8

En la escuela, al contrario de lo que yo me esperaba, Darío no mencionó nuestro crimen. Sin embargo, con el transcurso de las semanas su comportamiento se volvía más extraño. Había algo en él que no lograba identificar, que no encajaba con la narrativa que hasta el momento manejaba de Darío.

Cuando pasaba por el lado de la López, sus dedos, por muy sutiles que fueran, se tocaban. A veces se dedicaban una sonrisa insólita que no podía pasar por alto y me hacía apretar los dientes.

Qué curiosa la forma en la que antes me había parecido alguien tan intimidante, alguien a quien ni siquiera podía mirar a los ojos. Ahora solo lo consideraba un ente inferior, un chico al que le gustaban las mismas vulgaridades que a los demás chicos, demasiado verde aún para ser considerado un hombre.

Un día, sin embargo, lo ví con la López, muy apretujados bajo las gradas en la cancha de la escuela. Al acercarme a ellos, noté algo que hizo que el estómago se me contrajera y la bilis me ascendiera por la garganta.

Quise chillar. En mi fuero interno, ardiente, sobreexcitado y juvenil, aquella debía ser una de las peores traiciones de la historia. No me hubiera importado que se tratara de cualquier otra adolescente estúpida obsesionada con las películas y las canciones de amor, pero que fuera la López, que tan mal de expresaba de todos estos conceptos, de lo mal que se expresaba de los chicos, y de Darío en particular, estuviera prácticamente comiéndole la boca durante el receso, hacía que me escaldara la sangre.

Tragué saliva, apretando mis manos con tanta fuerza que las uñas se me enterraban en las palmas. Cuando llegué a casa esa tarde, ni siquiera pude cenar las verduras hervidas que tenía en mi plato. Marisol estaba sentada frente a mí, amamantando al bebé, mientras se llevaba bocados de comida de una forma maquinal a la boca. Tenía la mirada perdida. Estaba en las nubes.

-¿Te ocurre algo, Salomé? -preguntó mamá de pronto-. Ya casi no te reconozco. Actúas extraño. Me parece que estoy perdiendo a mis dos hijas.

Me apresuré a negar con la cabeza y a suavizar mi entrecejo fruncido, mientras le reprochaba a la López lo hipócrita que era.

Al día siguiente se lo dije. No con esas palabras en específico, claro. Eso solo podía ser posible en las profundidades de mi ser. A la hora de la verdad, mi voz se había convertido en un susurro apocado.

-Te vi ayer -dije, tan bajo que temí que no me hubiera escuchado.

Estábamos sentadas bajo uno de los árboles del patio. Yo tenía la cabeza sobre su regazo, mientras ella deslizaba sus largos dedos por mi cuero cabelludo y mi mirada viajaba desde su rostro blanquecino hasta la madera de la banca.

-¿Cómo dices? -preguntó.

Carraspeé y me erguí. La López se sentaba con una pésima postura. Con los hombros muy inclinados hacia adelante.

-Con Darío. Te vi besándolo. Ayer. -Ella mantenía la expresión pétrea, como si lo que acabara de decir no significara nada.

-¿Ah, sí? -Me pareció percibir un dejo de burla en su voz-. Bueno, de alguna forma había que comprar su silencio, ¿no? Le dije que, si no mencionaba nada a sus padres, lo besaría. Es un imbécil.

Parpadeé, atónita.

-¿Y accedió?

La López suspiró e hizo un gesto de desdén con la mano.

-Pues claro que accedió.

Me guiñó el ojo, con complicidad. Pero la verdad es que aquello no podía tomármelo bien. No me gustaba que, lo que sea que fuera que teníamos, dejara de ser algo privado, algo que nos pertenecía únicamente a nosotras dos, para que de pronto Darío tuviera el mismo acceso. Me produjo consternación solo imaginarlo.

-De todos modos -musité-, tenías que habérmelo comentado.

La López giró rápidamente su rostro hacia mí.

-¿Por qué? -preguntó. Sonreí un poco con incomodidad porque pensé que, tal vez, me estaba tomando el pelo; pero su expresión de desconcierto genuino no daba indicios de que así fuera.

-Porque somos amigas.

-Sí, pero un chico no tiene por qué separarnos. No es relevante en nuestras vidas. Y Darío es casi como un perro, al igual que los demás chicos.

La López meneó los hombros y me rodeó con el abrazo para apretarme contra ella. Su calidez era algo que no quería que desapareciera nunca de mi vida.

Y sin embargo, al cabo de unas semanas, la López desapareció.

Un día, de la nada, dejó de asistir a clases. No atendía mis llamadas telefónicas. Era evidente que algo no marchaba bien y no era ningún secreto para nadie en la escuela que aquello me produjera un gran abatimiento.

Al tercer día decidí hacerle una visita sorpresa.

Creo que, desde el momento que puse un pie en la entrada, me percaté de que algo estaba mal. Los niños no jugaban en el jardín, lo que me pareció extraño. El timbre no funcionaba, así que llamé a gritos desde la verja. Al cabo de unos fallidos intentos, la puerta principal se abrió y asomó la madre de la López, parpadeando pesadamente, como si acabara de despertarse de un sueño profundo.

Ella me examinó durante unos segundos, cautelosa, como si no me reconociera, pese a las muchas ocasiones que había ido a su casa. Por el uniforme, debía ya saber que estudiaba con su hija.

-Violeta no está en condiciones de recibir visitas ahora mismo -dijo, con una inesperada frialdad.

Me quedé en blanco. ¿Era posible que su madre nos hubiera descubierto? Nunca pensé que esa mujer fuera un problema, y, de todos modos, la López nunca había sido demasiado precavida: la manera en la que me acariciaba las piernas por debajo de la mesa, los ruidos que hacíamos en su habitación. ¿Su madre le habría dicho algo al respecto? ¿La habría castigado?

Nunca me puse a pensar, con seriedad, cómo reaccionaría mi propia madre si se enterara de mis jugueteos sáficos con la López. Yo, que siempre había sido una hija modelo, una niña recatada y juiciosa, que no traía problemas y que sacaba buenas calificaciones. Y de pronto arrastrada a unas travesuras perversas por su compañera de clases. Me pregunté por primera vez qué pensaría Marisol de mí. Probablemente nada, solo arquearía las cejas, sorprendida, y al rato olvidaría el asunto. Qué pensaría Luis Carlos. Sentí un escozor en las palmas de solo imaginarlo.

-Pero necesito verla -insistí-. ¿Está enferma?

-No quiere hablar con nadie -replicó con los brazos cruzados. Actuaba como una madre consciente de la introversión de su hija, de su manera abrupta de encerrarse en su propio caparazón.

-Dígale que soy yo, que soy Salomé.

Estaba al borde de la desesperación. Sin embargo, la mujer soltó un suspiro y me invitó a entrar a la casa. Me adentré con timidez, como si fuera la primera vez.

La mujer me sirvió un vaso de Sprite y me dijo que subiría a hablar con su hija. Me senté en la mesa, dando pequeños sorbos a la bebida burbujeante. Tardó más de lo previsto, pero al final me hizo un gesto afirmativo desde el pie de la escalera, con una expresión que reflejaba tedio más que cualquier otra cosa. Me levanté con prisas y dejé el vaso medio lleno encima de uno de los lunares del mantel. Subí los escalones dando traspiés.

La puerta estaba entornada, pero toqué antes de entrar. El cuerpo alargado de la López estaba tendido en la cama, con las piernas y brazos abiertos como una estrella. Miraba algún punto indefinido el techo de lámina. Llevaba una camisa que le cubría hasta los muslos, agujereada por las polillas. Al volver el rostro hacia mí, advertí el enrojecimiento de su nariz y los ojos hinchados de tanto llorar. Dejé caer la mochila en el piso y me acerqué hacia ella. Me arrodillé a un lado de la cama

-¿Te encuentras bien?

Era una pregunta estúpida, un mero formalismo. Era evidente que no. Sin embargo, ella asintió con debilidad.

Apreté los labios. Sentí el encogimiento en el corazón. Acerqué la mano para acariciarle la frente sudada, con los mechones cortos apelmazados. Hacía tanto calor que de de inmediato sentí cómo me empezaban a transpirar las axilas.

-Me quiero morir, Salomé, quisiera estar a tres metros enterrada bajo tierra -soltó de golpe. Me quedé mirándola, sorprendida-. Ya confesó. Sí lo hizo. Sí mató a esos maricones de mierda.

Sentí un cosquilleo desagradable en el estómago, aún sin poder terminar de compadecerme. No conocía en lo absoluto al padre de la López. Sin embargo, en algo podía entenderla: en el dolor que supuraba de una promesa rota. Al final siempre era lo mismo, el mismo mar en calma, la misma arena caliente. Encendíamos fuegos artificiales que explotaban en volutas de colores en el cielo, pese a que no hubiera nada que celebrar. Luego del estallido inicial, lo único que quedaba era la cofosis.

-No sabes cuánto lo siento -susurré, colocando mi mano encima de la suya.

-Pero nos iremos -dijo, irguiéndose.

Llegado este punto, abrí exageradamente los ojos. ¿Nos iremos? ¿Quiénes? ¿Adónde? Creo que comencé a hiperventilar. La López se dio cuenta de mi silenciosa alteración, por lo que estiró el brazo para acariciarme la mejilla.

-Mi madre ya no quiere estar más aquí -alegó, con una tristeza que no era ni la cuarta parte de los retumbos que yo estaba sintiendo en mi interior-. Ya sabes lo que dicen: pueblo chico, infierno grande. La gente habla demasiado, se meten en asuntos que no les conciernen y creen que tienen derecho a opinar, como si nos conocieran de toda la vida.

Quise encogerme, volverme diminuta. Le pregunté a dónde se iría. Me dijo que en casa de su tía, al otro lado del país, siempre eran bien recibidos, «pero solo será por un tiempo», agregó con gesto conciliador, pero con un tono que sonaba falso. Partirían a la mañana siguiente.

No llegué a pensarlo sino hasta un tiempo después, pero luego me di cuenta que, si yo no hubiera ido a casa de la López aquella tarde, nunca nos hubiéramos despedido. Hubiera llegado el día de marcharse y yo me encontraría frente a frente con una casa vacía, con unas ventanas cerradas que me devolvían la mirada con burla o con lástima. Me pregunté qué habría significado nuestra amistad para ella, por la resignación con la que me abandonaba.

Pasamos el resto de la tarde jugando con agua, mojándonos con el chorro de la manguera. La López seguía con la camiseta enorme puesta, que se transparentó mostrando su silueta: sus pechos pequeños, su cintura estrecha, sus caderas con forma de violín. Francamente, me encantaban todos los detalles de su cuerpo. Me pregunté cómo sería verme a través de sus ojos. Cómo vería ella las imperfecciones que más me inquietaban: mis orejas grandes, mi ombligo salido, las manchas de mis axilas y mi ingle. Me quité las medias y me llené las plantas de barro. La López había dejado sus calcetines manchados de tierra.

Se me acercó entonces y me plantó un último beso. Un beso de despedida. Lloré y seguí aferrándome a ella, a su sombra, a su estela. No entendía por qué todo se acababa de esa forma, con esa acritud, con esa violencia.

-Tengo algo para ti -anunció al anochecer, antes de que me marchara.

Traía en sus manos un sobre blanco, y dentro de él una hoja de papel y su broche en forma de libélula. Cerré mi mano con cuidado, me lo guardé en el bolsillo y ella me volvió a besar, esta vez en la mejilla, bajo la decadente luz del cielo violeta, un cielo que nos pertenecía a nosotras dos.

Al volver a casa, ni mi madre ni Marisol se dieron cuenta que tenía el cabello humedecido. Por la forma en que me miraba, supe que Luis Carlos sí se había fijado, pero si ese fue el caso, no dijo nada al respecto.

El contenido de su carta me pareció críptico la primera vez que lo leí. Años más tarde me di cuenta que era un fragmento de la Biblia; en específico, del Cantar de los Cantares de Salomón.

Yo duermo, mas mi corazón vela.
La voz de mi amado resuena y dice:
"¡Ábreme, oh hermana mía, amiga mía,
mi paloma, oh mi perfección!...
¡Porque mi cabeza está cubierta de rocío,
y de la humedad de la noche mis cabellos!"
Me despojé del vestido:
¿cómo vestirme de nuevo?
Ya lavé mis pies;
¿he de volver a ensuciarlos?

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