Luz.

Entró corriendo en la casa, abriendo la puerta de golpe y causándole un escalofrío a quien le esperaba dentro.

—Cierra, cierra o entrará la nieve —le soltó, agitando su mano en el aire para indicarle que se apurase.

—¡No sabes lo que escuché! —exclamó el recién llegado con emoción pero, sin embargo, obedeciendo a lo que se le decía y cerrando la puerta.

—Si gritas y tienes esa cosa sobre la boca apenas soy capaz de escucharte yo a ti —dijo la otra persona, pareciendo ignorar la agitación del chico, como si no le importase lo que tuviese para contar hasta que no hiciese exactamente lo que ella estaba diciendo.

Él, sin molestarse por nada de eso y con la misma animosidad con la que irrumpió en la casa, se apresuró en tomar un taburete y arrastrarlo cerca de la chimenea, frente a la chica que ni siquiera se dignaba a mirarle, como hipnotizada por las llamas del hogar. Se bajó la bufanda, descubriendo el resto de su cara, y prosiguió con lo que decía antes:

—Parece que enviarán ayuda de Kahuteldav. —comunicó como si se tratase de una bomba y su mirada se clavó fijamente en ella, en espera de reacción ante tal noticia.

Al principio parecía que no la obtendría pero, lentamente, la joven se giró para poder observarlo, con una ligera variación en las facciones de su rostro. Empezó a mostrarse la sorpresa y la incredulidad.

—¿En serio? —murmuró, con un temblor apenas perceptible en la voz.

Él sonrió, ampliamente, su cara enrojecida por el frío del exterior.

—Me lo dijo Nieks —respondió.

Ese nombre debió darle seguridad, porque entonces ella lentamente se llevó las manos que tenía sobre la falda del vestido al rostro, cubriéndose la boca con ambas. Dejó escapar un ruidito de ahogo.

—¿De verdad? —preguntó otra vez, apenas de manera entendible.

Al recibir un asentimiento sus ojos brillaron, asomando las lágrimas, y se levantó con rapidez de donde estaba sentada, lanzándose a los brazos del chico. Él sonrió, complacido; el cabello de su amiga le cosquilleó en la nariz cuando la abrazó con fuerza.

—¿Cuánto traerán? ¿Te lo dijo? ¿Cuándo llegarán? ¿Lo comentaron? —inquirió ella, sin apartarse, sin hacer ninguna pausa entre pregunta y pregunta.

—Cuatro carruajes cargados —respondió casi con la misma rapidez con la que ella había hablado—, cuatro carruajes—repitió, ejerciendo más fuerza en el abrazo y recibiendo una risa por parte de ella.

Una risa que expresaba, entre tantas cosas, una alegría indescriptible: eso era un nuevo rayo de luz, un atisbo de esperanza que antes parecía imposible siquiera imaginar. Si era cierto... si así lo fuese, significaba que podrían vivir.

Se separaron y se rieron al ver sus caras, con las lágrimas corriendo y haciendo un camino en sus rostros cubiertos de suciedad, en sus rostros con los pómulos extremadamente marcados y demacrados por el ayuno forzado.

—Dicen que en más tardar una semana estarán aquí —susurró, como si hablar demasiado alto pudiese perturbar la felicidad; como si pudiese llevar a pensar en la posibilidad que los carruajes ser detenidos por el bando enemigo; como si hablar muy alto pudiesesacar a flote el pensar en la guerra.La esperanza había empezado a brillar y no pensaban apagarla.

—Podremos comer—dijo ella.

—Podremos comer —repitió él.

Y volvieron a reír sin poder contenerse, junto al fuego que crepitaba en el pequeño cuarto vacío, mientras la misma noticia corría por el resto de las casas en donde se podía escuchar la misma celebración

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