo de la tarde. En el casco de uno de ellos, podían apreciarse unas diminutas letras blancas que, para una vista aguzada, no pasarían desapercibidas. La palabra escrita era “Destino”.

Elena estaba muy nerviosa, cuando él la miró, tenía una expresión que denotaba que una lucha interna se estaba librando dentro de él. Se acercó de vuelta al sofá, se colocó muy cerca de ella y le tomó una mano…

—¡Es mi barco! —le dijo, estrechándole su palma.

—Sí… —ella le miraba a los ojos—. Es el destino, ¿no? Por eso no quería que lo vieras…

Álvaro le enmarcó el rostro con las manos.

—¿Y por qué no? Si es precioso…

—Es triste —le recordó ella—, es triste…

Álvaro negó con la cabeza.

—Hoy te vas conmigo de aquí, —le dijo con una certeza que le asustó—, y no voy a aceptar un no por respuesta.

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