XIX
Al final, se había subido al taxi.
Es más por la curiosidad qué por realmente ver a Prusia, claro. Quizá era un asunto oficial, sería maleducado faltar ¿No? Claro.
Si tuviera el más mínimo sentido de la orientación se daría cuenta que el camino que están siguiendo ya lo ha recorrido miles de veces, hacia un importante auditorio de Berlín.
Pero no podemos esperar nada de alguien que se pierde en su propia casa.
Así que no reconoce el camino, llenando aun más de emoción los poros de su piel ante la espectativa.
No es hasta que el taxi frena en frente del edificio, que nota donde está.
Adentrándose en el auditorio un pobre becario sin sueldo le espera.
Austria actúa como Austria, altivo y severo. Temblando, el becario lo guía hasta el salón indicado.
Austria le sigue desde atrás con los brazos cruzados y el rostro fruncido.
—Es aquí —indica el becario con la voz temblorosa.
Austria asiente leve con su cabeza, entrando al salón sin decir palabra.
El becario toma valor de alguna parte y, tal como le indicaron, cierra la puerta dejando al austríaco dentro, en una sala completamente oscura.
Si bien podía escuchar el sonido de las maquinas girando sus engranes, no lograba escuchar a nadie, ninguna persona al menos, eso en combinación con la oscuridad hacen temblar sus piernas.
Llama un par de veces el nombre de Prusia sin realmente obtener una respuesta, ni siquiera una risa tonta que le indicasen que todo eso no es mas que una broma de mal gusto.
Internamente, Austria está arrancando la cabeza de Prusia con una melodía bárbara de fondo.
De pronto, las luces se encienden, todas al unísono, con un estruendo, suficiente para hacer saltar al castaño.
Al menos ahora puede ver las butacas, en concreto una al centro, en primera fila que tiene un pequeño letrero el cual versa "Reservado".
Con una ceja levantada Austria toma asiento en dicha butaca. Puede escuchar los tamborileos, unos zapatos corriendo a la distancia con paso acelerado, máquinas encendiendo y conectándose, los sonido típicos antes de un concierto.
Las luces se apagaron de la nada, dejando de nuevo al pianista en la penumbra.
La oscuridad duró otros minutos.
De manera dramática, se encienden las luces del escenario.
El humo de hielo seco se escurría como animal rastrero por toda la superficie del escenario, cayendo cual cascada por el desnivel, directo a las butacas.
Desde arriba, las luces hacían un baile mientras cambiaban de tonalidad. Azul, blanco, rojo, violeta, los colores giraban en una danza maniaca, parpadeaban, brillaban, se lucían.
Una suave tonada surge desde la grada, claramente una grabación, un sutil suspiro de una flauta.
Los tambores comienzan a marcar un ritmo, extrañamente tranquilo, prontamente se hacen dos percusiones, una los tambores, otro el bravo movimiento de un zapateo resiguiendo el tempo.
Pronto la silueta de un hombre se abre paso por el humo, implacable ante las luces, sus piernas largas ceñidas en unos pantalones de cuero negro, quizá una talla menos de la adecuada. Su camisa negra, rota en áreas específicas que dejan ver los marcados músculos de su abdomen y pecho. Con sus brazos llenos de brazaletes y pedazos de tela mal amarrados que le dan un look de chico malo, eso en combinación con sus ojos, tan rojos como la sangre, no dejaban duda, Austria estaba ante un absoluto maliante, una semilla del mal, un demonio hambriento, lo podía ver en sus ojos, tenía sed, tenía furia, en esos ojos de rubí vio la emoción de la que se había enamorado.
Sobre el pecho del albino una guitarra maltrecha era acariciada por los dedos enguantados y barnizados de negro.
Prusia se posiciona al centro del escenario.
Silencio.
Finalmente, ante el absoluto silencio, Prusia comienza a cantar.
Una tonada suave, entre el silencio y la expectativa.
La letra va de canciones y tonadas, de bailes y danzas, de momentos.
La tonada crece en rapidez, Prusia entonces comienza tocar los acordes con su guitarra, de fondo se escucha el silbar de una flauta, el dulce tocar de un piano, tambores y bajos, una mezcla tan melosa como picante.
La lírica continúa con una explicación de como Austria es irritante, un cabrón, un remilgado tan horrible y castrante, un idiota de la vieja escuela, anticuado. Pero que, a pesar de ello, de una manera que ni él mismo comprende, por alguna razón completamente fuera del entendimiento humano; le ama. Que quiere pasar el resto de su vida siendo irritado por su suave voz, resalta que quiere ser el único malnacido que le quite el sueño, que quiere compartir cada nota, cada estridente o calma melodía, que quiere componer todas las canciones del mundo a su lado.
El coro, tan dulce que parece derramar miel a pesar de estar fuertemente decorado con potentes acordes de metal.
Los ojos violetas se cristalizan ante tal despliegue de romanticismo, no, no va a llorar, pero poco le faltaba.
Un concierto personal de su artista favorito, no, un concierto, un regalo, una canción para él solo de su persona amada.
La melodía termina con un solo de guitarra poderoso, que deja temblando al auditorio entero. Aunque haya acabado la música, Prusia aún no lo hace.
—Señorito —comienza el albino con su discurso, con la mirada fija en las amatistas brillantes de los orbes contrarios—, quería hacer esto bien.
Ante la atenta mirada austriaca, Prusia baja del escenario con un salto, quedando ahora frente a frente.
Austria puede sentir la emoción recorriendo sus venas y los latidos de su corazón ahogando sus oídos.
La sonrisa de Prusia no se hace esperar, se inclina, colocando una de sus rodillas sobre el suelo.
El pianista no puede creer lo que está pasando ¿No le irá a pedir matrimonio, o sí? No es como si en este momento tuviese coraje para rechazarlo, estaba más que feliz, sus piernas temblando y su cerebro girando en torno a Prusia, aunque no se le notara en el exterior.
Con la rodilla derecha en el suelo, conectando miradas, toma la mano de Austria, más fría que de costumbre.
—¿Austria, serías el increíble novio del asombroso yo?
¡Era solo una propuesta de noviazgo!
Ante tal liberación de adrenalina, Austria se echa a reír con sinceras carcajadas que, a pesar de ser descontroladas y espontaneas, no pierden ese dejo refinado.
Todos los sentimientos de angustia e incertidumbre de lo últimos días son absorbidos por una vorágine de alegría.
—¿Acaso puedo negarme? —contesta Austria de manera retórica.
—Si te niegas te declaro la guerra —afirma Prusia medio en serio, medio en broma, sonriendo.
—Dicen que la tercera es la vencida... —Austria se hace el difícil.
Prusia se levanta. Mirando a los ojos por encima de las gafas. Austria le sostiene la mirada pero termina por reírse, asintiendo suave con su cabeza.
—Acepto —contesta el castaño antes de aproximarse a besar, más bien, a comerse a besos al albino.
En algún lugar del mundo Hungría se encuentra muy feliz, sin saber el motivo, simplemente le surgió un enorme deseo de sonreír.
***
Se me hizo muy cliché, pero, muy romántico, no sé.
¿Muchas gracias por leer!
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