Capítulo 16: Doña Graciela

Elena no quiso compartir en casa que doña Graciela era la madre de Álvaro, se sentía incómoda hablando de él y no quería que ni Julia ni Mari Paz creyeran que se acercaba a la dama por hacerlo también al hijo. Todo lo contrario. Conocer que ella era la madre de Álvaro había añadido un poco de temor a sus encuentros con Graciela y cierta reserva de aceptar su ayuda, sabiendo que Álvaro podría estar muy próximo.

Sin embargo, no podía sentirse mal ni perder la oportunidad que tenía delante. Álvaro había seguido con su vida y ella necesitaba hacer otro tanto con la suya. Por coincidencias inexplicables, su camino se había cruzado con el de Graciela Maura y de ella podría aprender mucho del mundo del arte.

Elena le pidió a Julia que le llevara en el coche hasta el edificio de Graciela; atrás en el auto llevaba algunas de sus pinturas, incluyendo la de Barcelona que recién había terminado. Todavía olía un poco a aceite, pero le gustaba mucho y le había quedado muy bien. El conserje le ayudó a colocar sus cuadros en el ascensor, ella se despidió de Julia y subió al último piso. Ya la anciana le estaba esperando, con entusiasmo. Al parecer, estaba un poco sola: su hija y nieto a seiscientos kilómetros y su hijo hecho cargo de su esposa, que tanto dependía de él.

Graciela pidió que le colocaran las pinturas en el mismo salón donde habían compartido en la víspera. Los revisó uno a uno —eran cinco—, de manera concienzuda, mientras Elena esperaba, de pie, el veredicto en silencio.

—Me gustan mucho —confesó después—, te reitero que tienes talento, pero en la vida también hace falta tener suerte. Por eso es que quiero darte la oportunidad de exponer en el Palacio de Cristal. Mi nombre es muy conocido, pero es momento de que el tuyo también comience a conocerse, Elena.

—Le repito que no tengo cómo agradecerle la ayuda que me está prestando.

—Es un placer y un deber —dijo mirándola a los ojos—. Mis hijos, los dos, me han hablado maravillas de ti, así que me siento cada vez más en el deber de ayudarte.

Al escuchar aquello Elena se ruborizó. Así que había cumplido con lo dicho y había hablado con sus hijos…

—Ambos son magníficas personas —contestó Elena, sin saber bien qué decir—, a pesar de que no nos conocimos mucho.

La dama la invitó a sentar y se acomodaron juntas, esta vez en el diván.

—Álvaro se quedó asombrado cuando le narré nuestro encuentro de ayer y que nos conocimos por casualidad. Es increíble que, mientras estaban ambos en Barcelona, Concha se me aparecía en clase con una de tus pinturas para interceder por ti… Ya ves, la ciudad es pequeña, después de todo.

Elena sentía su corazón acelerado cuando le hablaba de Álvaro. ¿Acaso él había sido capaz de sincerarse con su madre?

—De las pinturas que he visto la que más me ha gustado es la marina —le confesó Graciela—, y creo reconocer en ella no solo al puerto de Barcelona sino en la distancia, al barco de mi hijo.

Elena no se esperaba que la anciana fuera tan avispada y se percatara de ese detalle. Había pintado el puerto, había concebido a los barcos atracados a cierta distancia, y había pintado a “Destino” pero como uno más. Solo alguien conocedor de él podría haberse percatado. Al parecer, doña Graciela era muy inteligente y lo había observado con detenimiento.

Elena asintió, un tanto ofuscada ante el comentario hecho.

—Fue en el puerto de Barcelona donde tuve el accidente, me torcí un tobillo.

—En el barco de mi hijo —la anciana la miraba a los ojos—. Él me lo contó…

Elena bajó la cabeza, estaba avergonzada.

—No tienes por qué sentirte nerviosa —ella le tomó una mano—, no me siento en posición alguna de censurar tu amistad con mi hijo. Sin embargo, soy vieja ya y he vivido mucho, y la manera en la que habló Álvaro de ti me dio un indicio del cual tiré hasta que él me confesó cómo se habían conocido. Álvaro me ha pedido que te ayude en lo que me sea posible y, aunque eso era algo que ya pensaba a hacer, no suelo desatender las peticiones de un hijo tan querido. Pocas veces él intercede por alguien y me ha encantado que lo haya hecho por ti.

—Les agradezco a ambos, pero es más de lo que me merezco —contestó.

Elena estaba visiblemente incómoda.

—Elena, no tienes por qué asustarte —prosiguió Graciela—. Recuerda que me conociste por doña Concha y no por Álvaro, así que olvida lo que te he dicho respecto a él, me parece que he hablado más de la cuenta.

—No se preocupe, discúlpeme a mí si no he sabido reciprocar su gentileza, usted ha sido muy amable y su hijo también.

—Él te aprecia mucho… —insinuó Graciela.

—Yo a él también —contestó levantando la mirada—, pero apenas nos conocimos unos días y no le he vuelto a ver desde que, por casualidad, enfermó su esposa. No sé si sabe que la neuróloga que la ha atendido es la hija de doña Concha.

—¡No lo sabía! —exclamó Graciela—. ¡Siguen las coincidencias!

—Así es, nos percatamos cuando nos encontramos en el hospital, no nos veíamos desde Barcelona y no intercambiamos palabras.

—Entiendo… —Graciela se quedó reflexiva—, la situación no era propicia.

Elena asintió.

—Yo quiero mucho a Blanca —le confió Graciela—, y voy a verla cuando me es posible, aunque ella con el tiempo ha rehusado recibir muchas visitas, incluso de su familia. Está muy deprimida y es de esperarse, en su situación, que sea así —Graciela estaba triste en verdad—.
Álvaro ha hecho de todo por ayudarla, ha sido el único que la ha mantenido con ciertos deseos de vivir, aunque esos deseos han menguado en los últimos años.

—Debe ser una situación terrible y siento mucha pena por ella, por ambos…

—Sé que eres una buena persona —le contestó Graciela mirándola con detenimiento—, pero las circunstancias a veces son muy difíciles. Como madre quisiera otro presente y otro futuro para mi hijo, me gustaría verle feliz, formando una familia pero, por otra parte, también siento pena de Blanca y sé que Álvaro es un sostén para ella.

—Sin conocerlos mucho, yo también lo juzgué así.

—Quiero que la pintura del puerto de Barcelona la expongas en el Palacio de Cristal —afirmó Graciela, cambiando de tema—. Te pediría que me dejaras el resto, puedo hablar con varios galeristas, si estás de acuerdo por supuesto, para irlas ubicando y que comiencen a visibilizarse.

—Se lo agradecería mucho, —le respondió—, recién he concluido mi beca de restauración en la Complutense y con ella la subvención del gobierno. He ahorrado algo de dinero pues en casa de doña Concha tengo pocos gastos, pero de ahora en lo adelante debo apañármelas con mi creación artística o buscarme un empleo que compense la pérdida de esa entrada de dinero. Es por eso que le estoy muy agradecida si pudiera ayudarme a colocar mis obras.

—Por supuesto, querida —concordó la dama—, no había hecho consciente tu situación, pero con más razón me quedaré con tus pinturas.

—Yo pretendo regresar el año próximo a Cuba, mi país, pero antes de ello quería probar suerte como artista unos meses…

—Haces muy bien —doña Graciela le tomó la mano una vez más—, yo te ayudaré.

La anciana se levantó y luego regresó con una caja de madera con unos óleos de marca Titán, muy reconocida.

—Toma —dijo colocándoselos en las piernas—, esto te abrirá muchos caminos. Los tenía guardados esperando por alguien que los mereciera, y esa persona eres tú.

Elena le dio las gracias y se quedó ensimismada viendo las pinturas, era una línea completa, con muchos tubos de pintura de excelente calidad.

Una empleada de doña Graciela irrumpió en el salón. Elena levantó la cabeza para mirarla, parecía que iba a dar algún recado.

—¿Sucede algo? —preguntó Graciela—. Si es la merienda que he pedido, pueden traerla aquí.

—Sí, señora, pero no es eso… Es que ha llegado su hijo, está en el salón principal, ¿le hago pasar?

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