XX
En realidad, tardaban mucho más con la canción ahora que estaban enajenados el uno con el otro.
La mitad del tiempo se la pasaban en el típico furor de una relación reciente. Y la otra mitad del tiempo, tocaban sí, dejándose llevar por la melodía y sus corazones, lamentablemente, cuando terminaban, no habían escrito nada. Por lo que es casi imposible que cualquiera de los dos se acuerde al cien de la tonada, más aún, qué se acuerden de manera tan perfecta que sean capaces de escribirlo en partitura.
Harto de esta situación, Austria decido grabar, rudimentariamente (si es que "rudimentario" se le puede llamar a utilizar más de tres micrófonos), sus cesiones.
Así que ahí estaba Austria, escuchando con audífonos de una grabadora vieja, repitiendo indiscriminadamente tramo por tramo mientras escribe sobre las partituras notas demasiado garigoleadas para ser entendidas por alguien de este siglo.
Sin previo aviso un huracán albino lo ataca colgándose de su su cuello, haciendo la silla donde está Austria tambalear y a su cuerpo chocar con la mesa, incluso derrama un poco de la tinta de su pluma a fuente, dejando un manchón sobre la partitura.
—¡Prusia! —regaña, en un tono severo, idéntico al de un director de escuela militar católica.
Prusia, qué cada día está más acostumbrado a ese tono, con el objetivo de poder ignorarlo, pero sin ser capaz de lograrlo se le separa, colocándose en firmes desde la pronunciada "S" en "Prusia".
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no seas una bestia y te comportes como un ser humano civilizado? —inquiere el castaño en un ejemplo de general marcial.
—Oh vamos, no te rompí nada —resalta el albino como si ese fuera el problema—. Te tengo una asombrosa sorpresa.
—Oh no —protesta en claro sarcasmo el de las gafas, mientras se acomoda la ropa después del golpe.
—¡Te va a encantar! —Prusia muy seguro de si mismo.
Austria pensó "Lo dudo". Claro que se querían, claro que a veces Prusia hacia sorpresas muy lindas y disfrutables, como esa vez del concierto para pedirle formalizar. Sin embargo, Prusia es Prusia, su inteligencia social es tan limitada como su melanina. Gran parte del tiempo "las sorpresas" que organizaba, ya sean o no para su novio, eran fatales. El único que parecía disfrutarlas era él.
Ya sabes, el tipo de persona que te regala una foto suya enmarcada y autografiada por tu cumpleaños. Buenas intenciones qué pavimentan el camino al mal gusto.
Bueno, a Austria a veces se le hacía un poco tierno, pero en ocasiones era bastante desgastante.
Así que con miedo, una ceja del pianista se levanta espectante hacia lo que Prusia tiene que decirle.
Con una sonrisa de oreja a oreja, el mayor mete su mano en el bolsillo, sacando un papel mal doblado. Se lo entrega a Austria con emoción.
Los largos dedos de las fuertes manos entrenadas en diversas disciplinas musicales, parecen más lentas de lo normal al desdoblar dicho papel. Ciertamente, lo hace lento con la intención de retrasar cualquier desastre.
Poco a poco, el papel comienza a revelar un contrato, la tinta ha casi desaparecido en donde se ha plegado el papel, pero aún así es legible.
Ajustándose las gafas, Austria lee el contenido del contrato.
En la última sección de la hoja hay dos firmas, una claramente hecha con un sello y otra tran estridente como salvaje, la de Prusia.
—¿Rentaste... El Estadio Olímpico de Berlín? —pregunta lentamente el de ojos violeta, sin creer en el peso de sus palabras.
—¿No es asombroso? —Inquiere Prusia altamente extasiado.
—¿Qué pretendes? —indaga Austria, cruzando sus brazos sobre el pecho, mirando incrédulo a los ojos de granate.
—¡Tú y yo!, ¡Roderich Edelstein y el asombroso Gilbert Beilshcmidt en concierto! ¡En un espectáculo tan asombroso y enorme como nunca se ha visto! —Prusia revela su plan con movimientos exagerados tanto del cuerpo como de sus manos.
Austria se queda sin palabras, casi parece que incluso se le olvida respirar.
Y lo que pasa es que...
—Sería un desastre.
Son músicos totalmente diferentes, con estilos diametralmente opuestos.
Una cosa era sacar una canción en colaboración, dónde el peor de los casos era que nadie la escuchara, quizá ventas bajas de discos, pero, nada más grave que eso. Quizá no le gustaría a muchos y le harían una qué otra crítica destructiva en YouTube u otras plataformas sociales. Solo eso, ningún problema más allá de ello.
Pero un concierto, ¡Un concierto!
El público de Roderich Edelstein consistía en personas mayores, en aficionados de la música clásica, tal vez en los padres de los concertistas con los que trabajaba, personas que se las daban de intelectuales, estudiantes o personas que asisten a todos sus conciertos esperando desesperadamente escuchar en vivo el Bolero de Ravel (Cosa que nunca pasa). Sus composiciones solían carecer de lírica más allá de un coro de cantantes de Ópera.
Por el lado contrario estaba la música de Gilbert Beilshcmidt. Rebelde, explosiva, ruidosa, casi como si de golpear un metal se tratara, tan estridente como desesperante, rápida y con letras profundas, critica social y altos experimentos. Su público eran personas de semblantes duros y corazones hartos. Gente joven que incluso se encontraba en edad escolar, vestidos todos de negro, con chaquetas ruedas y botas pesadas, no les importa a si durante el concierto o había donde sentarse, pues lo que más disfrutaban era bailar al ritmo de la indecente melodía qué escupía Gilbert
Con eso en mente, imagina un concierto donde ambos toquen.
Por un lado gente horrorizada del estruendo del metal pesado.
Por el otro personas aburridas sin apreciar el arte de la música clásica.
—Pero un desastre en el buen sentido ¿no? —trata de razonar el albino.
La cabellera castaña rápidamente se agita, pues Austria niega con la cabeza.
—No, un desastre, una barbarie, una terrible calamidad, una horrida catástrofe —exagera mientras se levanta de su asiento, con el contrato en mano, mirando fijo a los ojos escarlata—. Y si me premites criticar, una costumbre muy americana.
—Bueno, ¿Qué es un concierto sin cerveza por aquí, unos heridos por allá, escándalo en todos lados? —trata de justificarse Prusia haciendo menos cada situación.
La cabeza de Austria no se detiene de negar, entregándole a su pareja el contrato con un poco más de brusquedad de lo que es habitual, estrellándole el papel directo en su pecho.
—Quizá tus conciertos sean así, pero es imposible que mis fanáticos respeten esa manera errática de vivir —confiesa por fin el austríaco, acomodando sus gafas, posando sus orbes amatista sobre la figura de Prusia.
—Vamos, solo quiero que mi último concierto sea tan asombroso como yo —Prusia arruga aún más el contrato mientras se abraza a él.
Austria tiene que sostenerse de la mesa al escuchar eso.
—¿Último concierto...? —pregunta temeroso y con los labios secos al albino.
Prusia asiente, pero su sonrisa se hace un poco más pequeña.
—La canción que hicimos juntos es lo más asombroso de lo asombroso, no creo que nadie en la historia pueda hacer algo mejor y más increíble, es la canción ideal para fingir una increíble muerte —explica, levantando el puño en el aire como si fuera un ganador.
Pero Austria no estaba para nada de acuerdo.
—¿Qué? ¿Acaso no te bastó con morir una vez? —pregunta, en un tono mucho más filoso del qué puede controlar —. ¡Lo que dices es un disparate!
¿Podemos juzgarlo?
Con pesar, Austria se arregla el pañuelo en su cuello, aunque en principio no tenía ninguna imperfección.
Prusia se encoge de hombros, antes de que pueda dar más explicaciones es interrumpido por el pianista.
—No puedo creer que seas tan impulsivo —regaña.
—No es como si... —las palabras del alemán se ven interrumpidas nuevamente.
—Es la idea más idiota que has tenido, y eso que tú fuiste al qué se le ocurrió el Zeppelin —Austria pronuncia dichas palabras, rebasado por todas las sensaciones del momento, sin estar muy seguro si en su corazón hay ira, pesar, dolor, indiferencia.
Prusia no entiende.
¿Qué acaso lo dicho no eran buenas noticias?
¡Maldita sea!
Claramente, sin importar que tanto se esforzara, Austria era un amargado que jamás se alegraba ante nada.
El albino olvida todo el discurso qué sostenía en la punta de su lengua, frunce el señor y decide cambiar la defensa por el ataque.
—Ahora resulta que tengo que pedirte permiso para vivir mi vida —mano esmaltada a la cintura y expresión de desagrado por parte de Prusia.
Pero nada, de verdad nada, puede igualar la tremenda expresión de asco en el rostro Austríaco.
—Eres un animal —señala el pianista antes de retirase.
Prusia, con una expresión triste lo ve alejarse, se plantea si seguirlo, mas, es mayor el orgullo que lo sostiene firmemente al piso.
—¡Y tú eres un amargado ¡Viejo y nada asombroso plebeyo! —grita Prusia, alzando el tono a medida que insulta, sabiendo exactamente que improperios colman los nervios de Austria.
Un bufido y desaparece del salón con el corazón en pedacitos.
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DRAMA
Un abrazo para Prusia en este capítulo
¡Gracias por leer!
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