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—Pero mira qué piernitas. Mira qué bracitos. Mira qué barriguita.
Marisol jugaba con él con una ilusión infantil, haciendo pedorretas en su abdomen. Me preguntaba si acaso lo vería como una criatura de carne y hueso que había desviado por completo el rumbo de su destino, como un ser humano cuya supervivencia dependía por completo de ella.
Por suerte, Santi nació sin complicaciones, pese a la edad precoz de su madre, y a las pocas semanas ya daba indicios de que se convertiría en un niño vigoroso e inteligente. A mí me encantaba sostenerlo en mis brazos, aunque no me lo dejaran por mucho tiempo, y llevármelo al jardín para mostrarle las flores y el cielo y el agua y a las tortuguitas, y decirle que yo era su tía y que lo amaría para toda la vida. Luego se lo devolvía a sus padres, porque me daba la sensación de que era tan pequeño que podría lastimarlo con solo un movimiento inadecuado.
Mamá ya le había tejido a ganchillo un par de gorros y zapatos de bebé, lo que nos tomó a todos por sorpresa, pues fue quien más lloró cuando Luis Carlos —un perfecto desconocido para nosotras, quien desde un principio suscitó recelo, pues no se trataba de uno de esos muchachitos del colegio que iban a visitar a Marisol y se limitaban a darle besos huidizos en los labios— se apareció en la puerta de la casa a anunciar que asumiría toda responsabilidad.
Fue entonces cuando mamá supo que todos los años que dedicó a advertir a sus hijas sobre la importancia de no cometer sus mismos errores no sirvieron de nada. En cualquier momento llegaba un inservible a endulzarles el oído y prometerles la luna y las estrellas, como mi padre hizo con ella.
Yo mantuve distancia, escuchando sin poder creérmelo, desmeritando a mamá por insultar con tanta crueldad a Marisol, mi ídolo de piedra, mi hermana tan hermosa como las celebridades, quien me parecía demasiado ávida y lista como para embarazarse a los diecisiete años. Fue como si la figura se Marisol se resquebrajara y se convirtiera en una adolescente común y corriente, como cualquier otra, con virtudes y defectos, con diastema y acné en las mejillas.
Fue durante este periodo en el que me dejaron por completo al margen. Sin embargo, no me molestaba que mi ser se adhiriera el silencio ni el vacío. Hallaba muchas ventajas en mi manera de ser taciturna y prudente, que me permitía gozar de la misma libertad de los pájaros en el cielo. Era una espectadora de la vida. Me gustaba ser la niña rara que se paseaba por el mundo como por un jardín encantado, la que admiraba la naturaleza de las cosas sin intervenir en ellas, como si no poseyera realmente un cuerpo físico.
Luego de su paroxismo inicial, mamá aceptó la realidad, prometiéndole a Marisol que estaría siempre para ella, a diferencia de sus propios padres, quienes la corrieron de casa ni bien supieron que una vida crecía en su vientre. Y a pesar de que fue una manera problemática de conocerse, mamá terminó sintiendo afecto por Luis Carlos.
Había algo en sus ademanes relajados, su andar pausado, su sonrisa confiada, que equilibraban el neuroticismo de mamá: los refunfuños y reprimendas que eran respondidos con comentarios sutiles y cautelosos se convirtieron en una rutina indispensable para la estabilidad familiar.
En ese momento, los miles de defectos de Marisol saltaron a la vista. O quizá siempre estuvieron allí, anunciados por flechas y carteles de neón, y yo nunca me había dado cuenta. A menudo quería que la dejáramos a solas, pero luego se quejaba de que no tenía la compañía suficiente. Pretendía mostrarse fuerte y robusta como el tronco de un sauce, pero se derrumbaba cada vez que el sol se ponía y la realidad se cernía en torno a ella en la forma de una tarde pesada y monótona. Exageraba las dificultades de la maternidad hasta convertirlas en una invalidez. Tal vez eso es lo que perciben las mujeres que enfrentan embarazos no deseados hasta el último minuto: una especie de mutilación psíquica y corporal.
La gota que colmó el vaso fue la vez Luis Carlos llegó del trabajo, se sentó a cenar y Marisol salió del cuarto hecha una furia, reclamándole a voz en cuello el estado grasiento de su uniforme y los calcetines mugrientos tirados sobre la alfombra. Entonces mi madre se levantó y, ante la mirada atónita de su yerno, le propinó una bofetada.
—Compórtate, por el amor de Dios —gruñó con aspereza—. Madura un poco que ya eres madre. No puedes andar con esos griteríos por toda la casa. ¿No querías ser mujer? ¡Pues es momento de que actúes como una!
Marisol se cubrió el rostro enrojecido con las manos y regresó al cuarto con lágrimas en los ojos. Mamá volvió a la mesa en absoluto silencio. Nadie dijo nada. Luis Carlos se levantó de inmediato, sin terminar su cena, y fue tras Marisol.
Era normal que mi madre actuara de ese modo, o al menos así lo veía yo. Ella lo había tenido muchísimo más difícil, sin el apoyo de su madre ni de su padre, atenazada entre las burlas, los desprecios y las humillaciones de sus parientes políticos. Y nunca se anduvo con pataletas. Soportó todo en adusto silencio, sin protestar, sin poder hacer más salvo apretar los dientes y derramar sus lágrimas por las noches, cuando ya todos se acostaban y se quedaba sola en la habitación, con una Marisol de apenas meses, porque su marido se iba a beber hasta perder el conocimiento, despreocupado de si su hija enfermaba o si tenía frío o sentía hambre.
Mis padres se divorciaron semanas después de mi nacimiento, ni bien mi madre se recuperó de su cesárea. Tomó sus escasas pertenencias, a sus dos hijas y se marchó, y no volvió a ver a la bruja de su suegra ni a los entrometidos de sus cuñados.
A lo largo de nuestras vidas, las oportunidades que hemos compartido con nuestras familias materna y paterna podemos contarlas con los dedos de una mano. Siempre fuimos nosotras tres. Siempre fue mamá, en medio del tumulto, de la tormenta, vitoreando nuestros logros, ahuyentando nuestros miedos.
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