Las galushkas
La madera crujía con cada paso que daba y eso me ponía todavía más intranquilo.
—Oh, vamos, vamos, Kyryl, ¡pareces un ratoncito asustado! —soltó Ostap, atusándose el negro bigote y sonriéndome de manera burlona—. Nadie te va a comer, hijo.
Lo miré fijamente, no ofendido, sino totalmente incrédulo ante su última oración, apegando todavía más a mi cuerpo la bolsa que traía en la mano.
El lugar se hallaba invadido por un hedor nauseabundo a pescado y aceite. Gritos por aquí y gritos por allá llamaban a la gente para que se acercasen a ver las mercancías a la venta que, por regla general, solían ser baratijas brillantes que atraían la mirada de cualquier ingenuo nuevo por la zona; es decir, de alguien similar a mí, siendo que el peor error que podías cometer era hacer contacto visual.
—¡Eh! ¡Mozo, mozo! —llamaban nada más se daban cuenta de que me había quedado viendo a cualquier vendedor unos segundos de más—. ¿Por qué no se acerca? ¿Eh? —insistían mientras me hacía gestos con sus manos huesudas para atraerme hacia sus puestos.
Eso me hacía acercarme todavía más a Ostap, casi ocultándome detrás de él como el niño que se ocu lta detrás de las piernas de su madre.
No era solo el hedor o los gritos, tampoco hacía de ese lugar un sitio horrible el cielo gris o el muelle de madera putrefacta. Claro que contribuía, en gran medida, todo lo anterior, pero lo que causaba repulsión era la gente. Sí, la gente, cuyo aspecto resultaba muy similar al de un muerto viviente: con sus ojos abiertos y sin parpadear; con sus pieles grises, tirando con las manos sudadas del caftán de quien pasase lo suficientemente cerca como para que lo alcanzasen; sus ademanes bruscos y desesper ados. No por nada era llamada la tierra abandonada por Dios.
—Llegamos, muchacho. —Escuché decir a mi compañero y aparté mi vista al instante del suelo, alzándola.
Grité.
—¿Este es el chico? ¿Este es Kyryl? —preguntó la mujer que había tenido su rostro tan cercano al mío como para que pudiese distinguir cada arruga en su cara.
¿De dónde había salido?
—Este es —contestó Ostap, mirándome de manera burlona, dándome una palmada en la espalda. Ouch.
La anciana me observó un momento, de arriba abajo... y arrugó la nariz.
—Bueno, si es lo que hay...
Entonces sí que fruncí ligeramente el ceño, mas ella no se dio por aludida poniéndose detrás de su puesto de comida. Bueno, poniéndose detrás de algo que parecía uno.
—¿Tienes las galushkas listas, Daryna?
La vieja no dio respuesta sino que puso sobre el mesón del puesto una olla y la destapó. No podía ver nada con tanto humo saliendo y no me atreví a acercar mi cara por miedo a que el vapor me quemase. Ostap al instante exclamó:
—¿¡Qué haces!? ¡No lo abras! —Moviéndose para quitarle él mismo la tapa de las manos y ponerla en la olla antes de que el humo se dispersase—. ¡Estás demente!
Ostap se veía realmente molesto por lo que acababa de pasar. Yo me alejé todavía un poco más del puesto, quedándome como simple espectador hasta que me tocase inter venir, considerándolo como la mejor decisión para mi propio pellejo.
—Ah, hijito, no es la primera vez que me lo dicen. —Sonrió la anciana haciendo gala de sus encías, a falta de unos cuantos dientes.
Ostap bufó.
—Vieja bruja —masculló entre dientes mientras me miraba por sobre el hombro, diciéndome que me acercase sin usar ninguna palabra.
Así lo hice, sabiendo para qué me llamaba; después de todo, era la única instrucción que se me había dado antes de obligarme a bajar del barco —si no se contaba que me habían dicho que me mantuviese callado—. Dejé sobre la mesa la bolsa que había llevado conmigo, Daryna la agarró de un solo golpe y volvió a sonreír, luciendo verdaderamente satisfecha.
—Un placer hacer negocios con ustedes.
Ostap, a su vez, agarró la olla sin responder. No quise preguntar cómo soportaría el calor con las manos desnudas, sabiendo que no me convenía hablar frente a esa mujer. Había aprendido una cosa por la malas: mientras más ignorante eras, mejor.
—Vamos, Kyryl —murmuró y me apresuré a ir detrás de él, sin deseos de mirar hacia atrás.
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