7
Como aquel día amanecí resfriada, me quedé en casa con Santi y Marisol. El pequeño estaba rollizo. Se babeaba encima y se reía cuando Marisol ponía música en el viejo radiocasete. Desordenaba demasiado y tiraba los juguetes, por lo que debíamos caminar por la casa como si de una pista de obstáculos se tratara.
Cocinamos juntas un guiso de carne con arroz y la ayudé a tender la ropa al sol. Me di cuenta de que llevábamos tiempo sin compartir anécdotas como antaño. Después del almuerzo, cuando Santi se durmió, Marisol y yo nos sentamos en las sillas del patio. Luis Carlos ya había construido el columpio, en el que yo solía pasar las tardes, mirando a solas el álbum de fotografías.
En ese instante, Marisol dejaba de ser la madre de Santiago, la mujer de Luis Carlos, y volvía a ser mi hermana, la muchacha guapa y risueña que conocía, que era, en todos los aspectos, diferente a mí. Le debía gran parte de su físico a mi madre: el cabello rubio, la contextura delgada, la nariz respingona y pecosa. Yo por el contrario me parecía a nuestro padre: pelo castaño, ojos marrones, el característico hoyuelo en la barbilla. Ni delgada ni gorda, ni alta ni baja. Estaba en un punto medio en casi todo, lo que me otorgaba una gran ventaja a la hora de pasar desapercibida.
Marisol se comía las uñas, con la mirada clavada en algún punto del jardín. De pronto irguió la espalda y dejó caer sus manos pálidas y arrugadas por el agua jabonosa sobre sus rodillas.
—¿Eres feliz?
Su pregunta me tomó desprevenida. Esperaba cualquier otra cosa, algo sobre la escuela, sobre las amistades, o incluso, sobre la López. No era posible. Yo no le había hablado de la López a nadie, ni siquiera a ella. Prefería mantenerlo en las sombras. El romance, lleno de jugueteos y sonrisitas, era algo tan puro que, si se lo contaba a alguien, podía ensuciarse, mancillarse. Me gustaba la protección que otorgaba el secretismo.
Sin embargo, no estaba preparada para responder a eso.
—Supongo que sí —dije—. O al menos no soy desdichada. Creo que en eso consiste la verdadera felicidad. En no estar desdichado todo el tiempo.
Marisol se encogió los hombros.
—¿Por qué lo preguntas? —murmuré.
—Es bueno hacer estas preguntas de vez en cuando, ¿no crees? —Se miró las manos—. Quiero decir, ver un poco más allá de la cotidianidad. A veces damos por sentado el sentir de las demás personas.
Santi comenzó a llorar. Marisol se puso de pie y fui a atenderlo. La vi alejándose. Iba descalza, con un liviano vestido de flores que se translucía por la humedad. Llevaba la tobillera de estrellas que mamá le regaló en su decimosexto cumpleaños.
Me quedé pensando en la niña Marisol. Su infancia no estaba tan lejos. Apenas había cumplido los dieciocho. Es lo que tienen los hermanos: tienes la maravillosa oportunidad de crecer junto a alguien y eso te hace sentir menos perdido.
Por la tarde le dimos un baño a Santi. Le dimos el patito de hule para que se quedara tranquilo. Lo metimos en la bañera azul y yo me encargué de enjabonarlo y frotar su piel suave. Santi se reía con las pompas de jabón. Le lavé con champú el pelo, rubio como el de su mamá, y me esmeré en la parte de atrás de las orejas y la piel delicada de entre los dedos de los pies.
—Tiene las pestañas más largas que nosotras dos —señalé, divertida, mientras lo cubría con una toalla y lo sacaba de la bañera—. Es una pena que no haya heredado los ojos verdes de Luis Carlos. Pero de todos modos, es un chico muy guapo. ¿Verdad?
Mamá llegó del trabajo haciendo énfasis en la migraña que tenía y en su necesidad de que todo se mantuviera en silencio. Mandó a Marisol a apagar el radiocasete y se metió en el cuarto sin darle la bendición a Santi, algo que a ella nunca se le pasaba por alto. Luis Carlos no llegaría a la hora habitual porque doblaría turno.
—¿Por qué no quieres mudarte con él? —Le pregunté a Marisol, aprovechando que no estaba huraña, como las otras ocasiones. Estábamos en la cocina, preparándonos la cena.
—¿A un apartamento tan pequeño y tan frío? —replicó—. No quiero quedarme todo el día encerrada en cuatro paredes, lavando pañales, uniformes mugrientos y preparando comidas sin descanso, mientras que él sale a hacer su vida como cualquier hombre, platica con otras personas, conoce a otras mujeres.
—Mantener a una mujer y un hijo es una gran responsabilidad. Saber que otros dependen por completo de ti también debe ser duro. Yo creo que alejarse de mamá les haría bien a los dos —confesé.
—Al menos me ayuda —resopló—. No me imagino estando sola con Santiago, lejos de ustedes dos.
—Creo que a Luis Carlos no le hace mucha gracia vivir con mamá. Trata de llevarse bien con ella, pero en el fondo, lo agobia.
Marisol chasqueó la lengua.
—Pues que se aguante —dijo con desdén—. Yo me he tenido que aguantar muchas cosas. No tienes ni idea. ¿Sabes qué dice la familia de Luis Carlos? Que yo soy un parásito que no lo voy a dejar progresar en la vida. A veces solo quisiera desaparecer, perderme. Pero sigo aquí, por mi hijo. Santiago me da las fuerzas necesarias para salir adelante.
No dije nada. Comimos en silencio, mirando las estrellas a través de la ventana. Casi todas las luces estaban apagadas y recordé cuando éramos niñas y veníamos a la cocina a hurgar entre los cajones. Nos comíamos el pan y el queso. Mamá se despertaba al día siguiente y, más que reprendernos, bromeaba. «Dos ratoncitas en la noche me royeron el queso», apuntaba, apacible. «Dos ratoncitas en la noche mordisquearon el pan del desayuno». Y nosotras nos mirábamos y nos mordíamos los labios para no soltar la carcajada delatora.
Dormimos en la misma habitación aquella noche, con Santi en la cuna. Tardé en quedarme dormida, observando el ritmo acompasado de la respiración de Marisol. En momentos como esos, muy en el fondo, deseaba que Luis Carlos nunca hubiera aparecido, y que fuéramos la misma familia de antes. Marisol estaría asistiendo a la universidad pública. Yo llegaría a casa por la tarde y nos encerraríamos en el cuarto a ver programas de comedia en la tele. Me pregunté desde hacía cuánto no hablábamos del mar.
Eran alrededor de las doce cuando escuchamos los ruidos. Yo seguía despierta y, cuando escuché los golpes en la puerta principal, me incorporé de un salto. Marisol hizo lo propio, adormecida.
—Debe ser Luis Carlos —murmuró en un bostezo, mientras se frotaba los ojos—. De seguro se le olvidaron las llaves. Anda a la habitación con mamá.
Asentí con la cabeza, poniéndome de pie. Acompañé a Marisol hasta la entrada, pero apenas quitó el cerrojo y giró el picaporte, se quedó paralizada, con los ojos muy abiertos. Percibí un intenso olor a licor. Me adelanté unos pasos y lo vi al otro lado del umbral. Su rostro, grasiento por el sudor, estaba iluminado por la luz de la farola. Tenía la mirada perdida. Olía fatal, como si llevara varios días sin darse un baño y, a juzgar por el estado lamentable de su vestimenta, mis suposiciones eran acertadas.
—Papá... —susurré, mirando fijamente al hombre que teníamos enfrente.
Marisol seguía estática. Noté que tragaba saliva con dificultad. Sus nudillos se habían vuelto blancos mientras presionaba el picaporte.
Nuestro padre se apoyó del resquicio de la puerta, lo que nos hizo dar un paso hacia atrás. Sus ojos enrojecidos viajaron hacia mí. Me di cuenta que el corazón me latía desbocado. Hubiera preferido que nuestro encuentro no fuera aquel, no después de varios meses sin vernos.
—Mis niñas, cómo están de grandes —murmuró, atropellando las palabras—. Casi no te reconozco, Salomé. Ya estás casi tan alta como tu hermana.
—¿Qué quieres, Eladio? —preguntó Marisol con rudeza. Sus facciones y sus ademanes de pronto guardaban una espantosa similitud con las de mamá. Podría jurar que había pronunciado esas palabras con la misma entonación que ella habría utilizado.
—Vine a conocer a mi nieto —respondió, muy orgulloso. Llevaba una botella de ron en la mano.
—Qué gesto —murmuró Marisol—. Santiago nació en octubre y mira ya qué fecha es. Mejor vete, Eladio.
—Quiero verlo —insistió con la voz temblorosa.
—Vete. No vas a verlo estando así.
Papá levantó ambas manos. No debía cargar nada encima. Ni las llaves ni dinero. No era ninguna sorpresa que lo robaran.
—Vete, por favor.
Marisol entornó la puerta para cerrarla, pero la detuve. Me miró, incrédula.
—Dejémoslo quedarte, al menos por esta noche —susurré. Mi padre tenía la mirada clavada en mí, viéndome sin mirarme realmente, al igual que todo el mundo—. Es peligroso que ande por la calle a estas horas.
Marisol resopló una risa.
—No. Es un peligro para nosotras. Para mamá y para mi hijo —recalcó, negando con la cabeza—. No vamos a dejar a este borracho de mierda quedarse en nuestra casa.
—No lo llames así —protesté.
—Es lo que es. —Notaba sus labios fruncidos y su mirada de consternación—. Si nunca se preocupa por nosotras, ¿por qué deberíamos preocuparnos por él? Deberíamos dejar que se muera en la calle como un perro.
Marisol nunca lo entendería. Era una verdad absoluta. Ella no tenía idea de lo que papá significaba para mí, pese a todos los errores que había podido cometer a lo largo de su vida, y que no eran pocos. Sin embargo, para Marisol no era más que un alcohólico empedernido, sin remedio, que ya había perdido lo más valioso que la vida le haya podido conceder.
—Por favor, deja que se quede. Solo por esta noche —supliqué. El rostro circunspecto de Marisol se difuminó de repente. Hice mi mayor esfuerzo para tragarme mis lágrimas—. Puede dormir en el sofá.
—Que no. Es una vergüenza, imagínate lo que van a decir los vecinos si lo ven entrando a la casa —recalcó Marisol, con los ojos chispeantes. Estaba enfadada de veras. Todo el buen humor que llegó a tener a lo largo del día estaba pulverizándose en esos momentos.
—Es nuestro padre.
—Nunca se sabe.
—Vine a verlas, yo las quiero muchísimo —dijo papá. Su voz sonaba como un gorgoteo.
Marisol lo miró con desdén.
—Tú no te quieres ni a ti mismo —escupió.
Papá tenía la mirada vacía y apenas se podía mantener de pie. Pensé que Marisol le cerraría la puerta en la cara, pero en lugar de eso, se dió la vuelta y nos dejó solos.
—Anda, acuéstalo y cántale una canción de cuna —rezongó—. Dale un premio al padre del año si te da la gana. Pero lo quiero bien lejos de mi vista.
Marisol se perdió en el pasillo y cerró la puerta de la habitación de un portazo. Ayudé a mi padre a entrar a la casa, lo cual me costó por sus movimientos vacilantes. Estuvimos a punto de caernos en el trayecto entre la antesala y el sofá. Se dejó caer entre los rezurcidos cojines de flores como un peso muerto. Me arrodillé delante de él para desatarle los cordones de los zapatos y quitárselos de un tirón. Tenía los calcetines sucios y rotos en los talones.
—¿Quieres un poco de agua? —pregunté.
Asintió con la cabeza y me dirigí a la cocina, implorando para que mamá no se despertara. Le serví un gran vaso y se lo bebió de un trago como un poseso. No podía dejar de moverme el labio tembloroso.
—Estuve llamándote todos estos meses. —Comencé a decir, frotándome las manos de la tela de mis pantalones cortos—. No me contestaste. Llamé a la señora Lourdes y me dijo que tenías días sin aparecerte por ahí y que le debías ya tres meses. ¿Se los pagaste?
Mi padre me miraba con una sonrisa condescendiente. Parecía no entender ni una sola palabra de lo que le estaba contando.
—Mi niña, mi Salomé. No me gusta tu nombre —murmuró, soltando una risa apagada, mientras se removía en el sofá—. Odio que tu madre te haya puesto ese nombre.
Sonreí con tristeza, mientras que él fruncía el ceño. En la luz amarillenta de nuestra casa podía ver cuánto había envejecido. Tenía varios senderos de canas en su cabello castaño.
Me senté frente a él, me abracé las piernas y apoyé el mentón de mis rodillas. Me costaba respirar. Sentía que las paredes verdemar se ceñían en torno a nosotros.
—Yo te amo, ¿sabes? —dijo, antes de dar un trago a su botella—. Y a Marisol también, aunque ella no quiera verme. ¿Por qué no quiere verme? Solo vine a conocer al niño. Tengo derecho a conocerlo.
Pero Marisol nunca podría entenderlo. Porque ella solo conocía a papá como un borracho, como alguien que nunca iba a cambiar. Mi padre era como una casa con las ventanas selladas. No había forma de divisar lo que había en su interior, pero yo sí lo había logrado, años atrás, cuando me llevó a conocer el mar.
Fue una de las pocas veces que lo he visto que no ha estado embriagado, pues acababa de salir de rehabilitación, y fue por ese motivo que mi madre me permitió salir con él. Estaba perfectamente sobrio en ese momento. Fuimos de viaje a la península árida donde se crió. Si Marisol no fue con nosotros, fue porque había salido de la ciudad con su grupo de amigos, que eran lo más importante que podía tener en ese entonces. Duramos ocho horas en carretera y media hora más en un bote que me hacía chillar del miedo cada vez que una oscilación más fuerte de lo habitual me tomaba por sorpresa.
Estuvimos dos días allí, asistiendo a los desfiles del carnaval. Conocí a algunos amigos de la infancia de papá y a algunos parientes lejanos. Pasamos la noche en un hostal, durmiendo apretujados sobre un incómodo colchón. Y luego me llevó a la playa, y allí, por primera vez, pude ver la serenidad del mar en toda su extensión. Me sumergí en el agua, llenándome de su esencia salífera. El agua era tan cristalina que podía mirar mis pies sobre la blanca arena.
Papá y yo jugamos a la pelota. Construimos castillos. Papá me compró una cámara desechable y tomé un montón de fotografías del atardecer, cuando el sol se perdió al otro lado del océano, llevándose consigo los últimos tonos purpúreos del ocaso.
—Es una lástima que tu hermana no haya podido venir —dijo mientras fumaba, sentado sobre la toalla de rayas azules.
—Sí, una lástima —coincidí, pero la verdad es que me gustaba que compartiéramos ese momento solo nosotros dos. Con Marisol no habría sido lo mismo. Los colores no habrían sido tan vibrantes.
Nos abrazamos en la arena. Jugué con su barba de días y él me besó en las mejillas. Fue maravilloso. Y es por ese motivo que yo conocía el mar y Marisol no. Marisol carecía de la sensibilidad que papá y yo compartíamos. Por eso nunca podría entenderlo. No de la misma forma en la que yo lo comprendía.
Después de todo, solo estaba enfermo. Nadie merecía que lo trataran de esa manera solo por estar enfermo.
Sin embargo, ese era el pasado; el frente, por desgracia, era mucho más turbio, con colores acuosos y opacos.
—¿Se lo pagaste? —reiteré con más autoridad.
—No le he pagado nada a la bruja esa. Perdí el trabajo y ya no tengo nada —explicó, antes de volverme hacia mí y mirarme directo a los ojos. Pensé que nuestro parecido era casi escalofriante—. Pero tal vez tú puedas prestarme. No mucho, solo lo necesario para comer algo esta semana. Es un préstamo. Te devolveré hasta el último céntimo.
Me mordí el labio, indecisa.
—Yo no trabajo —musité—. No gano mi propio dinero.
—Pero Verónica sí. Algo debe tener escondido que no quiere compartir con ustedes. Siempre ha sido así, una tacaña, hasta para con sus propias hijas.
Esa era la misma charla de siempre. Cada vez que papá venía, hablábamos de lo mismo. Nadie se había enterado hasta el momento. Me puse de pie con dificultad y me arrastré hasta la habitación de mi madre. Me acerqué a uno de los cajones de la cómoda y busqué a tientas en su interior hasta dar con el pequeño libro de Salmos y Proverbios en el que mi madre guardaba su dinero.
Cogí un billete, el primero que rozó mi mano. Al salir del cuarto, con sigilo, noté que era uno de mediana denominación. Le serviría para comer algo. Pero no pensaba darle más que eso.
Mi padre tomó el billete. Supe de inmediato que no compraría nada para comer. Que comer no estaba entre sus prioridades inmediatas. Ni yo tampoco. Ni Marisol, ni Santiago, ni mamá.
—Tienes un buen corazón, Salomé —dijo de pronto—. Eres una niña preciosa. Ven, dame un abrazo. Quiero ser mejor para ti y para tu hermana. Y para Verónica, aunque ya la perdí para siempre. Ustedes tres son los amores de mi vida.
Luis Carlos llegó una hora después. Miró la escena conmocionado. Mi padre borracho roncando en el sofá y yo sentada frente a él, con las lágrimas vivas corriéndome por las mejillas.
—¡Salomé! —exclamó, acercándose a mí. Me ayudó a incorporarme, no sin antes dirigirle una mirada escudriñadora mi padre. Percibí sus ojos verdes clavados en el billete que mi padre aún asía en la mano—. ¿Cuándo llegó? ¿Estás bien? Ven, te llevaré a tu cuarto. Yo me ocupo de esto.
Fingí debilidad para que me arrastrara con él, para que me colocara la mano en la espalda y me envolviera en un abrazo. Despedía un olor a grasa y sudor, pero aún así, me aferré a su cuerpo con ahínco, entre pequeños espasmos de tristeza.
Luis Carlos era tan confortable. Se ajustaba a todos mis anhelos. Quería que se echara encima de mí, inmóvil y pesado, con su aliento ardiente clavado la curva de mi cuello. Deseaba poseerlo de mil maneras distintas, prendarme de su vigor, su fuerza y su juventud.
Me depositó con suavidad en la cama, junto a mamá, quien apenas se removió cuando fue bañada por la rendija de luz proveniente de la puerta entornada. Quería abrazarla a ella, pero estaba tan lejos, tan huraña; quería abrazar a mi hermana, pero ya no era la misma de antes; quería abrazar a mi padre, pero solo era un vago bulto desperdigado en el sofá, un hombre de arena, desmoronándose de mi vida, mi infancia y mis buenos recuerdos.
Luis Carlos era el presente, la realidad palpable, el cuerpo físico. Casi sin ser consciente de lo que estaba haciendo, lo abarqué con mis piernas. Se irguió de inmediato, pero impedí que se alejara. Susurró mi nombre en la oscuridad. Estaba completamente viciada y receptiva en ese momento. Quería sentir su cuerpo aún más próximo, más afín: todo cuanto pudiera adherirse al mío hasta sentirme en plenitud conmigo misma. ¿Sería posible, de esa forma, desdibujar todos los contornos de mi propia existencia? ¿Rellenar los recovecos que palpitaban en mi interior como demonios lujuriosos?
Lo besé en los labios. Para mi sorpresa, Luis Carlos no me empujó, no me apartó de un manotazo como creí que haría. Pero tampoco correspondió a mi tacto. Se quedó estático, recibiendo mis afectos con la rigidez de una roca, encerrándome con sus brazos mientras yo lo aprisionaba con mis muslos, exasperada y dolida ante su falta de reacción. Cuando me di por vencida, incapaz de saciarme, Luis Carlos terminó de hacerme espacio entre las sábanas, con la misma dulzura que si fuera una muñequita de porcelana, una princesa en un castillo de cristal.
—Me siento tan triste —susurré con una voz que no se asemejaba en nada a la que me pertenecía-—. Quiero estar contigo. Me gustaste desde el primer momento que te vi.
Sonaba idiota, más propia de una psicótica de catorce años que de la muchachita modelo que yo pensaba ser. Luis Carlos me acarició las mejillas empapadas.
—No se lo diré a nadie —aseguró, mientras se hacía a un lado, dejándome tendida, vacía, sin fuerzas para protestar—. Pero no lo vuelvas a hacer.
En ese momento no pude imaginar que todo este ensueño solo precedería al abandono.
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