Bagatela 4: Casualidad
Casualidad
El sol de mediodía siempre es horroroso, y en aquella ocasión Bruno lo estaba comprobando muy bien. Con los luminosos y ardientes rayos dándole en la cara ya ni sabía qué hacer. Tenía ganas de bajarse del automóvil e ir a arreglar el percance con sus propias manos, jalarse los cabellos o mínimo insultar al primer ser viviente que se cruzara en su camino, tal vez así se buscaba una pelea y lograba deshacerse de su ira. Y no es que tuviera tanta prisa como para sentirse así, es que simplemente odiaba estar encerrado en un auto caliente como el infierno en medio de un embotellamiento tamaño dios.
A esas alturas ya estaba arrepentido. Sí, necesitaba arreglar algunos asuntos con su amigo, pero no eran tan urgentes como para haberse metido en tal embrollo. Justo después de recibir su llamada, quizás, una hora antes, decidió salir a su búsqueda sin tomar en cuenta que era la hora pico. Los estudiantes salían de sus escuelas, los trabajadores iban a almorzar, y para terminarlo de arruinar, se le ocurrió tomar el atajo de siempre sin imaginar siquiera que había ocurrido un choque. Así que estaba atrapado sin salida ahí, entre pitidos, sudor e histeria colectiva.
Después de abrir las ventanas se dedicó a presionar el claxon una y otra vez, aun sabiendo que era imprudente de su parte. Estaba consciente de que los autos no se iban a mover, pero al menos ejercía un poco de presión.
En fin, pasados otros quince minutos se dio por vencido. Agotado, de un pésimo humor y con la boca seca, se recargó en su asiento, soplándose con una revista que por fortuna había dejado dentro del vehículo. El aire fresco le relajó un poco, al grado de permitirse cerrar los ojos. Con el ceño fruncido pensó que tampoco tendría que recurrir a eso si el clima no se hubiera averiado, y era entonces cuando aborrecía su negligencia.
Tratando de mantener la calma, volvió a incorporarse y miró a su alrededor. Edificios, locales, autos, autos, autos y... entonces lo vio. En el carril derecho había una camioneta blanca bastante elegante, de donde provenía una tonada que le resultaba familiar. «Vaya, al menos alguien tiene buen gusto musical», pensó Bruno esforzándose por escuchar. Curioso, dirigió la mirada a su derecha una vez más; total, era el vehículo más cercano. Debía ver cómo lucía la persona al volante.
Lo que se topó no le sorprendió demasiado. Era un chico de cabello negro, lacio y largo hasta los hombros, de facciones más o menos finas, que portaba ropa ligera pero de marca, o al menos esa impresión daba. A pesar de que era común encontrarse con tipos así, por cada segundo que pasaba mirándolo le parecía más y más... ¿conocido? ¿Fascinante? ¿Interesante? O más bien...
Enfocó la vista. El muchacho jugaba con sus dedos apoyados en el volante, siguiendo el ritmo de la canción. A su vez movía con gracia la cabeza, haciendo que aquellas hebras oscuras bailaran con él. Realmente parecía disfrutar la canción, y terminó de confirmarlo cuando observó sus labios articular la letra con ímpetu.
—¿Qué clase de maniático se divierte en una situación así? —Bruno pronunció en voz baja antes de que pudiera evitarlo. Pero era verdad, no podía pensar de otra manera, incluso aunque le resultara extrañamente adorable.
Y estaba tan ensimismado observando esa boquita rosa, que ni tiempo le dio de evadir aquel par de ojos castaños cuando se posaron en él. Tardó un poco en reaccionar, pero cuando se dio cuenta una alarma sonó en su interior.
¡El chico le estaba mirando! ¡El chico le estaba mirando! ¡Se había percatado de su acoso visual!
El encuentro le pareció casi un roce, profundo, acusador. El pelinegro le miró en un principio con timidez, tal vez vergüenza, pero aún así tuvo la osadía de mantener sus orbes fijos en él. Y Bruno permaneció idiota en su lugar. ¿Cómo se suponía que debía mostrarse ante eso? Entonces pensó en jugar a ver quién se intimidaba primero... o algo así, pero más en serio.
Sin embargo, transcurridos unos segundos y para su sorpresa, lo que recibió como respuesta fue una sonrisa. Aquel rostro tierno le ofreció una mueca amigable, y aunado a eso, hizo la seña de «amor y paz» con su mano derecha.
—¿Pero qué...? —Hablando una vez más para sí, frunció el ceño.
Entonces lo recordó.
¿Cuántas noches habían transcurrido después de eso? La silueta en medio de la luz violeta, las bebidas y el deseo frustrado. Axel. Ese era su nombre, lo había dicho en el bar antes de irse y dejarlo expectante (llámese «con las ganas»). ¿Cómo podía darse la casualidad de hallarlo dos veces en una ciudad tan grande?
Y quiso hacer algo, buscó la manera, pero justo en ese momento los autos comenzaron a avanzar de nueva cuenta. Y se maldijo, observando cómo el chico volvía su mirada a la carretera y se disponía a arrancar otra vez.
No, no, no... en esa ocasión no lo dejaría ir. Definitivamente no lo haría.
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