6

Supongo que en esos momentos yo era una niña muy influenciable, que se sentía hechizada por los ojos gatunos de la López y accedía, sin miramientos y con una boba sonrisa en el rostro, a todos sus caprichos. Todo lo que ideaba, todo lo que se le pasaba por su cabeza, me parecía una genialidad en todo su esplendor, algo digno de rendir homenaje. Según ella, Darío no estaría aquel día en casa, pues habría ido a su entrenamiento deportivo, de sus padres no tendríamos que preocuparnos porque estarían en el trabajo y lo más probable era que su hermana pequeña estuviera en casa de unos familiares que la cuidaban.

Me quedé atónita ante esta información tan detallada.

—¿Espías a Darío? —pregunté, incrédula.

Su silencio fue bastante elocuente.

—Podemos trepar la reja de atrás —dijo la López, mientras yo tragaba saliva y la seguía a lo largo de la calle.

Me sequé el sudor de la frente. Hacía un calor espantoso y podía sentir el ardor en mis mejillas.

—No creo que sea buena idea —indiqué. Ella no pareció darle gran importancia, pues hizo un simple gesto con la mano para restarle importancia—. ¿Estás segura?

—Ni que fuéramos a robarnos algo —farfulló, volviéndose hacia mí—. Nada más vamos a echar un vistazo. Darío se la pasa todo el día hurgando en nuestras cosas y haciendo comentarios impertinentes. El otro día se me cayó una toalla sanitaria en el suelo y comenzó a burlarse con los neandertales de sus amigos. Son solo unos niños inmaduros, ¿a qué le tienes miedo?

—Sigue siendo un delito —insistí, frotándome las palmas sudorosas de la tela de mi falda—. Estaríamos allanando propiedad privada.

La López y yo nos ubicamos en la parte trasera de la casa. Ayudándonos, y vigilando que ningún vecino nos estuviera viendo, trepamos el enrejado, ella con mucha menos dificultad que yo. La López tiró primero su mochila, lo que produjo un sonido seco, y llegó del otro lado de un salto. Cuando fue mi turno de bajar, la piel de una de mis pantorrillas se enganchó a una de las espinas de las rosas trepadoras que cubrían la pared, provocándome un corte que en breve comenzó a sangrar y a mancharme el borde de la media blanca de mi uniforme.

—¿Estás bien? —preguntó la López, examinando la herida.

—Sí —murmuré—, solo fue un corte. Vamos, que nos puede ver alguien.

La López asintió y cogió su mochila del suelo. Nos tomamos de la mano y, entre risas estúpidas, nos dirigimos a la entrada de la casa. Cuando la López empujó la puerta, nos percatamos, para nuestra sorpresa, de que estaba abierta.

—A lo mejor haya alguien adentro —susurré.

Viéndolo en retrospectiva, aquello debió ser razón suficiente para acobardarnos y echarnos para atrás, pero en realidad solo nos hizo sentir más estimuladas.

Entramos al vestíbulo, el cual estaba colmado de fotografías familiares. Me acerqué para ver una en tonos sepia, de un soldado tocando una guitarra. A la López le pareció cursi. Había también una fotografía de un niño posando junto a una llama y una niña más pequeña montada sobre un asno.

—Mira, estos deben ser ellos —indicó—, esa es la retrasada. Y ese de ahí se parece a Darío. Mírale la pinta ridícula.

Me reí por lo bajo. La López me tomó del brazo y continuamos avanzando. Todo estaba en sepulcral silencio. Mientras atravesábamos la cocina, a la López se le ocurrió la idea de ir a revisar la nevera. Cogió una banana y comenzó a pelarla, para luego tirar la cáscara sobre la alfombra. Esto me inquietó.

—No dejes evidencias. —La increpé, recogiendo la cáscara y tirándola al cubo de basura.

—No seas aburrida —dijo ella, devorándose la fruta de unos cuantos bocados. Se limpió las manos con el pañuelo de tela que colgaba del asa del horno. Se acercó a la estantería de la sala de estar y cogió un libro—. Mira, un diccionario Larousse escolar. Libros contables, libros académicos. Ah, mira, algo interesante.

Había cogido la Biblia. La López lo hojeó por unos momentos y luego lo guardó en su mochila.

—¿Qué haces? —pregunté alarmada.

—La tomo prestada —explicó con una naturalidad que me resultó chocante—. Ya luego la regreso. Solo voy a leérsela a mis hermanos. En casa mamá no nos deja que leamos esto, dice que es pura mierda y que no hay que abrirles las puertas a los enfermos que te quieren hablar de la Palabra.

Protesté, pero enseguida me di cuenta que la López no tomaría en cuenta nada de lo que le dijera, aunque lo que hiciera fuera algo tan éticamente incorrecto como hurtar.

—Déjalo ahí —insistí.

—No se darán cuenta. Tienen un montón de libros aquí. Dios, esta casa es lo máximo —suspiró, mirando en derredor—. Hasta tienen consola. Hugo quiere uno para jugar Contra. Desde que jugó en casa de un amiguito no habla de otra cosa.

La López se puso de cuclillas para ver la consola y los cartuchos que tenían. Yo tragué saliva, sintiendo aún que en cualquier momento alguien aparecería y nos meteríamos en gravísimos problemas. La López encendió el televisor pero solo había ruido blanco. Intentó mover las antenas para sintonizar un canal sin mucho éxito.

—¿Jugamos algo? —preguntó al final.

—No me apetece —dije, mirándome la mancha sanguinolenta que se extendía sobre la media blanca.

La López lo advirtió y se enderezó. Caminó hasta la cocina y arrancó una hoja de papel secante. Luego se plantó frente a mí y, arrodillándose, comenzó a limpiarme el corte. Me quedé muy quieta, mirando el nacimiento de su pelo negro y su broche verdeazul de libélula. Tiró de mi media hacia abajo, remangándola, e hizo lo mismo con la otra.

Nos tomamos del brazo y comenzamos a subir las escaleras, cuyos peldaños crujían bajo nuestro peso. La López giró el pomo de la primera puerta con mucha lentitud, asomando primero el rostro por la rendija, para luego abrirla en su totalidad. Era el baño, un habitáculo pequeño, con azulejos blancos,  un retrete decorado y un lavamanos de porcelana rosa. Cuando la López descorrió la cortina, soltó un grito de emoción.

—¡Una bañera! —exclamó, volviéndose hacia mí con las pupilas dilatadas—. ¿Nos metemos?

No esperó ninguna afirmación de mi parte cuando ya estaba quitándose la mochila y los zapatos. Se sentó en la bañera y se abrazó las rodillas, con una sonrisita casi infantil en los labios. Me daba un poco de grima su conmoción, pero de todos modos me metí también y me senté frente a ella. Cogió la alcachofa, como si fuera la primera vez que veía una, y me rocío de agua con ella. Se rió.

La López se reclinó en el borde de la bañera, y, con su pie ágil, abrió el grifo. Por un instante me pareció que lo que hacíamos era una estupidez, pero me quedé en silencio, dejándome salpicar por el chorro de agua que se estrellaba sobre la porcelana.

—Creo que ahora le tengo un poco de envidia a ese mequetrefe —masculló, a medias en broma, a medias en serio.

Tras varios minutos, la bañera se llenó y nosotras nos hallábamos sumergidas en al agua. La Lopez acariciaba la escasa piel expuesta de mis piernas con su dedo gordo. El contacto me producía un inocente cosquilleo.

—Húndete —susurró, con los labios rotos apenas un centímetro por encima de la superficie del agua.

Ella fue la primera en zambullirse. Yo la seguí.

Luego de un rato, mientras tatareábamos canciones en voz baja, nos salimos. La López me ayudó a incorporarme.

Abrió el botiquín de primeros auxilios que estaba sobre el lavamanos, el cual estaba atiborrado de blísteres y frascos de píldoras, y fue leyendo las etiquetas de los medicamentos. Nuestros cabellos y ropas goteaban sobre la cerámica y nuestros zapatos se encargaban de crear una capa de charco. Estábamos dejando el baño como un auténtico cuchitril.

—A mi madre le daría un infarto si viera toda esta mierda. Parece que en esta casa se los toman como si fueran tictacs.

La López devolvió todo a su sitio, no sin hacer un pequeño y malicioso desastre. Supongo que quería hacer constar que alguien había estado allí. Salimos del baño y abrimos otra puerta. Era un dormitorio grande, con una cama matrimonial en la que no dudó ni un segundo para arrojarse encima.

—¡Salomé, ven a la cama conmigo! —gritó, juguetona, mientras soltaba una carcajada.

Fuí hasta ella y me tumbé a su lado. Chillé con emoción cuando el colchón de agua empezó a ondular bajo mi peso. La López enredó sus piernas con las mías y me abrazó. En esos momentos, cuando estaba con ella, todos mis problemas desaparecían como por arte de magia. Me olvidaba de todo y de todos: del desapego de Marisol, la altanería de mi madre, de la belleza de Luis Carlos, de ma indiferencia de mi padre. Eran momentos de comunión en los que no existía nadie más en el mundo. Solo la López y yo.

Estuvimos un rato jugando a dar saltos. Después, la López unión sus labios con los míos. Nos besamos y acariciamos un largo rato. Me sentía sensible y embotada. Cada movimiento que hacía la López, como recorrer etéreamente mi vientre con sus alargados dedos, me hacían sobresaltar. Yo estaba hecha toda cuerpo en ese instante, tan incompetente, tan desconectada de la realidad. Mi mente volaba muy alto, muy lejos, en un plano elevado y fantasioso. Nuestras piernas se entrelazaron y acerqué mi pelvis a la suya, frotándome de ella.

Llegó un momento, entre todo este jugueteo, en el que la López se irguió y me miró con los ojos muy abiertos, de espanto, antes de esbozar una sonrisa traviesa.

—¿Qué ocurre? —pregunté en un quejumbroso suspiro, pero ella dejó caer con cuidado su mano sobre mis labios, ya hinchados de tantos besarnos.

—Mierda. No hables muy fuerte —susurró en mi oído—. ¿No escuchaste la puerta?

Sentí un nudo en la garganta y me puse de pie. La López me siguió. Dejamos la cama echa un desastre y casi corrimos hasta el puerta, tropezándonos un poco. La López asomó la cabeza por la apertura de la puerta entornada, antes de hacerme una señal para que saliéramos. Yo sentía que mi corazón golpeaba mi pecho con fuerza. Las manos me empezaron a temblar, las axilas me cosquilleaban y un sudor frío recorría mi espalda.

Podíamos escuchar voces en el piso de abajo. Traté de agudizar el oído. Sin duda, se trataba de la niña, y con ella había alguien más. Escuché de pronto una estrepitosa risotada que no podía ser de alguien más que de Darío. La López chasqueó la lengua. Nos quedamos pegadas a la pared, muy quietas, expectantes.

Oímos pasos en la escalera. Vimos aparecer por el rellano a la pequeña, agitando sus coletas.

—Mira, ahí viene la niña —susurró la López en mi oído.

La niña entró al baño. En ese momento, la López aprovechó para empujar con suavidad la puerta de la habitación. La casa había quedado en total silencio, salvo por los ruidos provenientes del piso de abajo, indicativo de que había movimiento en la sala o en la cocina. La López me hizo un gesto con la cabeza para que avanzáramos. Así lo hicimos.

—No tuvimos que entrar aquí —murmuré, lo más bajito que pude. No parecía importarle.

Caminamos dando pasos lentos y meticulosos. El pasillo se nos estaba haciendo interminable. Cuando llegamos al primer peldaño de la escalera, el corazón se me paralizó cuando escuchamos una puerta abrirse a nuestras espaldas, seguido de un grito de sorpresa. Giré la cabeza de golpe y vi a la niña en el umbral, gritando y mirándonos con ojos desorbitados. La López se alteró, me cogió del brazo y echamos a correr por las escaleras, mientras los chillidos de la niña se incrementaban.

—¡Darío! —gritó.

Darío llegó corriendo. Nos quedó mirando con asombro y enojo mientras cruzábamos a toda marcha la sala de estar. Parecía estar demasiado ofuscado como para siquiera recriminarnos nada. Darío corrió detrás de nosotras mientras cruzábamos el patio trasero y abríamos el enrejado, al que ya le habían abierto el candado.

—¡Están locas las dos! —Darío gritó detrás de nosotras—. ¡Se van a meter en problemas por esto!

Corrimos un par de calles hasta detenernos de puro agotamiento bajo el toldo de un quiosco. Sentía el corazón desbocado y me faltaba aire en los pulmones. La López tenía la cara encendida y se secaba el sudor de la frente.

—Nos descubrieron —murmuré, cada vez más consciente de lo que eso significaba, y por ende, más histérica—. Pueden denunciarnos por esto.

La López se lo tomaba todo con tal aplomo que me exasperé. Comenzó a abanicarse el rostro con las manos.

—No lo va a hacer.

—Darío nos tiene tirria —espeté, intentado hacerla entrar en razón—. Por supuesto que lo hará.

Pero la López negaba con la cabeza, muy convencida de sí misma. Tal vez esto fuera algo que yo, en el fondo, también deseaba para mí. Esa seguridad personal. Esa forma de andar por la vida tan despreocupada, con los cabellos revueltos y los pies sucios, con el esmalte de las uñas estropeado, con los delineados mal hechos, y sin que te importara la opinión de los demás. Me imaginaba a veces siendo tan alta y delgada, tan lánguida y gatuna. Tan desentendida de la opinión de los demás.

—Que no, Salomé. Confía en mí. Darío va a mantener la boca cerrada.

La López me guiñó el ojo y movió la cabeza para que nos fuéramos. Respiré hondo y empecé a seguirla. Porque yo era como su adepta, como su sombra.

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