Caminaba hacía la oficina entregado a las ensoñaciones sensuales que había instalado la hermosa Eclipsa en mi cabeza. La pelinegra era linda y corrupta. Ella había encendido mi aire viril. No podía olvidar esos tiesos senos que se habían apoyado sobre mi pecho cuando nos besamos la noche del sábado en Anagrama.
—¡Buen día amigos! —saludó Epifanio— ¿Llegué tarde?
—Me interesa saber porque te besaste con Encanto —pregunté, al ver llegar al petiso a la oficina.
—Creí que tú ya lo sabías. Vos realmente no te interesas por lo que hago o por lo que digo, aunque quieras probar lo contrario —dijo Epifanio en un tono arisco.
—Disculpa. Tienes toda la razón. No te valorizaba lo suficiente como tu amigo y colega. Es que me sentí pésimo al llegar a mi casa —dije y mentí.
—¿Y eso por qué? —dijo Leopoldo con una voz ronca.
—A veces no acepto la coja realidad de ser rechazado —dije.
—¡Qué maricón que sos!... ¡Este pibito debe tener una gran sensibilidad oculta! —inquirió Epifanio.
—Sí, es así; además la pelinegra otra vez se me escapó y no le pedí su número ni su dirección. Me perdí con sus delicados modales. Me gustó mucho la suavidad de su lengua revoloteando en la cavidad de mi boca.
—Cállate, no quiero saber esos cochinos detalles —masculló Raquel—. ¿Qué nuevo momento está urdiendo en tu cerebro quemado?
—¡Jua! No tiene el cerebro quemado, tiene el cerebro muy surrealista —chilló Epifanio lanzando una risa estrepitosa.
—¿De qué te quejas? —exclamó Elmer— , te vimos jadeante, ahogándote en los brazos de la extraña dama que toca el oboe.
—Mire, Maestro de la comedia —repuse indignado—, indudablemente estás celoso porque el sábado no te chapaste a ninguna chica.
—Tus palabras tienen una finalidad ofensiva —dijo la pelirroja con la mirada torcida.
Un dolor repiqueteó en mi cabeza. Parecía que tenía estrés acumulado o una abeja volando en mi consciencia. Me hundí febrilmente en mi asiento, oyendo el sonido de las teclas de las computadoras que me hizo adormecer y soñar que estaba en una playa desierta.
—Este pibe se durmió profundamente —dijo Raquel—. Iré a buscar el gato que está del otro lado de la ventana.
La pelirroja abrió la ventana del pasillo y se escurrió para tomar al felino que pertenecía a los vecinos y lo dejó caer mi regazo, provocando un dolor profundo por las garras de esa bestia peluda de cuatro kilos.
—¡Dios santo! ¡Qué les pasa a ustedes? —grité sin vacilación.
—¡Perdón! —dijo Raquel tapando su boca con su mano izquierda—. No sabía que a este gatito no le hacían mantenimiento.
—Ese animal con sus uñas atravesó la tela de mi único bluejean —chillé y jadeé de dolor.
Todos estallaron a carcajadas. Yo tenía las piernas arqueadas del dolor.
—¿Cómo que solo tienes un pantalón de jean? —preguntó la pelirroja muy consternada.
—Sí, solo tengo un vaquero —respondí simplemente, esperando una respuesta irónica. Pero no lo hizo. Levanté la quijada para buscar sus ojos esmeraldas y proseguí—: no tiene nada de malo tener un solo maldito pantalón, tengo que pagar cuentas, comprar la comida y mantener a mi vieja.
—No te preocupes, te compraré unos nuevos jeans —dijo Raquel mientras me sobaba el hombro izquierdo.
—¿Por qué le tienes compasión? —chilló Leopoldo.
Ladeé mi cabeza y pude ver una mirada distinta. ¿Estará celoso?
—Leopoldo, no precisas gritarme. No soy tu novia y no te tengo miedo.
Al ver su primera discusión me puso a sonreír.
—Es que Leo es muy complicado y solo ve lo intrincado de sus parejas —añadió Elmer— ,aún así, pienso que está celoso.
—Estoy concentrado en mi partida de poker. ¡Los voy a cagar a palos a cada uno de ustedes si me hacen perder! —dijo Leo sin dejar de ver el monitor.
—¡Jua! Se quiere desquitar a los golpes —chilló Epifanio.
—A mi no me vas a hablar de ese modo —bramó la pelirroja.
—Discúlpame princesa. No puedo perder. Anoche perdí y me siento para la mierda.
—Esas dificultades solo están en tu imaginación. Nunca pierdes nada —añadió la pelirroja que acariciaba al gato que se había recostado sobre su teclado.
—Perdóneme —murmuró.
Todos nos quedamos esperando que ella lo perdonara, en cambio giró su silla y corrió al felino para encender su pc.
—¿Te duele todavía? —pregunto ella.
—No —respondí con desición—. Tienes que ser paciente con este troglodita. Oye, el color azul te queda bien, mucho mejor que el púrpura. Estás muy sensual para ser un lunes.
—Vladimir será mejor que dejes de coquetear con mi chica —murmuró Leopoldo con una voz teatral.
Lo miré como si me hubiese echo una broma.
—Solo me parece raro que venga con falda, nunca la he visto vestir tan coqueta. Deberías darte cuenta que se vistió sexy por ti.
—Déjalo.
—¿Realmente? —preguntó con sarcasmo Leopoldo.
—Sí —murmuró la pelirroja y luego se puso roja como un tomate —. Me gustaría regresar pronto a la sala de baile.
—¿Quieres volver a ir a Anagrama? —pregunté.
—Recuerdo que la noche azul había caído lentamente y que no tenía deseos de ir al antro con ustedes, aunque fuí por propia voluntad y no me arrepiento de ello. Me gustó verlos a todos con ese espíritu festivo, disfrutando de los shows, de la música, la excentricidad del local y del alcohol —explicó la pelirroja que tenía los ojos abiertos como platos.
Asentí y le dije:
—Los filipinos que bailan tango son una maravilla, es una idea excelente —añadí—. La verdad que no puedo de dejar de recordar el aroma tórrido de Eclipsa que me puso a su merced en un santiamén.
—No quiero pensar que se solo te enfocas en la lujuria del momento —dijo la pelirroja en un tono susurrante
—No, nada que ver. Ella tiene el acre de gracia de una dulce niña y es insoportablemente deseable como si fuese una gata en celo —dije.
Raquel reclinó su cabeza para atrás puso sus ojos en blanco y dijo:
—¡Hombres! ¡Patéticos hombres que confunden al amor con una erección!
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