Bajo tus pies

El sol de la mañana se filtraba entre las cortinas amarillas de la ventana del piso e irrumpían en el centro de la habitación. Hacía notar las partículas de polvo que se movían por toda la habitación. Era extraño que no sufriera de alergias. La pequeña casa en el extremo sur del pueblo la había podido adquirir hacía seis años, el precio económico se debió a la ubicación. Todo eso, cuando recién había cumplido veinte años. 

El despertador sonó. Su mano violentamente salió de debajo de la sábana y tumbó el despertador al suelo. Había cambiado de despertador hacía una semana, el cual se apagaba con un botón lateral. El nuevo poseía un botón superior. El sonido constante aún hacía eco en toda la habitación. «Odio mi nuevo despertador» se dijo. Se cubrió los oídos con la almohada, el sonido se redujo, pero no el suficiente para que dejara de ser molesto. Ya era hora de ir a trabajar. Recogió el despertador, canceló su sonido y lo dejó donde había estado antes del golpe.

Salió del cuarto y pasó a la cocina, miró el calendario el cual le indicó que era 12 de abril. Venían tres años seguidos en el que todos los días de ese mes algo raro acontecía. Insignificancias, pero que unidas a través de los años lo hacían una coincidencia extraña. El año antepasado había encontrado la nevera abierta y comida esparcida sobre la mesa, no había nadie en casa. El año que estaba por pasar encontró toda la ropa tirada por toda la casa. Alguien había entrado. En ambas ocasiones pensó que lo habían robado. Revisó todas sus pertenencias pero todo estaba en su lugar, excepto lo notable. «¿Mañana pasará algo anormal otra vez?» se preguntó. Aunque estaba casi seguro que nada pasaría, se aseguraría de dejar todo bien cerrado, de modo que nadie, a parte de él, pudiera entrar. Antes de eso se dio una ducha para espantar el sueño en su totalidad y se vistió con lo usual para su trabajo.  

Pasó a su cuarto, ordenó las sábanas como siempre, cerró la ventana con seguro y cerró con llave el cuarto. Pasó a la cocina y, otra vez, cerró las dos ventanas por donde dejó de entrar la luz que había. Se detuvo en medio de la sala cerciorándose de que todo estaba bien cerrado. No tenía puerta trasera, aún, en un futuro esperaba tenerla para así darle la vida que tanto quería a su patio. Recordó el respiradero del baño, era imposible que alguna persona entrara por ahí, de igual modo no podía cerrarlo, solo era un hueco del tamaño de un ladrillo. Aseguró las dos ventanas a cada lado de la puerta principal, que daban el frente a la calle, caminó al costado derecho y sintió por un segundo que una tabla cedió por su peso, dio un paso a tras y miró, había olvidado la grieta que estaba en el suelo, a mitad de la sala, debía repararla. Lo haría al regresar del trabajo. Salió, miró a los alrededores, a su derecha: el camino para salir del pueblo. A su izquierda, otra hilera de casas bien acomodadas. Lo único que le quedaba por asegurar era la puerta principal, lo cual hizo pasando doble pasador. Guardó la única llave, de la única casa, en el único bolsillo de la chaqueta junto a la moneda que nunca sacaba de ahí. Bajó los cuatro escalones, se detuvo, volvió la vista a su casa de una planta. Subió al auto de segunda mano, que había comprado con su miserable sueldo, lo encendió y se marchó del pueblo. Su trabajo estaba a siete kilómetros, promediamente cerca.

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Había tenido un día arduo por poco sueldo. Así venía siendo durante cuatro años, pensó en renunciar y buscar otro empleo, pero la zona de confort se arraigaba cada más a su vida laboral. Y la situación actual no le brindaba la completa ayuda.

Volvió al pueblo.

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Estacionó el auto frente a su casa. Sin bajarse del mismo observó su pequeña casa, se veía todo en perfecto orden. El interior de la casa debía estar en total oscuridad. Bajó del auto y se acercó a la puerta. Buscó la llave de la puerta, no la tenía en el bolsillo donde se la había guardado junto a la moneda que nunca sacaba ¿dónde estaba? «Recuerdo que cerré la puerta y la llave la guardé en el bolsillo de la chaqueta.» Se afianzaba bien porque por cada paso que daba la llave daba un tintineo con la moneda. Volvió a revisar y tenía la moneda, pero no la llave. Retrocedió un paso, sintió que pisaba algo, miró al suelo y debajo de la alfombra había algo, al levantarla notó la llave ¿cómo había llegado ahí? No se le había caído, si hubiera sido eso estuviera sobre la alfombra no debajo. Su mano izquierda comenzó a temblar cuando recogió la llave. Lo anormal parecía haber hecho la presencia del doce de abril. Si había sido solo eso, no le veía nada malo. Extraño quizá, pero no le hacía daño a nadie. Su mano temblorosa buscó en varias ocasiones introducir la llave en la cerradura, hasta que la encajó, giró y abrió. Nunca lo imaginó.

El suelo de madera tenía más de quince hachazos en diferentes sitios de toda la sala. Se detuvo en el marco de la puerta. No pensaba seguir avanzando. Sentía algo de temor. Solo oscuridad de la tierra era lo que veía por los orificios que tenía el suelo. Sintió que algo lo empujó hacia dentro, cuando volvió la vista vio el haz de luz de la calle. El interior, como había supuesto hacía segundos, estaba en total oscuridad. Miró la cerradura, la llave había quedado por fuera «me tocará salir por una ventana para buscar la llave» pensó. Avanzó hacia la ventana de la izquierda de la puerta, no abría, tenía un simple pasador pero no abría. Dio pasos rápido hacia de la derecha y ocurrió lo mismo. Su corazón marcó una marcha más rápida. Sintió un calambre rápido que recorrió su cuerpo, lo que lo hizo inmovilizarse por un segundo que le pareció un minuto. En ese segundo miró a todos lados. Nadie más estaba con él. «Gracias a Dios por tener una casa de solo una planta, si fuera de dos ¡que tortura sería revisar!» pensó.  

La otra ventana que tenía cerca era la del costado. Avanzó lentamente, como si moverse rápido fuera a activar algún mal. Al llegar, igual que todas, estaba atascada. Faltaba revisar su cuarto, la cocina y el baño «¿Qué puedo revisar primero? ¡Momento! Lo que sea —comenzó a decirse en convencimiento— aquí no hay nadie aparte de mi».  

Siguió hasta la cocina, nunca pensó encontrar tal desastre: la estufa dañada a hachazos también, la nevera abierta con toda la comida esparcida en el suelo, «Pero que diablos...» Su pensamiento fue interrumpido por un crujir proveniente de una bolsa de papitas que estaba en el rincón, al detallar vio una rata, que apenas notó la concentración sobre ella corrió y se adentró en un agujero del rincón que no había notado.  

Salió de allí, giró a la derecha y abrió la puerta del baño. Toda la cerámica negra había sido rota, agua comenzaba a empozarse. Sintió que las piernas se debilitaban. Estaban destruyendo la casa que con tanto esfuerzo había comprado. Pero por qué. Cruzó el pasillo que dividía el baño del cuarto. La puerta estaba abierta, hasta donde recordaba la había dejado cerrada con llave también. Le dio una patada, la puerta se terminó de abrir con un estruendo ensordecedor que rompió el apacible silencio que embargaba la casa. Encendió la luz. Las sabanas blancas con puntos azules estaban llenas de lodo. Todo había sido manchado con una gran brocha que estaba al pie de la cama. Miró el cuarto, desde el marco de la puerta, no había nadie, no había lugar donde alguien se pudiera esconder que no fuera debajo de la cama. Lo único que había allí era la cama, la mesita junto a la cama y un tubo en el rincón que hacía función de perchero. Pero... ¿de dónde había salido aquel lodo? ¿Era realmente lodo? Se acercó a la cama esquivando las manchas de la sustancia marrón que marcaban extraños caminos por el suelo. Inclinó su cuerpo para oler las sábanas, por desagradable que fuera, tenía la duda que alguien hubiera tenido una mala digestión y hubiera escogido su cuarto para liberarse de todo y causar una broma asquerosa.

A solo centímetros de oler, algo lo empujó, tomaron su cabeza y restregaron en la sustancia oscura, el mismo se coló por sus labios, fosas nasales, pestañas, cejas, incluso oídos. Un fuerte olor a preticor se coló en su olfato. No era eses, era simple tierra mojada. Pestañeaba pero no veía nada. Pataleo y lanzó manotazos hasta que tuvo control de su cuerpo. Se limpió la vista, yacía tendido boca arriba sobre la cama, su camisa blanca y pantalón negro estaban lleno de barro.  

—¡¿Quién anda ahí?! —gritó.

El silencio no le respondió. La respiración se le agitó.

Reptó sentado sobre la cama hacia atrás, la pared lo detuvo. Nadie más que él estaba en la habitación. Estiró su mano para mover la cortina que impedía que los rayos solares iluminaran la pieza. La luz alumbró más el cuarto, pero ¿qué se podía esconder allí? Nada. No había lugar para que alguien se escondiera. Tuvo miedo de bajar de la cama. Las sábanas sucias, baño dañado y cocina desordenada le importaban.  

—Salga por favor. Llamaré a la policía —profirió. Realmente no contaba con ningún teléfono, ni móvil, ni fijo. Siempre había llamado del teléfono público que quedaba a dos cuadras de allí. Pero quien fuera que estuviera ahí con él no lo sabía. No recibió respuesta de nadie, como era de esperar.

Respiró profundamente y sintió ahogarse con barro que tenía dentro de la nariz. Se los sacó, como se saca un moco. Había un silencio muy calmo en la habitación, el que siempre había, pero esta vez ese silencio infundía temor. Las mismas situaciones sentidas con diferentes emociones, cambian la perspectiva. Cerró los ojos por un segundo y sintió como algo pasó por delante de él, al abrirlos todo seguía tranquilo. Estaba asustado. No sabía qué hacer.

«¿Qué está pasando?» No entendía nada.  

Se bajó de la cama y avanzó al pasillo. Se detuvo en medio. Frente a él la puerta del baño abierta y todo éste destrozado, junto al baño la cocina con el reguero, más allá divisaba los agujeros de hacha en el suelo.

«Debo romper la ventana del costado, es la menos importante» aunque realmente no quería romper ninguna, pero para obtener alguna salida, algún sacrificio material.

Caminó hasta la cocina y tomó el martillo de ablandar carne. Salió y se acercó a la ventana. Miró a los lados. Retrocedió unos centímetros levantó el mazo con su mano izquierda y con toda su fuerza lo dejó caer sobre el vidrio. Se imaginó un sonido quebradizo, pero su sorpresa se agrandó al ver que el vidrio apenas se había astillado, como si se tratara de uno blindado. Desesperado lanzó otro martillazo seguido contra la ventana, un sonido secó se escuchó, como si golpeara un plástico grueso. Lanzó otro. Nada. Continuó sin cesar por todo un minuto en el cual logró martillar más de veinte veces, pero la pequeña resquebradura no se agrandó en absoluto.

—Déjame salir... —gritó al vacío. Su voz hizo eco en la espaciosa sala— por favor —sollozó.

«Un martillazo más. Solo uno» se dijo.

Levantó el mazo. Cuando iba a caer sobre el vidrio, un destello de luz apareció ante él, sintió manos empujándolo con mucha fuerza hacia atrás, lo que lo hizo dar un traspié y caer sentado, el martillo calló deslizándose hasta caer en uno de los agujeros del suelo. ¿Qué había sido eso? No lo sabía. Se hiperventiló. Anonadado miró a los lados. No había nadie.

—¿Qué demonios... —el bombillo que tenía encima comenzó a moverse, por consiguiente las sombras de los objetos que estaban en la sala comenzaron a bailar al mismo ritmo del silencio. Alzó la mirada al bombillo, estaba encendido. No se había fijado en qué momento había pasado. Él lo había dejado apagado. Un pitido provino del bombillo, el cual encendía y se apagaba seguido, como si alguien estuviera jugando con el interruptor. Él siguió mirándolo, divisó los pequeños alambres encender hasta que, de la nada, explotó. Bajó la mirada rápido y sintió los trozos de vidrio caer entre su cabello y su cuerpo. El resto quedó esparcido en pedacitos por el suelo, otros cayeron por los agujeros.

—¿Qué tienen los doces de abril? —preguntó a quién fuera que estuviese cerca.

Sintió ardor en ambas manos, las miró: trozos de pequeños vidrios incrustados en las manos y los trozos bañándose de carmesí. Tan fuerte había sido la explosión del bombillo. Dispuso a quitárselos, una mano ayudó a la otra, en eso estuvo solo tres minutos.

El suelo comenzó a vibrar. Se levantó de un salto, por poco perdía el equilibrio, pero se mantuvo. Una luz comenzó a encenderse debajo del suelo de madera, él lo podía notar por los agujeros.

«¿Qué es eso?» se dijo avanzando hacia la ventana del costado, intentando alejarse lo más posible de todo lo que estaba sucediendo. Pero no tenía salida. La luz se volvió intensa y rayos, como de linternas, salían por los distintos agujeros del suelo. Iluminaban la tétrica sala. El suelo comenzó a abombarse, las tablas del suelo comenzaron a crujir por cada torcedura. Él volvió la vista hacia la ventana, no quería ver el horror. Pero era algo que a pesar del miedo que le produjera, dentro de sí, poseía una nata curiosidad que hizo centrar la vista en lo que tenía en frente. Parecía que alguien de debajo de su casa y muy grande soplara una burbuja de goma de mascar que en cualquier momento explotaría.

«Por favor que no explote, por favor que no explote, por favor que no explote. Dios te lo pido» oró en su mente. Ya el miedo era imperioso en su mente.

Las tablas comenzaron a quebrarse una a una, sonaba como un látigo en el vacío. Él se cubrió los oídos. Sus ojos aún clavados en las tablas partiéndose. Hasta que el soplo luminoso bajó. La burbuja que se estaba formando comenzó a desinflarse. Dio gracias al cielo que todo se estaba calmando. Su corazón volvía a su ritmo normal. Las tablas no quedaron de la misma forma, parecían metal doblado por calor, torcidas, onduladas, quebradas, algunos agujeros se abrieron más. Incuso la luz comenzó a apagarse.

  —Gracias Dios —dijo en voz baja. «La oración del justo puede mucho» recordó.  

Intentó tranquilizar la respiración. Y solo segundos después, ante sus ojos, la burbuja apareció, se infló y estalló en astillas, estacas y tablones de madera, dejando un agujero de cinco metros por cinco metros con bordes esquilados de madera. Una astilla de diez centímetros se clavó en su tobillo derecho, muchas tablas le hicieron moretones por todo el cuerpo, en especial una le pegó detrás de la oreja, dejándolo algo mareado, cuando posó su mano sobre esa herida, sintió líquido, estaba rota. Lo confirmó cuando puso su mano en su panorama. Lo único que pudo escuchar fue un fuerte latigazo, después solo un pitido molesto, parecido al del despertador, con una frecuencia más alta. Lo que siguió ante su vista fue como una película muda. El fuerte sonido lo había dejado sordo, esperaba que momentáneamente. La mayor parte de la sala, estaba poseída por un agujero de donde volvía a encandecer una luz que llegaba al techo y comenzaba a oscurecer el techo de madera. Si no salía en minutos de allí, ardería junto con la casa.  

El único camino disponible se veía en toda la orilla de la sala, junto a los muros, donde habían quedado algunas tablas soportadas, donde él se encontraba apenas de pie ¿Pero por dónde saldría si todo estaba atascado? Sentía constante ardor por el sudor que le corría hacía las heridas. Intentó hacer eso a un lado, más importante era su vida completa, luego tendría tiempo para interesarse por las heridas. De la ventana del costado hasta la puerta, a donde pensaba de nuevo ir e intentar abrirlas, había cinco metros. Decidió avanzar poco a poco. Temía resbalar. A pesar que la luz producía un calor abrasador, alrededor de ella se veía negrura, como si su casa nunca hubiese estado fundamentada sobre la tierra, sino sobre un lúgubre hueco. Dio dos pasos en los que no avanzó ni dos metros, el audio volvió a él y escuchó como la madera volvía a crujir, miró hacía el pasillo que daba a su cuarto, y vio como la madera que apenas colgaba de la pared era tirada por algo invisible haciéndola caer hacia la extraña luz. En segundos donde sus pies estaban soportados, la madera sería también quitada.  

Al llegar al rincón, dio un salto y casi se cae. Siguió dando pasos hasta llegar a la puerta, la cual empujó, golpeó, jaló, giró el pomo y no se abrió. Segundos después su suelo también fue tirado, se aferró al pomo, pero no aguantaría mucho. Sintió como unas grandes manos, como de gorila, le agarraban cada tobillo; en el derecho, esa acción, hizo que la estaca que tenía se adentrara más entre los tendones. Lanzó un grito de dolor, esperando que, además, alguien lo escuchara desde afuera. Sus fuerzas no le permitieron seguir sostenido con la mano derecha. Pero la izquierda aún se sostenía.

—¡Ayudaaaaa! ¡Por favoooooor! ¡Ayudaaaaa! —gritó desesperado. Ya nada podía hacer, en segundos quedaría a merced de lo que fuera que estuviera sucediendo en su propia casa.

La luz comenzó a atenuarse, pensó que al menos ya no se quemaría. Pero eso no le prohibiría caer a ese inmenso agujero. Sollozó. No sentía fuerzas. Quería vivir, pero no podía más.

«Tengo que resistir —pensó. Segundos después—: A quien engaño, no puedo más». Soltó el pomo que sostenía con la mano izquierda. Sintió el hombro dislocado, le producía dolor también, pero ya todo había terminado después de tanta lucha.

Se dejó caer. Todo se detuvo. Mientras caía... lanzó un último grito de horror.

Sintió hundirse en el agujero, mirando hacía arriba veía las paredes empequeñecer, y el techo arder. La boca del agujero se hacía cada vez más pequeño y ya no distinguía nada de su casa. Hasta que quedó todo envuelto en la lobreguez. Se sintió suspendido en el aire. No caía, no sentía ningún movimiento. De pronto un golpe en la espalda y cabeza.

—Ugh —se quejó. Sí había caído sobre algo. Un suelo a mucha profundidad. No veía nada, pero sintió como la vida se le escapaba. Su respiración se agitó desesperado por querer ver algo, tocar algo más que el suelo, ver la claridad. Sus parpados fueron cediendo poco a poco a todas las reacciones que había vivido. Hasta que quedó inconsciente, pero no muerto.

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Abrió los ojos y sintió que algo le presionaba todo el cuerpo. Las manos no las podía despegar de su cuerpo, le costó abrir los ojos ¿Lo habían envuelto en tela o algo parecido? Se agitó como gusano, hasta que logró sacar su mano derecha de lo que lo envolvía, sí, era una especie de tela. Pero al liberar la mano su miedo empeoró, sintió tierra.

Agitó la mano y todo lo que tocaba era tierra. Siguió revolviéndose allí, donde fuera que estuviera, hasta que liberó la otra mano e hizo un espacio frente a su nariz, necesitaba respirar. Sacó las manos, mientras que su cuerpo seguía envuelto, y las estiró, se adentraban en pura tierra.

«¿Dónde estoy?». Tanto se movió que salió del capullo de tela en el que estaba. Se dio cuenta que lo habían enterrado vivo. Sufría de claustrofobia. Estaba a merced de la tierra. Soltó un grito desesperado, ahogado, de frustración.

Aún así, abrió espacio entre la tierra ¿Dónde era arriba o abajo? Si realmente estaba en el fondo, iba en el camino correcto, la tierra estaba blanda, húmeda, pero blanda. Si estaba a mitad del agujero, era posible que se estuviera enterrando a sí mismo cada vez más. Trago saliva con tierra y casi se asfixiaba. Se detenía por minutos. No sabía por qué había sucedido todo aquello. Arañó la tierra, de ello dependía su vida.

Veinte minutos que se le hicieron eternos, sus manos se movían más ágiles, la tierra estaba floja, iba en la dirección correcta. Hasta que su mano izquierda salió a la superficie pero tocó madera. Se desesperó, soltó quejidos ahogados para no tragar tierra. Odió todo en ese momento. Se revolvió, agitó más las manos para sacar su cuerpo de aquel agujero, de pronto su mano izquierda golpeó con algo muy duro, quedó muy adolorido como para seguir usándola. Continuó con la derecha, le era más trabajoso, ya que su coordinación era comandada por la izquierda. Removió tierra, hasta que salió del agujero, quedó completamente tendido en modo horizontal sobre la tierra removida. Pero su libertad era impedida por una pared de madera que tenía por encima.

«¿Estoy en un ataúd? No lo creo, no pueden enterrar un ataúd tan profundo». Cerró los ojos, para concentrar sus energías y descansar. Estaba exhausto. Sintió como algo le palpitaba en el oído y tobillo. Lo ignoró. Se dejó llevar por el dolor.  

No supo cuantos minutos pasaron, se había quedado dormido. Al despertar vio de nuevo la pared de madera que tenía a veinte centímetros por encima de él. Se concentró mirándola, hasta que notó algo familiar, una grieta, la que no había reparado. Estaba bajo el suelo de su casa ¿Cómo era eso posible? ¿Su casa no se había incendiado? Golpeó fuertemente intentando quebrarla, pero no le hacía nada. Recordó con lo que se había topado entre la tierra. Su mano derecha se puso a investigar entre la superficie de tierra, intentando topar con el mismo objeto que se había golpeado, hasta que lo encontró; resultó ser el mazo de cocina con el que había intentado abrir las ventanas hacía... ¿minutos, horas días? No lo sabía. Con el mazo comenzó a dar golpes cortos, el espacio no le permitía aplicar mucha fuerza. Pasó minutos golpeando, pero con cada golpe veía como la madera se iba sintiendo.

Un golpe más y el agujero, del tamaño del mazo, se abrió. Era el principio de algo, pero sentía que un poco de aire circulaba más seguido. Podía ver el bombillo apagado que guindaba del techo, intacto. Siguió golpeando hasta que abrió un agujero del tamaño de su cabeza, luego el de sus hombros. Con las pocas fuerzas que tenía logró sentarse y luego salir por el estrecho agujero. La casa estaba intacta. Miró su alrededor: Suelo sin huecos, excepto por el agujero que acababa de abrir en el suelo, ventanas sin grietas, bombillo del techo intacto, allí junto al agujero de pie, apoyando su peso en la pierna izquierda, lograba ver la cocina, nada estaba desordenado. Quiso saber si su cuarto y baño estaban igual de bien que el resto, pero prefirió quedarse con la incógnita.  

De pronto se revisó: pantalón y camisa lleno de barro, una costra de sangre y barro coagulado detrás de la oreja. En su tobillo el mismo coagulo, pero además con la estaca de madera entre sus tendones y músculos. Moretones por doquier. Sentía que toda la piel le ardía.

Miró la puerta esperanzado. Tenía miedo que al acercarse notara que aún estaba sellada. Dio un par de pasos y escuchó un tintineo en su bolsillo. «¡No puede ser!»

Llevó su mano derecha al bolsillo de su chaqueta, tenía la llave junto a la moneda. Sacó ambas, la moneda la tiró al agujero, vio como éste revolvía la tierra, reconstruyendo su forma sólida. Luego la madera comenzó a crecer ante sus ojos. El agujero se cerró, ya no había ni siquiera una grieta. Asustado cojeó a la puerta, introdujo la llave, la giró y abrió la puerta.

Afuera la mayoría de los vecinos estaban en la calle, sentados en sillas de sus porches, mientras que los niños corrían de un lado al otro, paseaban en bicicletas. Todas las acciones se detuvieron al verlo salir de su porche descolorido, envuelto en harapos con tierra húmeda, sangre, moretones.

—Necesito ayuda —dijo lo más duro que podía, pero su voz solo salió como un quejido.

Los niños corrieron hacia sus padres, éstos mandaron a sus hijos dentro de la casa, otros se quedaron de pie cubriendo los ojos de los niños.

—¡Necesito ayuda! —gritó. Estaba cansado. Desesperado. Los vecinos se le acercaron.

—Amor, enciende el auto —dijo una vecina a su esposo—. Necesita ir a urgencias ¡Rápido!

—¿Qué le pasó? —preguntó otra. No tenía ánimos de contestar. Estaba débil. Sus ojos comenzaban a caer, sentía un sueño pesado. Dos hombres se acercaron y comenzaron a ayudar sosteniendo su peso para que avanzara.

—Miren como tiene la piel quemada —dijo otra voz femenina cuando éste le cruzó por enfrente.

«Por eso tengo ardor —se explicó—. Sin embargo no sé cómo todo lo que pasó no tenía absoluta lógica y por qué pasó» pensó. Dio un pasó. Lo acercaron a un auto, le llevarían a emergencias. Sentado en el asiento trasero del auto miró su reflejo en el retrovisor principal, se miró, no se reconocía. Miró la profundidad de sus claras pupilas.

«Hasta lo sobrenatural tiene tiene una lógica o un por qué» le dijo una voz gutural dentro de su cabeza que se fue apagando. Miró a los lados pero nadie cerca le había hablado.

El auto encendió y a todo lo que daba lo llevaron a emergencias. Prefirió no decir nada más.

FIN

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