Capítulo único
Las olas cargadas de espuma chocaban contra las piedras llenando la vereda de mosaicos blancos y negros con su manto suave y efímero. Álvaro se ajustó la capucha de su canguro y se cebó un mate intentando calentar las tripas en esa tarde de invierno, sentado en el murito de la rambla vacía. Había quedado con Juancho para dar unas vueltas antes de mirar el partido de su equipo favorito, pero al parecer se había echado una siesta y llevaba más de media hora retrasado.
Sacó el celular y volvió a escribirle, pero las dos palomitas grises le indicaron que seguía desconectado. Chistando ante el ninguneo de su supuesto mejor amigo, vació lo que quedaba del termo cebándose el último mate. Volvería a su casa y se quedaría al lado de la estufa a mirar el partido con su gato Tristán, que a pesar de ser una mascota que se ausentaba a menudo, le fallaba menos que Juancho.
Se levantó mientras un escalofrío le recorría el cuerpo y pisó algo que hizo un ruido extraño. Era el caparazón de una almeja de forma triangular y estrías rectas, sin embargo era de un color oscuro, casi negro, que no había visto jamás. Haciendo una mueca ante el extraño hallazgo, se lo guardó en el bolsillo de su canguro.
Una ola especialmente grande golpeó justo a su lado, alcanzándolo con algunas gotas heladas que le hicieron soltar maldiciones. Miró hacia la costa, hacia las piedras que resistían al oleaje con una imperturbable fiereza. Sin embargo, además de ver mar y rocas, se encontró con una muchacha tirada sobre las piedras.
Álvaro sintió ese vacío en el estómago que antecede a la adrenalina. Dejó el termo y el mate en el suelo y se trepó al pretil para llegar al otro lado. Pisó la primer piedra y, notándola resbaladiza, se ayudó con las manos. Por fortuna, la chica yacía muy cerca de donde había bajado, pero a medida que se aproximaba podía notar que no se movía.
Temiendo lo peor, estiró una mano con los dedos helados y temblorosos para quitarle el pelo de la cara.
La muchacha se sacudió como quien vuelve de la muerte, con un boqueo incesante. Lo aferró por la muñeca con firmeza, asustándolo. Álvaro ahogó un grito y tironeó pero ella no lo soltó, dedicándole una mirada azul cargada de un terror que él también sentía.
─¿Estás bien? ─preguntó él con urgencia.
La muchacha estaba tibia a pesar del clima polar y el agua helada. Llevaba el cabello lleno de algas y un vestido fino y azul. Preocupado por si estaba ante un fantasma, trató de quitarse los dedos que lo apresaban con fuerza.
─Ayúdame ─le dijo ella despacio como el susurro del mar en calma.
Álvaro sintió que sus dedos se entumecían. Los temblores de frío le hacían tiritar y temió que le diera hipotermia si no se iba de allí pronto. Con urgencia, miró hacia la calle mas el tránsito estaba tranquilo.
─Vamos, vamos, que nos vamos a congelar ─le urgió él jalando del brazo del que ella lo sujetaba.
Irguiéndose con torpeza, la muchacha echó un vistazo al mar, con esa expresión de inquietud de quienes están perdidos o lejos de su hogar. Rogó una vez más por ayuda.
─Eso intento, pero tenés que ayudar vos también. ─Él volvió a tirar, con los huesos helados y la ropa mojada.
Ella ignoró sus protestas, volviendo la cabeza una vez más hacia el horizonte que se borroneaba entre el mar revuelto y el cielo gris. Álvaro se debatió por primera vez en si debía dejarla en el frío y huir o quedarse e insistir. Sin embargo, no era del tipo que abandonaba los problemas cuando no podía resolverlos.
─No. No puedo ─dijo la muchacha al fin, cambiando el monólogo y soltándolo de repente, haciendo que él tambaleara perdiendo el equilibrio─. Ayúdame ─repitió, obstinada.
─Estás pirada ─murmuró él y ella chistó, como si ambos estuvieran hablando idiomas distintos y no lograban ponerse de acuerdo.
Entonces ella le lanzó una mirada azul, tan azul como las aguas de Punta del Este, tan cálido como las costas de Portezuelo en verano. El viento gélido le agitó el cabello y ella balanceó la cabeza en una muda resignación. Luego, se lanzó al agua y desapareció.
Álvaro se quedó mudo, contemplando el mar furioso y las olas que continuaban chocando contra las piedras y el muro de la rambla, levantando gotas y espuma.
─¿Qué hacés, man?
Anonadado, se volteó hacia la voz. Juancho se había trepado al pretil y le estiraba el brazo para ayudarlo a volver.
─Me pasó algo muy loco. Había una mina acá, toda mojada y mal de la cabeza. La quise ayudar pero se tiró al agua y desapareció ─barbotó agitado, aceptando la mano que le ofrecía su amigo y volviendo a la rambla─. Creo que era un fantasma ─concluyó.
Juancho miró hacia el mar donde él le señalaba, mas al no ver nada se encogió de hombros.
─El frío te afectó, man. ¿Qué te fumaste? ─rio él, palmeándole el hombro e inclinándose para tomar el termo y el mate que habían quedado en el suelo─. Mejor vamos a mi depa que te va a dar algo si seguís mojado, loco. Te presto algo mío.
Álvaro dedicó una última mirada hacia el horizonte antes de seguir a Juancho por la vereda de mosaicos blancos y negros. Sea lo que fuera que había pasado, estaba seguro de lo que había visto y aquel recuerdo se quedaría grabado bajo la piel como un tatuaje.
Esa misma noche soñó con ojos azules y cabellos con algas. Con una muchacha delgada que señalaba el mar. Con un vestido mojado que se debatía entre abrazar la piel alba o agitarse al viento. Con una voz suave que le rogaba por ayuda. Esa misma voz que siguió murmurando incluso cuando Álvaro se despertó, con los ojos cansados por el mal dormir.
─¿Lo tienes? Ayúdame, devuélvemelo ─susurró la voz y él saltó en la cama, irguiéndose y soltando una maldición.
Ella estaba de pie con la mirada llena de preocupación y urgencia. Tenía el cabello más enmarañado que la última vez que la había visto, con un erizo de mar enredado en las puntas. Había dejado un camino de huellas húmedas en el parqué de su dormitorio.
─¿Eres un fantasma? ─preguntó él temblando pero no de frío.
─Quiero volver a casa... Me lo quité un momento, sólo un momento para conocer este mundo, pero no lo encuentro, y necesito volver...
Álvaro tragó saliva y frunció el ceño. Todo lo que veía, lo que sentía, le indicaba que ella era real, que era corpórea por los dedos que habían aferrado su brazo esa tarde, por la calidez de su toque. Tomó aire, quitándose el pánico.
─¿Qué es lo que perdiste?
Ella dudó, con los ojos centellando en la penumbra del dormitorio. Apretó los labios, movió las manos de forma dubitativa y se balanceó con inquietud. Él insistió con la pregunta.
Si ayudarla era la forma de no verla más, haría lo posible para quitarse esa extraña aparición de encima.
─Mi piel. Perdí mi piel.
Álvaro hizo una mueca de incomprensión. La alarma de su teléfono sonó de repente, rompiendo el silencio. Él se inclinó hacia la mesita de luz para apagarlo y cuando volvió a fijar la mirada en la entrada de su cuarto, la muchacha había desaparecido, dejando un charco de agua donde había estado.
Se levantó despabilado por completo y poniéndose el uniforme de forma automática, sin poder quitarse las palabras de la muchacha de su cabeza, pero a la vez pensando y maquinando.
Había dos opciones. O se había vuelto loco, o de verdad un fantasma lo perseguía para que lo ayudara a encontrar su piel.
Cuando llegó a su trabajo, apenas prestó atención a que llegaba demasiado temprano a lo habitual. Incluso su jefe estaba sorprendido que por primera vez en meses no marcaba tarde.
Atendió un par de clientes, se distrajo reponiendo la mercadería, limpiando el local, y cuando ya no tenía tareas pendientes o gente que atender, tomó su celular. No sabía cómo buscar algo sobre el asunto y no quería volver a mencionárselo a Juancho, ya que se había burlado de él todo el día después de encontrarlo parado sobre las rocas mojado hasta los huesos.
El buscador le arrojó temas relacionados a apariciones y fantasmas, a espectros y demonios. Sobre almas en pena y que buscaban venganza o asesinar sin piedad. Por último estaba ya casi desahuciado cuando un artículo perdido en la inmensidad de la web hablaba algo relacionado con cambiaformas. Delfines rosados que se convertían en muchachos que seducían a las damas, focas que se convertían en personas, los selkies.
Siguiendo esa línea, encontró que estos seres eran típicos del folclore de Islandia, Escocia e Irlanda. Grandes focas que tenían el poder de deshacerse de su piel y transformarse en humanos, escondiéndola entre las rocas cerca del mar para que no pudieran hallarla. Decían que si alguien la hallaba, el selkie estaba obligado a obedecerlo.
Con la mirada perdida en el horizonte que se divisaba desde el ventanal, Álvaro tuvo una epifanía.
No habían focas en Punta del Este, pero había una isla llena de lobos marinos.
Anonadado y temblando ante tal descubrimiento, no vio la hora de terminar su turno y salir casi corriendo hacia la rambla, hacia el punto en el que había visto a la muchacha por primera vez.
Esa tarde no hacía tanto frío como el día anterior y había gente paseando por la vereda, con el mate, con sus parejas, con los niños. Sin importarse con que lo estaban mirando o señalando, saltó el muro de contención sin dudarlo y pisó las piedras con cuidado, mirando atento entre las rocas buscando algo que le indicara que fuera la piel de una foca.
Volvió a helarse, a entumecerse los dedos, a cansarse por el frío y la preocupación de no encontrar lo que buscaba. Resignado, volvió a su casa cuando el sol casi besaba el horizonte.
Trató de ignorar el tema, así que se puso a hacer las tareas de la casa que tenía pendiente y comenzó a doblar la ropa. Cuando agarró el canguro ya limpio y seco que había usado el día anterior, se dio cuenta que tenía algo en el bolsillo que no recordaba. Tanteó y sacó el caparazón de almeja que había encontrado esa misma tarde, de ese color oscuro que nunca había visto. Negro y brillante como la piel de un lobo marino.
No dudó en volver, recorriendo a trote la rambla pasando por todas las palmeras y banquitos hasta llegar al puerto. El cielo estaba oscuro, la noche ya estaba tomando el lugar con sus colores lúgubres y una tenue niebla. Quería encontrarla y decirle que no pensaba quedárselo, que quería que volviera a ese hogar que tanto extrañaba para quitar ese sentimiento de añoranza que llevaba impregnado en sus orbes color mar.
Entonces, con ese mismo vestido húmedo y el cabello con algas, la vio sentada en el muro de contención de la rambla, con los pies colgando del otro lado y la mirada perdida en el horizonte. Cuando lo sintió llegar, se volteó para mirarlo. Tenía las pestañas húmedas, Álvaro no sabía decir si era porque había estado en el agua o porque había llorado.
─Perdoná, no sabía lo que era ─le dijo él extendiendo la mano y entregándole el caparazón.
Ella pasó sus ojos desde su rostro hasta el objeto que le entregaba, con una expresión que mediaba entre el asombro y la felicidad.
Inclinó la cabeza a modo de agradecimiento y tomó el objeto con las dos manos. Álvaro sintió que se deslizaba de sus dedos, extendiéndose como un manto, como una bruma oscura y espesa que llegaba hasta el suelo.
Ella se levantó, parándose sobre el pretil y echándose la capa por los hombros con un movimiento que hizo que ondeara en el aire para cubrirla por completo y luego, con un movimiento grácil y rápido, se lanzó al mar.
Lo último que Álvaro vio fue la cola de un lobo marino desapareciendo entre las olas y la espuma.
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