10
Cada vez que recuerdo esa escena siento el escalofrío recorrer mi espina dorsal y las náuseas ascienden por mi garganta. Es una imagen grotesca, de esas que quedaran cinceladas en tu mente por muchos años, sin transfigurarse como la mayoría de nuestros recuerdos. Cuando cierro los ojos, me traslado al pasado, a un trauma que me ha costado simbolizar.
Los meses posteriores a la partida de Luis Carlos, la casa estuvo sumida en el silencio. No regresé a la habitación de Marisol. Estuve varios días conmovida por ese evento y me sorprendió cuánto llegué a extrañarlo. Veía en todas partes y en todo momento su sonrisa perfecta, sus pómulos aristocráticos, sus ojos verdes y chispeantes. Veía partes de él en todos los rincones, como si en realidad siguiera allí, diseccionado, a la espera de que cualquiera de nosotras recogiera sus trozos deshechos.
Tardé semanas en darme cuenta que era un hecho, que Luis Carlos no volvería. Se despidió primero de mamá. Estuvieron casi dos horas reunidos en la cocina, sentados bajo la luz blanca, bebiendo café en las tazas de arcilla, mientras yo me desplazaba por la casa con los calcetines puestos para que nadie notara mi presencia.
Después se despidió de Santiago, con un abrazo que duró una eternidad, y le susurró unas cuantas palabras al oído mientras le acariciaba la mejilla.
—Me sentí muy feliz desde el día que supe que venías. Y te sigo amando como la primera vez que te tuve en mis brazos, pero yo me tengo que ir. Espero que crezcas siendo un niño sano y feliz. Tienes una abuela y una tía maravillosas, que siempre velarán por ti.
Y por último, Luis Carlos se despidió de mí. Yo estaba en el porche, quitando las telarañas de las esquinas con la escoba. Imaginaba algo mucho más emotivo que eso, que se hiciera un hueco en mi corazón. Pero fue bastante decepcionante. Aunque sabía de sobra que mis fantasías con Luis Carlos eran completamente quiméricas, esperaba al menos un beso en la mejilla que diera inicio a alguna que nueva ensoñación.
Luis Carlos me sonrió, pero no de la forma que yo deseaba. Fue todo muy fraterno. Fue todo lo correcto que pudo ser.
—Adiós, Salomé —susurró—. Dejo a Santiago en tus manos. Sé que cuidarás muy bien de él.
—No quiero que te vayas —admití. Sentí un escozor en la garganta. Me dolía articular las palabras. No era realmente a eso a lo que me refería.
Te quiero. Te deseo. Quiero que formes parte de mí. Así, tanto como lo que sentía por la López. Se marchaba igual que ella.
Ya se había vuelto costumbre de todos apartarse. De abandonarme, aunque fuera por circunstancias que escapaban de su control. Quería que se quedara conmigo y me abrigara, que me barriera con la mirada, que me diera una dosis de mentiras y promesas como con las cuales la López, veraniega y juguetona, me había colmado el corazón.
—Yo también voy a extrañarte —dijo.
Mamá no estuvo muy comunicativa en todo ese tiempo. Lo que fuera que pasara por su cabeza era un enigma, un terreno sagrado en el que ni Marisol ni yo nos atrevimos a asomar la nariz. No se le veía furiosa, ni consternada, ni decepcionada; tenía la misma expresión indiferente de alguien que ya se ha resignado.
—Tu hermana es un caso perdido —dijo en una ocasión, en la cocina, mientras cortaba tiras de carne de res.
Yo estaba sentada en la mesa, acomodando un par de trinitarias en la enciclopedia médica, entre una lámina de papel secante y una página del periódico. Fingí no escucharla y traté de no darle importancia. Luego que se fue, Marisol entró a la cocina. Tenía el cabello rubio ya bastante largo —y eso que nunca dejaba que le creciera más debajo de los hombros—, recogido en una coleta a la altura de la nuca. Puso a calentar agua para prepararle el biberón a Santi.
—¿Sigues con eso? —preguntó, más con fastidio que con curiosidad—. ¿Qué sentido tiene ahora?
—Recogí algunas flores del jardín —contesté.
—Sí, eso fue lo único que nos dejó Luis Carlos —protestó, volviéndose hacia mí. Sus ojos marrones poseían un brillo enloquecido—. Un bonito jardín. Y un columpio que solo utilizas tú. Ya estás muy grande para eso, ¿no crees?
Pensé que sus quejas cesarían allí. Cerré la enciclopedia y me acerqué al alféizar de la ventana de la cocina, donde siempre la colocaba, y apilé otro par de libros y cuadernos viejos sobre ella.
—No debiste haberlo engañado de esa forma —dije.
Tenía ganas de llorar. Primero la López me abandonada. Y después Luis Carlos. Se marchaban sin titubeos, desaparecían de mi vida, a sus anchas, ignorando cuán importantes eran para mí.
—No hables de lo que no sabes —advirtió, cruzándose los brazos—. Vives en tu propio mundo, en un cuento de hadas con tus flores secas y tu álbum de fotografías. Y piensas que nada ha cambiado, que seguimos siendo las mismas niñas que querían ir juntas al mar. Vives en una fantasía porque la vida real te haría pedazos.
Parpadeé, atónita ante sus palabras. En momentos como esos desconocía a Marisol, quien una vez fue la representación de todo lo que estaba bien, de lo que yo soñaba en convertirme. Respiré hondo y me llevé un mechón de pelo castaño detrás de la oreja. Los rayos de sol me quemaban la piel de la espalda que mi blusa dejaba al descubierto.
—Yo ya conocí el mar. —Me encogí los hombros—. Una vez. Con papá cuando fuimos a la península.
—Claro, con un borracho inservible —farfulló—. Parece mentira que aún pienses en él después de todo lo que hemos pasado. Si por él hubiera sido, estuviéramos en la mierda.
—Es nuestro padre —repliqué. Pero la verdad es que no tenía ganas de discutir. Estaba exhausta.
—Es un irresponsable —prosiguió—. ¡El mar! Un miserable recuerdo es lo único bueno que tienes de Eladio. Te aferras a ello porque sabes que es lo único que obtendrás de su parte. Eladio viene, te da unas cuantas migajas de amor, te hace un montón de promesas que jamás cumplirá, y ya estás satisfecha, defendiéndolo a capa y espada.
Quise pedirle que se callara la boca, echarle en cara que era una cualquiera, que ella tampoco le estaba dando una vida mejor a su hijo. Y que el pequeño crecería sin saber tampoco lo que era tener un padre que lo amara y protegiera y todo por culpa de sus malas decisiones. Me mordí la lengua y me fui a la habitación. Cerré de un portazo y me metí entre las sábanas, imaginando que alguien se materializaba frente a mí, una criatura andrógina compuesta de detalles, con las manos callosas de Luis Carlos y los labios agrietados de la López.
¡Cuánto los extrañaba! Todo regresó, de un momento a otro, al mismo vacío del año anterior, como un gran rebote. En la escuela apenas conversaba con mis compañeros. Seguía siendo, para el resto de la gente, una persona anónima, desconocida, alguien que se deslizaba por los pasillos con su aura sigilosa, cuyos zapatos nunca resonaban. Darío me miraba a la distancia pero no parecía dispuesto a hablarme.
—Qué triste que la López se haya ido de esa forma —dijo, casi en un susurro, como si no quisiera que nadie más lo escuchara, como si le avergonzara—. Sé que la querías o la quieres mucho. Pero, si te soy sincero, creo que te estaba llenando la mente de tonterías.
Yo simplemente bufé mientras pasaba a su lado.
En casa no me sentía mejor. Miraba el columpio, el subibaja y el tobogán, y se me revolvía el estómago al imaginar otra vez la estela que Luis Carlos había dejado, una estela dulce y cálida que me envolvía como los rayos de sol. ¿Algún día desaparecería esa aprehensión?
El desastre ocurrió en mismo otoño. Santiago ya había cumplido su primer año y caminaba con torpeza entre las plantas y las flores. Se sentaba bajo la sombra del árbol de ponsigué y destruía los hormigueros que se encontraba en la tierra. Jugaba con las tortuguitas: les cambiábamos el agua y les dábamos de comer trozos de fruta. Mamá y Marisol apenas se dirigían la palabra.
Marisol permanecía inalterable, a pesar de su postura encorvada, su pelo desvaído hecho un nido de pájaros. Besaba las manos del pequeño. Acariciaba sus cabellos con sus finos dedos. Lo vestía con cuidado y le aplicaba aceite y loción en el cuerpo. A diferencia de los meses anteriores, en los que Luis Carlos seguía viviendo con nosotras, cumplía con sus obligaciones maternas sin quejarse ni protestar.
Era domingo. Mamá y yo regresábamos del mercado con las bolsas. Mamá se enjugaba con la manga del suéter el sudor de la nariz. Dejamos las compras sobre la mesa del comedor, en donde Marisol estaba sentada, pelando patatas y zanahorias para la ensalada. En la casa reinaba el silencio y me parecía extraño que no hubiera encendido el radiocasete.
Mamá comenzó a ordenar los comestibles en la despensa. Yo cogí la bolsa de detergente, el bote de suavizante y el jabón para lavar, y me los llevé para la parte de atrás, en donde estaba el lavadero. La bañera azul estaba allí. A la distancia, se veía un objeto amarillo flotando en el agua: el patito de hule. Sonreí mientras me acercaba, decidida a coger el juguete en mis manos, tiernamente, para evocar el recuerdo de Luis Carlos, de su sonrisa, de su espalda ancha, sus brazos sosteniendo los travesaños de madera, los uniformes llenos de grasa.
Mis pies, mis manos, mi respiración. Todo se detuvo en el momento en que me asomé hacia el interior de la bañera.
Durante mucho tiempo he creído que, en ese preciso momento, grité con todas mis fuerzas. Me parece recordar el desgarro de mi garganta. Mi memoria está convencida de que eso fue lo que ocurrió. Pero mi madre reitera no haber escuchado nada. Ella seguía vaciando los paquetes de arroz, leche y azúcar en sus respectivos envases. La verdad es que las dos tenemos versiones distintas de los eventos de esa mañana.
A mí me parece que me quedé allí durante muchísimo rato, minutos enteros en los que trataba de situar los acontecimientos en el mundo real. Ella dice que regresé enseguida, con los ojos desorbitados y una palidez que no era de este mundo.
A mí me parece que Marisol se puso de pie, convulsionándose en un llanto caótico, mientras se llevaba las manos a la cabeza, y mi madre debía sostenerla en sus brazos antes de que fuera a desplomarse. Pero mamá dice que no fue así. Que mi hermana siguió quitándole la piel a las patatas y a las zanahorias con el cuchillo, imperturbable, sin levantar la mirada ni pronunciar una sola palabra.
Que no fue ella quien salió disparada hasta el lavadero para ver qué por cuenta propia qué había ocurrido, sino que fui yo quien la tomé de la mano y la conduje hasta donde estaba el cuerpo sin vida de Santiago.
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