Bagatela 11: Cítrico
Cítrico
Tal como de costumbre, Amelia dio tres golpecitos en la puerta. Pausados. No tan bruscos, tampoco tan suaves, para después pronunciar con el tono más amable posible:
—Señorita, voy a pasar.
Como buena asistente personal, la alta chica había ido a recoger «un paquete sumamente delicado a la sastrería de siempre», eso según las palabras de la actriz, su hermosa ama. Aunque, a decir verdad, ni había sido un paquete, ni resultó ser tan sencillo como ir a la misma sastrería de siempre. Tuvo que arreglárselas bajo la lluvia para conseguir transportar, a lo largo de cuatro cuadras, aquel extravagante traje que la famosa Sofía Altamirano luciría esa noche en el teatro.
Entonces, cuando entró al camerino y notó que Sofía no estaba ahí, sintió una bofetada de frustración. Suspirando y negando con la cabeza colocó en el perchero más cercano el bonito atuendo rojo que había protegido con su vida los últimos treinta minutos.
Cuando se tranquilizó por completo vio su alrededor un poco sorprendida, como si hubiese algo distinto, como si no hubiera entrado ya cientos de veces antes. Pensándolo bien, era la primera vez que se encontraba sola en aquella habitación, así que esa era el detalle: Podía mirarla con la minuciosidad que no se había permitido antes. Siempre tan iluminada, tan limpia y desordenada a la vez. Allí se encontraba todo lo que una diva podría desear: pelucas, maquillajes, adornos, joyas, flores y velas aromáticas, incluso bebidas y alimentos importados desde el extranjero para que la estrella del momento los degustara cuando lo deseara.
Así que Amelia, encantada de por fin tener a su disposición aquello... decidió jugar un rato. Se sentó ante el sagrado tocador de Sofía, reposando su cuerpo entero en el suave y cómodo asiento ajeno. Se miró al espejo cruzando las piernas, dedicándose una mirada retadora. Luego se acomodó correctamente e imitó la expresión soberbia que la señorita ponía cuando se observaba antes de salir al escenario. De inmediato rio avergonzada. No, viéndose así, desaliñada y con los cabellos negros cayendo sobre sus hombros no podía ni compararse tantito con la otra silueta. No, ni de broma. La artista brillaba con luz propia, tenía algo... un toque especial. Tal vez era su amabilidad, o podría ser esa actitud tan juguetona. Reflexionando al respecto, Amelia se encontró sonriendo con melancolía antes de que pudiera evitarlo.
Entonces dejó el asunto de las muecas tontas para prestar atención a algo más llamativo.
Ante ella lucían todos los cosméticos que la estrella iba a aplicarse esa noche. Logró distinguir dos estuches de sombras, rímel, delineador, rubor, labiales y varias brochas... lo demás no lo comprendía. Sin embargo, lo que realmente logró capturar su interés fue esa hilera de cuatro perfumes colocados estratégicamente uno después de otro, de manera que lucieran estéticos.
Tomó con curiosidad la primera botellita, observando que era un corazón gordo y simpático. Cuidando a través del espejo que nadie la viera, retiró la tapa y se la llevó a la nariz. Aspiró expectante aquel aroma dulce. Sofía olía así siempre que estaba de buen humor, siempre que sonreía y le concedía algún lujo por su excelente rendimiento.
Cogió otro perfume. Ese olor tan penetrante le hacía pensar en la diva que caminaba con seguridad, la que mostraba sus coloridas plumas sin temor. Era tan ella, su alma en esencia.
Así continuó frasco por frasco, incluso se aplicó un poco en su muñeca para poder seguir degustando el perfume más adelante. Era algo fantástico. Sin embargo, una idea cruzó por su mente como una chispa, como una llama en medio de la oscuridad: No había ningún perfume cítrico allí. Amelia no era muy conocedora de esas cosas, pero si existía un aroma inconfundible e indeleble para ella... era el de aquel amor tormentoso.
Por unos momentos se remontó al naranja, a aquella época de atardeceres eternos, de abrazos y discusiones, de tempestades y estrellas. Aquel olor chillón a bergamota no le era ni un poco grato, tanto que dolía. Una silueta femenina. Felicia.
Cerró los ojos, calmando la creciente ira que surgía a causa de los recuerdos. Lo hizo poco a poco, con cuidado. Entonces decidió regresar a la realidad tan bruscamente como se había ido, porque comenzaba a concentrarse mucho en eso y no debía hacerlo tan temprano. No era hora para la melancolía, además de que si iniciaba no iba a parar hasta la noche. Pero, en cuanto abrió los párpados... se topó con esa persona que bajo ninguna circunstancia debía estar allí, o al menos no en ese momento.
Sofía le miraba con una ceja alzada, conteniendo la risa.
—Amelia... ¿se podría saber qué haces aquí sentada?
La morena no supo ni cómo se puso de pie, avergonzada y horrorizada por las escenas que su jefa pudo haber presenciado.
—¡Lo siento, señorita Altamirano, no era mi intención! —Se inclinó bastante exaltada, sin saber qué más decir. «No era mi intención», ¿a qué demonios se refería con eso? Negó mentalmente. Seguro le iba a costar una llamada de atención.
Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. La artista sonrió relajada, mirándole con una tierna expresión.
—No tienes por qué alterarte tanto, cariño, pareciera que has visto algo horrible y debo admitir que eso me ofende —bromeó—. Sin embargo, me gustaría saber en qué estabas pensando, pues lucías muy concentrada.
Amelia relajó un poco los músculos, devolviendo una ligera sonrisa.
—Nada, nada... es solo que... —miró los grandes ojos de la actriz—. Me alegro mucho de que usted no use perfumes cítricos.
Sofía se confundió de momento. Ladeó un poco el rostro, tratando de encontrar la respuesta en las facciones de Amelia. Y lo recordó. Habían tenido una conversación ácida hacía tiempo.
—Entonces es eso, eh —dijo minimizando el problema—. A mi lado ningún desamor volverá, querida. Venga, ayúdame a ponerme mi traje.
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