Capítulo 1: El puerto de Barcelona
Barcelona, junio de 2019
La icónica Rambla siempre tan populosa, era casi intransitable. Los turistas avanzaban: algunos deteniéndose a comprar alegóricos souvenirs del consabido equipo de fútbol de la ciudad; otros compraban coloridas flores en los puntos de ventas, mientras que el resto de los turistas se hacían fotos en la fuente de las canaletas, donde los aficionados del Barza celebraban las victorias de su equipo. Elena se acercó y bebió un poco de agua de la fuente -la tradición decía que debías hacerlo, si querías regresar a Barcelona-. Ella por supuesto que quería regresar, apenas había llegado pero lo que había transitado de la Rambla le había encantado.
El piso tenía un diseño que asemejaban olas, a cada lado del paseo frondosos árboles, y al final de su recorrido sabía que le aguardaba el mar. Dicen que Barcelona, Buenos Aires y La Habana se parecen bastante. A ella, por ejemplo, la Rambla le recordaba su Paseo de Prado habanero, tan distante de ella, que estaba en una beca de restauración en la Facultad de Bellas Artes en Madrid, en la Universidad Complutense.
Elena continuó paseando por la Rambla. Barcelona no estaba ajena a la ola de emigrantes que, de manera habitual, se van asentando en las ciudades europeas. Decenas de ellos se le acercaban para venderle algún souvenir, pero ella se rehusaba con cortesía. Ya tendría tiempo de comprar algunos objetos que le recordaran su visita a la ciudad, por ahora era mejor que se concentrara en su paseo.
Llegó hasta el final de la Rambla, cruzó la calle y se encontró un imponente monumento dedicado a Cristóbal Colón y al descubrimiento americano.
Era alto, esculpido en mármol y con muchas figuras y detalles. Desde allí, divisó el mar y el encantador puerto de Barcelona. ¡Cuánto había echado de menos el mar! Los habaneros no pueden vivir sin él y aunque Madrid es una ciudad preciosa, no tiene costa. Para Elena, aquel era su único defecto.
Recorrió el muelle, se adentró por un paseo marítimo de madera, mientras observaba los yates y embarcaciones, con las velas plegadas, atracados en el puerto.
El aire salado le acariciaba el rostro, y par de pelícanos, posados en una baranda, le observan detenidamente. Elena hizo caso omiso de aquellas aves y llegó al final del paseo, sentándose sobre la madera y de frente al mar. Era la hora del atardecer, no había apenas Sol, pero el cielo se estaba cubriendo de hermosas tonalidades de rojo y amarillo, por lo que permaneció abstraída observando el paisaje.
Tenía las piernas descolgadas, sobre el muelle, pero la altura impedía que rozara el mar. Tan abstraída estaba que apenas reaccionó cuando sintió un tirón en su brazo derecho. Fue incapaz de gritar en los primeros segundos, hasta que finalmente la voz le salió de la garganta, pidiendo auxilio. Se incorporó como pudo en el muelle, las personas la observaban consternadas, mientras Elena veía cada vez más lejos a un hombre que se alejaba con su cartera.
Elena comenzó a correr por el muelle, tras el ladrón, a sabiendas de que nada lograría, pues el hombre había sacado bastante ventaja. Para su sorpresa, unos metros más adelante, otra figura masculina encaraba al ratero, bloqueándole el paso en el estrecho camino de madera, rodeado de agua. El ladrón soltó la cartera, asustado y, dándole un empujón a su adversario, desapareció de la vista de Elena.
La joven suspiró aliviada cuando vio encaminarse hacia ella a aquel hombre que había sido su salvador. Cuando lo tuvo más de cerca pudo apreciarle bien: era muy alto, delgado, pero con una figura atlética, vestía un polo marinero y unos pantalones cortos de color blanco. Debía tener unos cuarenta años, a juzgar por las escasas canas en sus sienes... A pesar de ello era un hombre apuesto.
—Hola —le dijo el desconocido entregándole el bolso—, creo que esto es tuyo.
—¡Muchísimas gracias! —Elena se llevó la mano al corazón—. No tengo cómo agradecerle lo que ha hecho por mí...
—No tiene por qué —le sonrió—, he visto en la distancia a ese hombre correr con una cartera de mujer en las manos, fue fácil adivinar que la había robado. Debe estar alerta, es triste decirlo, pero hechos como este no son infrecuentes en la ciudad.
Elena asintió.
—Gracias por el consejo, lo tendré en cuenta.
—¿Eres de Canarias? —le preguntó él.
—No, no lo soy —respondió ella—. Soy de La Habana.
—Perdona, lo preguntaba por el acento, por eso imaginé que eras de Canarias, pero es verdad que los cubanos hablan igual.
—Lo sé, me lo dicen mucho —confesó ella.
Él le extendió una mano y Elena se la estrechó.
—Álvaro Villar —se presentó.
—Elena Menéndez —dijo ella a su vez—, es un placer.
—El placer es todo mío —contestó él—, ¿te apetece tomar una copa? Estoy seguro de que después de lo que ha sucedido, la necesitas.
Elena levantó la mirada y lo observó a los ojos. No se había percatado de sus hermosos ojos grises, muy acordes con las canas de su cabello cobrizo.
—Yo... —balbució, pues no sabía qué responder—, no sé si debería.
Álvaro se rio de ella, era un hombre con mucho aplomo y muy dueño de sí mismo.
—Por favor, no te asustes, es solo una copa, ¿vale? ¿Estás sola?
—Sí —Elena accedió a la invitación. Algo en aquel hombre le había atraído en el acto—. Está bien, es lo mínimo que puedo hacer ante el gran servicio que me ha prestado.
—Por favor, trátame de tú, me haces parecer más viejo de lo que soy.
Elena caminó en silencio al lado de él, sin saber a dónde se dirigían. No habían avanzado mucho cuando Álvaro señaló un velero, atado en el puerto, era uno de las decenas de barcos que se hallaban atracados. En la popa, pintada de azul, unas letras blancas llamaron su atención de inmediato, el barco se nombraba: "Destino".
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