Bagatela 2: ¿Has visto el cielo?
¿Has visto el cielo?
Esa noche, iba decidida.
Salir de casa no resultó fácil, ¿sabes? Antes de recurrir al escape, habían llamado ya tres veces a la puerta de mi habitación, ordenando que bajara a una de esas tediosas cenas familiares que tanto odiaba, aquellas donde fingíamos que todo iba bien, que nos queríamos. Pero no me importó; pensé «al carajo con todo», y brinqué por la ventana.
Por fortuna, Carlos había visto mi mensaje, así que me recogió en su auto antes de que se percataran de mi ausencia. Le pedí que me diera un aventón a dos cuadras de tu local, para que nuestro encuentro pareciera más «casual» y menos «desesperado», aunque en realidad... moría a cada segundo.
La atmósfera era fría. El vaho se escapaba por mis narinas, en forma de suspiros. Había poca gente en la calle, me atrevo a decir que era la única caminando en la acera. La luz de los faros iluminaba el suelo, mientras yo observaba mis pies.
¿Qué debía decirte y cómo? Los últimos días me habías estado hechizando con algo mágico, dulce, y quizás amargo... como el café. ¿De qué se trataba? Lo desconocía, pero quería poseerte, de alguna u otra forma.
Llegando a mi destino, te vi. Estabas recogiendo tus cosas después de una larga jornada de trabajo en la misma y oxidada tienda de abarrotes. Decidí asomarme discretamente tras el cristal, no quería arruinar la sorpresa.
Estabas perfecta. Llevabas aquellos tejanos ajustados que resaltaban tus caderas, aquellas que se movían de un lado a otro cada vez que bailabas acomodando los productos sobre los estantes. Reí al recordar esa imagen.
También portabas tu vieja blusa blanca de algodón, y la chamarra de mezclilla con la que te conocí. El cabello largo y alborotado, como si no conocieras el significado de la palabra «cepillo». Así era como más me gustabas, auténtica. Lucías hermosa, siempre con esa actitud delicada, a ratos triste.
Escuché tu nítida voz pronunciar «buenas noches», e inmediatamente me recargué contra el vidrio a esperarte.
Estaba realmente ansiosa. Quería acariciar tu cabello, ofrecerte un cigarro, poder besar tus suaves labios después de mil intentos fallidos.
Tu delgado cuerpo salió a la intemperie, encogiéndose por el frío. Comenzaste a caminar en dirección contraria a la mía, encorvada... te me figurabas tan frágil. Así que, tal como una guerrera, tomé valor y te abracé por la espalda.
Tus caderas rebotaron con las mías, mientras te atraía más a mí. Enterré la cabeza en tu helada chamarra y cogí tus manos para darles calor. Tú simplemente te dejaste, girando la cabeza.
—Alondra. —En un susurro dejaste escapar mi nombre.
—Mabel.
—¿Qué haces a estas horas de la noche? —Hablaste despacio, ahogando tu melancolía.
—Vine por ti.
—Oh, mi pobre Alondrita... ¿qué haré contigo?
Tras decir aquello, retiraste mis manos de tu cuerpo y te giraste, mirándome de frente.
Tus falsos y gastados cabellos rubios escurrían por aquella boquita color de rosa que tanto me gustaba. Tus oscuros ojos me miraron con piedad y ofreciste una sonrisa, que para mí, fue como el mismo sol.
—Entonces... ¿Quieres ir al parque? —Ofreciste en un hilo de voz.
—Claro que quiero.
Ambas reímos, y comenzamos a caminar.
«¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido?» Siempre la misma conversación. Tú, llena de trabajo, soportando la enfermedad de tu hermana, observando la incapacidad ajena. «Eres fuerte, sé que podrás» era lo que respondía, quitándome la bufanda y enredándotela en el cuello. Yo, por mi parte, salándome de la escuela, bebiendo, fumando, haciendo cosas de «chica mala». Una espiral infinita. «Ya no lo hagas, por favor, te dañarás» era tu dulce reclamo que yo añoraba y atesoraba.
—Eh, ¿has visto el cielo?
—Sí.
—Hoy está estrellado.
—En la mañana lucía nublado.
—Pero ya no.
—Eres muy optimista, entonces, ¿por qué haces esas cosas?
—Porque el optimismo no es nada... estoy vacía, Mabel, vacía.
—Entonces yo también.
—¿Formaremos el club de las quebradas y vacías?
—Sí, eso creo. —Me mostraste una vez más esa sonrisa hermosa.
Podía decir que tú eras mi princesa, mi auténtico amor. Eras la única que me entendía, que me provocaba una felicidad tan dolorosa, que debía ocultar mis lágrimas para no arruinar el momento.
Cuando llegamos al parque, nos quedamos en silencio.
Tomaste mi mano.
Nos dirigimos a paso lento, con la vista baja, a los columpios solitarios que siempre esperaban por nosotras.
Sentadas una junto a la otra, seguíamos en lo nuestro.
—Tengo hambre —admití.
—Traigo un pan, ¿lo quieres?
—¿Hablas en serio?
—Sí, está bueno.
Abriste tu bolso, tomaste el pan cubierto de azúcar, y en vez de ofrecérmelo... le diste una mordida, dejándome con las manos extendidas.
Ambas reímos a carcajadas por mi frustración.
Después, logré morder aquel lugar donde tus labios habían estado pegados. Sabía tan delicioso. Juro que esa noche, probé el pan más dulce de la historia.
Cuando solo quedaba un trozo, apreté mis puños y decidí lanzarme.
—Mabel.
—Eh.
—Quiero pedirte algo.
—¿De qué se trata?
Con las piernas temblando, me bajé del columpio y te miré. Agonizante de amor, caí inclinada ante ti, tomando tus rodillas.
—Quiero un beso.
Me miraste escrutadora.
—Quiero un beso tuyo, por favor. Déjame besarte.
Lo pensaste unos momentos, y finalmente respondiste.
—Está bien, pero bésame aquí, mero en la frente —apuntaste con el dedo índice a tu flequillo.
—Estoy hablando en serio.
—¡Pues yo también!
Y de la manera más vil, te reíste.
Con el corazón en la mano, me puse de pie. No quería llorar, no debía llorar... ¿por qué en los momentos más especiales te burlabas?
—Claro, debí suponerlo.
—No seas tonta.
Tomaste la manga de mi abrigo, y me jalaste hacia ti, dándome un beso de azúcar. Tus labios presionaron con fuerza los míos, mientras abrías un poco la boca, dejando pasar tu aliento. Te abracé, derramando una que otra lágrima contenida. Al fin conocía el sabor de tu boca, y resultó ser mejor de lo que imaginaba.
Aquellos suaves colchoncitos me acariciaron por más tiempo, quizás la noche entera. Mi petición se había cumplido: un beso... y tu amor.
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