2. Corazones, flores y música
Los corazones rojos aparecían en su piel. En el dorso de su mano, en su antebrazo, en su cuello, una vez pintó uno en su tobillo, justo encima del calcetín blanco. A Chan no le importaba tener que frotar para lavarlo, le daba igual porque cada dibujo le recordaba a un beso robado.
Esa era otra cosa que tenía en su piel: los labios de Patroclo.
Y le gustaba esa familiaridad con la que tomaba su mano y se escabullían para devorarse el uno al otro. La sensación de calor era embriagadora; los cuerpos chocando, los dedos desesperados por tocar, la mano que se coló bajo su camisa, las sonrisas secretas, los roces más discretos, todo era ardiente.
Era nuevo, era explosivo, era excitante.
Con el paso de las semanas, muchas cosas cambiaron. Por ejemplo, se movió de su lugar habitual junto a la ventana del salón para sentarse cerca de Narciso y Eco. El primero siempre tan celestialmente hermoso, el segundo tan extrañamente hipnotizado como él lo estaba por el duende.
No hablaba con ellos, sólo existía a su alrededor. Encontró que las repeticiones constantes de Eco eran más relajantes que agobiantes, como el ruido blanco que solía usar para intentar dormir (sin éxito la mayoría de veces).
A veces, Patroclo charlaba con ellos. Les preguntaba cómo había ido su día, si habían visto el último capítulo de una serie, si habían comido algo delicioso. Por supuesto, no había respuesta. Narciso continuaría dibujando, Eco repetiría la misma frase como un mantra. Tampoco hubiera importado si lo hicieran: nadie veía series allí y todos comían exactamente lo mismo.
Pero a Chan le gustaba esa positividad que irradiaba el pecoso cuando acariciaba el pelo negro de Narciso. También fue testigo de la sonrisa de hoyuelos de Eco el día que dibujó un corazón en la rodilla de su pijama blanco.
El tiempo se enfriaba cada vez más, el invierno había dejado atrás un otoño excepcionalmente corto. Empezaron a usar sudaderas grises sobre el pijama y las puertas al jardín se cerraron para que la calefacción no se escapara. Chan seguía disfrutando de paseos por el césped pulcramente cortado. A pesar de que la tierra estaba húmeda y el aire se escapaba en forma de vapor de su boca. No importaba que hiciera frío porque Patroclo seguía a su alrededor.
Un día subieron a la azotea durante una crisis.
En un instante, estaban sentados junto a Narciso y Eco y al momento siguiente alguien gritaba y lanzaba las mesas por el aire. El duende aprovechó el caos para tirar de su mano y arrastrarlo escaleras arriba. Estaba casi sin aliento cuando subieron los cuatro pisos y la pesada puerta se abrió.
Sin soltar sus dedos, los llevó al centro de la terraza. Chan miró de reojo los aparatos de aire acondicionado, colocados lo suficientemente cerca de la verja para poder saltar y encaramarse a la cima. Podría hacerlo ahora mismo: soltar a Patroclo y ser libre por fin. No más dolor, no más recuerdos, no más ruido, solo él y el aire frío; quería vivir el instante en el que su estómago se contraería, como en las atracciones de feria, para apagar todos los sonidos de su cabeza. Solo tenía que recorrer esos metros que lo separaban de la meta de esa carrera que empezó tantas veces.
—Bailemos —dijo Patroclo, con su pelo azul rodando a su alrededor cuando dio una vuelta sobre sí mismo.
—¿Qué?
—We started dancing on the roof, might as well have been on the moon —cantó en voz baja.
Sus manos rodearon su cuello y sintió el cuerpo esbelto y cálido más cerca. Se olvidó del aparato de aire acondicionado, de la valla y de la libertad. Las manos fueron como enredaderas, aprisionando, anclando a Chan a una realidad de la que había querido huir. Encontró que ya no tenía tantas ganas de volar. Que prefería quedarse en el tejado bailando, sentarse junto a Narciso y Eco, visitar furtivamente la habitación de Orfeo, o Han, para escucharlo cantar, entrenar junto a Changbin, a quien le quedaba mucho mejor el nombre de Hércules.
Y quería estar junto a Patroclo, bailar con él, besarlo, amarlo bien.
—I think I could get use to this... —continuó el barítono, cerca de su oreja, el aliento caliente reflejándose en la piel fría de Chan—, I think I could get used to this life... I think I could get used to this... It's infinitely ordinary...
—Yo también —confesó en un susurro, moviéndose al ritmo que marcaba el duendecillo, bailando con él.
Aunque no había música, podía escucharla en su cabeza. La voz grave del chico tarareaba, pero en su cerebro sonaba un piano. Se balancearon de un lado al otro y Chan cerró los ojos. Él también lo quería, quería que lo amara como un incendio forestal, quería la cotidianidad del jersey gris, de su pelo azul, de sus labios rosados, de sus mejillas llenas de pecas.
Quería sostener entre sus manos ese sol brillante, que sus pulgares acariciaran la galaxia de sus pómulos, besarlo hasta dejarlo sin aire, tocarlo por todas partes. Quería un paseo, una escapada, un corazón rojo pintado en cada centímetro de su piel.
—I think I could get used to this... I think I could get used to this life... Why, why, why, why don't I ever stay home?... Why, why don't I ever lay low? —siguió el chico, con sus dedos enterrándose en el cuero cabelludo de Chan, sus caderas meciéndose juntas, sus anatomías tan amoldadas que parecían dos pedazos de la misma pieza—. I think I could get used to this infinitely ordinary life...
Sí, definitivamente Chan se podría acostumbrar a esa vida infinitamente ordinaria que Patroclo hacía tan extraordinaria.
Se despertó de una pesadilla con los gritos de su madre en los oídos y se miró las manos buscando la pistola. No había ningún arma, solo las sábanas ásperas y la manta gris.
Era igual que todas las mañanas, estaba igual de cansado. La medicación inducía un sueño artificial plagado de pesadillas y, al amanecer, siempre estaba la tela sintética empuñada entre sus dedos.
Respiró hondo saliendo de la habitación y miró el reloj del final del pasillo. Todavía quedaba más de una hora para que sirvieran el desayuno. Se duchó con diligencia, cambiando el pijama blanco por otro igualmente blanco. Con un suspiro, deambuló por los pasillos.
No quería volver a la habitación, ni tampoco ir al salón que todavía estaría vacío. No quería sentarse y pensar, necesitaba distraerse. Se dio cuenta de que no sabía en qué habitación dormía el duende cuando trató de ir a buscarlo. Él siempre aparecía, Chan nunca tuvo que ir a por él.
Pero sí sabía donde estaba Orfeo. Justo al final de ese corredor al que sus pies lo llevaron.
La puerta seguía cerrada, como cada día. Nunca había visto que nadie la abriera. Levantó la lengüeta por la que le servían la comida y sonrió cuando escuchó el susurro melódico. Cantaba bien, pero era aún mejor cuando rapeaba. Y esas letras, esos ritmos... Aunque su vida fuera un auténtico desastre, Chan tenía un ojo clínico para el talento. Orfeo tenía mucho talento.
Lo escuchó maldecir un par de veces, tratar de cuadrar una parte y otra, cambiar la letra... Le pareció maravillosamente adorable, tanto que se echó a reír inconscientemente. Han lo escuchó.
—¿Es el desayuno? —preguntó el pequeño al otro lado de la puerta. Chan se sintió expuesto y asustado, su corazón repiqueteó con fuerza entre sus costillas—. Todavía es pronto para el desayuno —añadió, con sospecha—. ¿Changbin?
—Hmm... No, no soy Changbin —contestó en un susurro, mirando al corredor por si alguno de los trabajadores lo encontraba allí.
—¿Quién eres? —Volvió los ojos a la rendija y los orbes de cervatillo lo encontraron en el espacio.
Hubo un instante de confusión, Chan deseó verlo sonreír como el día que Patroclo le dibujó un corazón en el cristal. Deseó ser tan positivo, tener esa energía que hacía que Eco dejase de repetir la misma frase para mostrar sus hoyuelos, la que le permitía acariciar el pelo largo de Narciso, la que lo mantenía a él en un estado continuo de hipnosis.
No pensaba en el pasado cuando estaba con él, no recordaba los gritos desde aquella primera vez que lo besó. Como si sus labios fueran la medicación perfecta, la cantidad exacta de drogas para mantenerlo despierto y tranquilo al mismo tiempo.
¿Dónde estás cuando hace falta que ilumines una habitación, Patroclo?
—Me llamo Bang Chan —informó, en un susurro.
—¿Puedes apartarte de la puerta? —pidió el muchacho. Chan obedeció y se alejó un poco manteniendo la lengüeta levantada para no perderlo de vista.
Han se arrastró por la habitación hasta que solo fue capaz de ver sus redondos ojos marrones. Hubo reconocimiento y sus mejillas subieron en lo que Chan creía que era una sonrisa.
—Hola, Bang Chan —saludó.
—Hola, Han...
—¿Sabes mi nombre?
—Me lo dijo Changbin —aseguró.
—¡Ah! ¿Eres amigo de Changbin? —Su voz sonaba animada.
—Sí, entrenamos juntos —mintió a medias—. Yo... Siento haberte molestado, quizá estoy siendo un entrometido, pero tienes muchísimo talento, y quería escucharte...
—Oh... Gracias, supongo...
—Yo también trabajaba en la industria de la música afuera —añadió. Podía hablar de eso, podría contarle que era músico, que fue famoso, que tuvo éxito. No tenía por qué hablar de cómo ese éxito lo arrastró hacia el fondo del pozo, cómo su vida dejó de ser suya y se convirtió en la de otros, cómo intentó tantas veces ser libre sin llegar a conseguirlo, cómo gritaba su madre aquella noche.
—¿Eres cantante? —interrumpió el chico. Y tuvo que agradecérselo porque estaba a punto de entrar en el bucle del que había querido huir esa mañana.
—Algo así. Era compositor y productor. —Era porque ya no era nada. Ahora no era sino una sombra. Un cadáver escondido en el sótano.
—¡Yo también compongo! —exclamó el pequeño, Chan lo vio vibrar como un teléfono recibiendo una llamada—. Estoy todo el tiempo componiendo. Una vez a la semana, mi hermano viene y se lleva mi tarjeta de memoria y me da una nueva. Tengo muchísimas canciones ya, tengo cientos de canciones esperando para ser producidas.
—Vaya, eso es impresionante —dijo sinceramente.
El pequeño sonrió orgulloso y su boca formó un corazón. Uno igual que los que Patroclo dibujaba por todas partes. Siguió hablando sobre las canciones que había compuesto. Confesó que se olvidaba las letras la mayoría del tiempo y que por eso las grababa. Explicó sus problemas para afinar en las notas altas. Hablaron de programas de edición, de instrumentos, de música.
Chan sintió como si no estuviera dentro, como si estuviera tomando un café con el nuevo compositor con el que trabajaría. Tal vez comerían juntos, Bang pagaría porque estaba claro que era mayor aunque no sabía su edad. Compartirían una botella de soju o dos. Se encerrarían en el estudio durante horas y sacarían un hit tras otro. Discutirían sobre el mejor arreglo, Chan regañaría a Han por olvidarse una vez más de sus propias canciones. Serían compañeros, porque si estaba ahí dentro, comprendería los demonios contra los que peleaba. Lo protegería, lo encumbraría, le daría a Patroclo un millón de rotuladores para que pintase corazones en las mejillas llenas de Han. Serían imparables. Sonarían en todas partes alrededor del mundo.
Escuchó a alguien dar los buenos días a lo lejos y la realidad volvió a él tan rápido que casi se le cortó la respiración
—Oye... Tengo que ir a desayunar... ¿Tú no vas? —tanteó, sin perder de vista al chico. Lo observó fruncir las cejas y negar con la cabeza.
—Changbin me traerá el desayuno —afirmó, categórico.
—Ah... Tú... ¿No te dejan salir? —Lo susurró muy bajo, porque escuchaba las puertas de los pasillos contiguos abriéndose, la institución despertando del letargo. Él quería quedarse ahí un poco más, lo suficiente para saber un poco más del chico detrás de la puerta.
—Sí puedo salir —respondió, airadamente—, pero no quiero.
—Entiendo... —volvió a mentir porque no lo entendía. ¿Por qué alguien querría encerrarse durante todo el día en ese espacio aséptico donde todo era gris acero y algodón blanco? ¿Por qué Han no estaba afuera vibrando; haciendo música; regalándole esa sonrisa en forma de corazón al mundo?—. Entonces, me marcho... Ha estado bien...
—Bang Chan, espera —recorrió la habitación rápidamente y sus dedos pequeños se engancharon a la rendija—. Podrías... ¿Podrías venir otra vez?
Aquellos ojos brillantes estaban tan desesperados que sintió una cadena atarse a su corazón para mantenerlo junto a esa puerta. Titilaban con las lágrimas, como si el hecho de que Chan se marchara fuera suficiente para hacerlo llorar. Asintió, asustado por esa necesidad de protegerlo, deseando que Patroclo estuviera allí para hacerlo sonreír.
—Sí, vendré otra vez —Se atrevió a dejar su propia mano muy cerca de la de Orfeo, esperando que huyera—. No te librarás de mí fácilmente ahora que sé que eres músico. Tal vez podamos grabar algo juntos. —El niño centelleó con una risa grave y colocó sus dedos sobre los de Chan en una suerte de apretón de manos.
—Por supuesto que sí —Le dio dos toquecitos en los nudillos—, muchas gracias. Nos vemos.
—A Narciso le encantan las flores y las pinta maravillosamente bien —comentó Patroclo, encabezando el camino hacia los arbustos congelados del jardín—, llévale un ramo cuando florezcan.
—Puedes llevárselo tú —propuso, enrollando en su dedo índice un mechón azul. El duende sonrió con esa mirada que cargaba todas las verdades del universo.
—Llévale flores y te daré todos los besos que tengo.
—¿No me los das ya? —Chan levantó una ceja y el pecoso le tocó la nariz con su dedo.
—No todos, tengo muchos más —replicó, rebuscando en la cinturilla de su pantalón. Sacó el bolígrafo y lo aproximó a su cara. Chan reculó—. ¿Confías en mí?
¿Confiar en él? Eso era un maldito eufemismo. Lo que sentía no era nada comparado con la confianza. Era fé: irracional, pasional, abrumadora. Bang Chan era un fervoroso devoto del extraño duende que ahora lo miraba.
Asintió. La punta del rotulador fue hasta su nariz y sintió el cosquilleo que lo hizo arrugarse. Patroclo rio antes de dejar un beso en sus labios. Ni siquiera le importó que fueran las cuatro de la tarde y cualquiera pudiera verlos en el jardín. Sólo pudo sonreír.
—Tienes una sonrisa preciosa, Aquiles.
—Me llamo Chan —murmuró, sosteniendo entre sus dedos las muñecas esbeltas del otro—. ¿Cual es tu nombre?
—Me gusta más Aquiles —concluyó. Soltándose para seguir con el paseo que daban cada tarde.
—Orfeo se llama Han. Hércules se llama Changbin. Yo me llamo Chan, pero no sé cómo te llamas. —Chan se sintió estúpido diciéndolo, pero quería saber su nombre. ¿Qué pasaría si se marchaba? ¿Cómo podría encontrarlo?
—¿Para qué necesitas saberlo?
—Para buscarte afuera —confesó. Puso su corazón en una bandeja para que se lo comiera. Si lo aceptaba, le traería palillos y una servilleta, le serviría una copa de vino francés y encendería una vela en su mesa.
Patroclo se echó a reír con doloroso cinismo. O así le pareció a Chan. Revoloteó a su alrededor un poco más y se marchó sin decirle su nombre.
Desistió de esa empresa la quinta vez que le preguntó y el chico lo ignoró. Como si no necesitara saber quién era, como si no fuera nadie o fuera alguien demasiado importante. Como esas personas que se hacen perfiles en aplicaciones de citas y no ponen su foto. Bang Chan sabía de discreción, de secretismo, él también estuvo bajo el escrutinio público, también fue perseguido por fotógrafos, también lloró en un coche con cristales tintados porque era incapaz de enfrentar los flashes.
Pero Patroclo no cedía, era duro como una pared de hormigón. Chan se enfadaba, apretaba los puños con impotencia y lo miraba con las cejas fruncidas, esperando que esa amenaza fuera suficiente para convencerlo de decir la verdad. No lo era.
En lugar de decirle su nombre o asustarse por su ira, lo besaba. Lo tomaba de las mejillas y lamía sus labios, suspiraba extasiado en su cavidad cuando la abría, su lengua se enredaba con la suya. Y el amor de Chan crecía como la marea, como una chispa sobre la estepa seca. Lo dejaba temblando de deseo, con las extremidades gelatinosas, era una experiencia religiosa, era puro, era infame, era bíblico. Patroclo era mitológico.
Por eso había desistido, ¿de qué valía seguir preguntando si no respondería? ¿Para qué enfadarse si al duende le bastaba una batida de pestañas para tenerlo de rodillas?
—Quiero volver a hacer música —susurró un día, con el libro sobre la mesa que compartían con Eco y Narciso.
—Oh, ¿de verdad? —preguntó, sorprendido, enderezando la espalda. Él asintió con las mejillas rojas. Atendió un segundo a sus acompañantes, ninguno dio señales de reconocimiento.
—Estaba pensando... Estaba pensando en hablar con Changbin, quiero preguntarle cómo conseguir los privilegios que él tiene...
—¡Vamos a ver a Hércules! —exclamó, burbujeante. Pellizcó la mejilla de Eco y dibujó un corazón en su mano grande y huesuda antes de levantarse y arrastrar a Chan lejos de allí.
—¿Por qué sigues pintándolo?
—Porque siempre sonríe cuando lo hago. Y tiene una sonrisa preciosa. Parece un zorrito —contestó como si nada. Y era verdad.
Enlazó sus dedos en los de Patroclo, sus manos pequeñas eran suaves, seguía sintiendo esa electricidad subir por su brazo cada vez. No había un solo día que no se sintiera así de vibrante cuando lo tomaba. Después del otoño, con el invierno sobre ellos, Chan todavía pensaba que él había encontrado el sol.
—¡Hércules! —llamó aquel loco inconsciente de pelo azul. Changbin frunció el entrecejo.
—¡Changbin! —interrumpió Chan, queriendo evitar el desastre. El muchacho suavizó la mueca, recostándose en la pared del pasillo.
—¿Qué quieres?
—Yo... —empezó, un poco nervioso. Se rascó la nuca con confusión antes de sentir la mano de Patroclo en su hombro, como la primera vez que me salvó—. Quiero volver a hacer música.
—Vaya, qué bueno. Ojalá me importara —bufó el chico.
—Solo quiero preguntarte como puedo hacer para...
—Mira, Bang Chan, te lo dije una vez y te lo repetiré, déjame vivir mi vida. Yo no soy un trabajador de la institución, si quieres hacer música, habla con los enfermeros o lo que sea.
—Oye, Hércules, no seas así con él —intervino Patroclo, colocado a su lado, como un escolta preparado para protegerlo. A Chan le pareció realmente tierno porque era como una margarita enfrentándose a un gran árbol—. Además, quiere hacer música con Orfeo —añadió.
Chan no tenía ni idea de cómo sabía eso, porque no se lo había dicho. Bang Chan no solo quería hacer música, quería hacer música con Han. Y era la primera vez en dos años que tenía el picor de la creación, era la primera vez en dos años que quería sentarse delante del ordenador y estar durante horas probando los mejores "samples". Solo para compartirlo con Han. Solo para verlo sonreír como Patroclo los hacía reír a los dos en sus conversaciones a través del agujero de la puerta de Orfeo.
—¿Orfeo? —preguntó desconcertado.
—Han —corrigió Bang Chan.
—Orfeo le queda mejor —aseguró Patroclo con una sonrisa.
—¿Qué es lo que quieres con Han? —Changbin se cruzó de brazos y Chan sintió como si construyera una enorme pared entre ellos.
Pero Chan era bueno escalando, joder, era capaz de saltar altísimo. Él podría elevarse sobre ese muro, convencer a Changbin de que lo ayudara a conseguir un ordenador, grabar con Han una canción, o diez, o mil. Podía hacerlo, tenía que hacerlo porque tenía un montón de música en su cabeza y no sabía cuánto tiempo le quedaba allí a ninguno de ellos.
Ni siquiera sabía el nombre de Patroclo.
Y, mierda, aunque Han fuera la razón por la que quería hacer música, sabía que no era el que había provocado esa avalancha de letras. Tenía que exprimir esa musa de pelo azul, labios rosados y mejillas llenas de pecas del color de la canela.
—Quiero grabar una canción con él. Lo hemos hablado, hablamos mucho de hacer música juntos. Quiero hacerlo. Necesito... —Changbin se echó a reír y Chan lo miró desconcertado.
—Mira, amigo, yo no puedo hacer nada —insistió—, habla con el doctor Kim, convéncelo de que necesitas esto para tu rehabilitación.
—Pero... Pero tú tienes privilegios...
—Eso es porque estoy aquí voluntariamente y no soy peligroso, Bang Chan —suspiró, resignado. Había algo vulnerable en el fondo de sus ojos, como si no fuera del todo verdad, como si en realidad algo le hubiera obligado a estar aquí—. Mi problema está afuera. Por eso tengo privilegios. Pero mis privilegios no son para facilitarte la vida. Tienes que hablar con el doctor Kim y decirle que quieres hacer música. Pídele el equipo, dile que será bueno para tu recuperación.
—Sí... —contestó Chan—, de acuerdo, sí... No se lo digas a Han, quiero que sea una sorpresa, quiero sorprenderlo de verdad.
El musculoso se apartó de la pared y le dio una sonrisa cálida. Chan se sintió orgulloso de lo alto que había saltado esa vez. Un segundo después puso una mano en el hombro que no estaba ocupado por la de Patroclo.
—Invítame un día si te dejan hacer música. Era un gran rapero antes de entrar en el ejército —aseguró, alejándose por el pasillo.
Patroclo rió escandalosamente, dando saltitos a su alrededor como un duende. Bang Chan se contagió de su alegría y acabó riendo en voz alta también. Lo tomó de la cintura en un impulso y lo pegó a su cuerpo, besándolo en los labios.
—¿Cómo sabías lo de Han?
—Aquiles, cada vez que vamos a ver a Orfeo solo hablas de música. Y Hércules es débil por el pequeñín. Ahora, tienes que convencer al doctor Kim —Guiñó el ojo y echó a andar. El duende sin nombre silbó y el ratón lo siguió.
El día que nevó por primera vez no los dejaron salir. Chan quería compartir la primera nevada de ese invierno con Patroclo, pero no pudo. En cambio, entró a la biblioteca, seguido del chico cálido que llevaba el pelo recogido en dos adorables coletas. Tenía en la boca una piruleta y no le dijo de dónde la había sacado.
Ojeó los libros despacio, decidiendo cómo estaba su humor. ¿Sería mejor una novela negra? ¿Una de amor? ¿Una de ciencia ficción?
Su atención fue directa a un libro grande, lo sacó del lugar y pasó las páginas con una sonrisa. Se volteó para buscar al duende, pero no lo encontró. Frunció el ceño confundido y salió de la habitación con el tomo bajo el brazo. Caminó hasta el salón grande y oteó buscando la cabellera azul. La encontró en la que ahora era su mesa habitual.
Se acercó conteniendo la sonrisa y el rubor que empezaba a calentarle las mejillas. Los orbes brillantes se enfocaron en él cuando los abordó. Se sentó en la silla a su lado y le tendió el libro sin decir una palabra. Patroclo cerró los labios alrededor del palo blanco de la piruleta y agarró lo que le entregaba. Abrió las páginas con una mirada de sorpresa.
—Todavía queda mucho para que haya flores, tal vez esto sirva mientras tanto —comentó, fingiendo desinterés cuando en realidad temblaba como un flan.
¡Santo cielo! ¿Cómo podía una sonrisa ser así de bonita? ¿Cómo podía esa mejilla inflada por la piruleta parecerle la cosa más hermosa que había visto nunca? ¿Cómo podía contener una cara todo el universo?
—¡Es una idea fantástica! —exclamó, tan efusivo y poderoso como una ola.
Golpeó la mesa dos veces delante de Narciso y el chico se encogió un poco, pero no levantó la cabeza del cuaderno. Patroclo abrió el libro y agarró la mano del pintor para arrastrarla hasta la imagen de unos... narcisos. Chan se rio cuando entendió la referencia.
Los dedos manchados de tinta no soltaron el rotulador, pero la mirada del chico de pelo negro ya no estaba en su propio cuaderno, sino en las hojas del libro. Chan se fijó en que tenía un lunar bonito debajo del ojo.
—Hay un montón de flores más —afirmó Patroclo, pasando la página—, puedes pintarlas todas.
Y Narciso sonrió. Maldición, sonrió y sus ojos se convirtieron en dos medias lunas. Pero Chan solo pudo mirar fijamente al duende que brillaba a su lado como una estrella.
—Entonces, crees que volver a hacer música podrá ayudarte, ¿no es así? —Chan asintió.
El doctor Kim apuntó algo en su cuaderno y descruzó las piernas, acomodándose en el sillón. Le gustaba el doctor. Era más o menos de su edad y nunca se había sentido más a salvo con un terapeuta de lo que estaba con él. Sabía que estaba a las órdenes del doctor Park, que daba bastante más miedo, pero igualmente lo trataba bien.
—¿Desde cuándo has sentido este... cambio?
—Hace dos meses... Cuando terminó el otoño. Estaba confundido cuando empezaron a llegarme melodías a la cabeza. Pero creo que podría ayudarme.
—¿La medicación está yendo bien? ¿Sigues teniendo esos pensamientos que te trajeron aquí?
Chan se tensó. Seguía teniendo pesadillas y no era capaz de dormir una noche completa, pero no tenía tantas ganas de ser... libre. No tenía tantas ganas de volar lejos, los ruidos en su cabeza se habían calmado y ahora había música. Canciones de amor, canciones de perdón, canciones sobre el cielo azul, sobre unos labios rosados, sobre la galaxia.
—Muy pocas veces —explicó, porque no quería mentirle al doctor Kim—. Algunas mañanas cuando me despierto sigo... Sigo pensando en eso...
—¿Qué hay del resto del día?
—El resto del día pienso en música —Y en Patroclo—, he hecho algunos... hmm... amigos.
—Oh, eso es bueno. No habías hablado con nadie que no fuera un trabajador en meses. Es un buen avance, Bang Chan —afirmó, con una sonrisa cálida. Le recordó a su perrita Berry.
—Hablo con Changbin a veces, entrenamos juntos. Y también con Narciso y Eco, aunque ellos no hablan mucho.
—¿Quiénes?
—Ah... —Chan se dio cuenta de su error—, es el chico guapo que pinta, el que lleva el pelo largo, ese es Narciso. Y el otro, el que parece joven y no para de repetir lo mismo continuamente...
—Ah, sí. ¿Los llamas Narciso y Eco?
—Sí, no me han dicho su nombre...
—¿Son ellos la razón por la que quieres hacer música?
—No, no —corrigió—, es por... Bueno... Por Han, él también es músico, hemos hablado algunas veces.
—¿Cómo has hablado con él si no sale de su habitación? —Chan abrió mucho los ojos, repentinamente agobiado.
¿Hasta dónde podía contar? ¿Se condenaría a sí mismo si explicaba que se escabullía con Patroclo para ir a visitarlo? ¿Le prohibirían hacer música? ¿Lo encerrarían en su cuarto? ¿Dejaría de ver al duende de pelo azul si decía algo más?
—Yo... Un día lo escuché y hablamos a través de la rendija para pasar la bandeja —susurró.
—No estás en problemas, Bang Chan, solo estoy sorprendido —Chan soltó un aire que no sabía que estaba conteniendo—, Han es muy receloso con los extraños.
—Ya... No estoy tratando de molestarlo, no lo agobio. Solo voy a veces y hablamos —Como cada tres días, pero el doctor Kim no tenía que saber la frecuencia—. Creo... Creo que escucharlo cantar me ha dado ese empujón, ¿sabe? —Los ojos del doctor Kim se iluminaron con curiosidad y Chan encontró un hilo del que tirar—. Me hizo pensar en quien era yo antes de... Antes de todo. Quién era afuera antes de que mi vida se me escapara de las manos... Quiero hacer música, quiero encontrarme otra vez a mí mismo... Por eso necesito un ordenador, solo el ordenador y unos auriculares con micrófono, eso es todo. Bueno, tal vez estaría bien tener el controlador portátil... Y la guitarra, sería genial tener la guitarra. —Lo observó, ansioso.
—Veré que puedo hacer, pero la guitarra será imposible.
—¡Sí, sí! ¡Lo que sea está bien! —afirmó Chan esperanzado—. Muchísimas gracias, doctor Kim.
—Una cosa más, Bang Chan —frenó el chico—. Tienes que llamar a casa y pedir esas cosas tú mismo.
—¿Hola? —Chan estaba temblando.
Había rezado todas las oraciones que sabía para evitar ese instante. Tuvo muchas más pesadillas esa noche. Se despertó tres veces de madrugada, aturdido y mareado, con el cuerpo empapado en sudor y las mantas por todas partes. Las pastillas para dormir lo dejaron aletargado, pero no pudo descansar.
Esa mañana se había duchado con agua fría, a pesar de que en el exterior, el blanco de la nieve cubría todo el jardín. Quería tener a Patroclo a su lado, pero no estaba. En su lugar, estaba en la oficina del doctor Kim una vez más, sentado en una silla frente a su escritorio. El hombre lo miraba desde el otro lado de la mesa, evaluándolo.
Chan sabía que tenía un botón del pánico y que, si un paciente respondía de forma violenta, aparecerían tres o cuatro enfermeros para contenerlo. Probablemente se llevaría de regalo un pinchazo con un calmante. No le pareció tan mala esa posibilidad, teniendo en cuenta lo oscuras que eran sus ojeras y lo poco que quería hacer esto.
—¿Hola? —repitió la voz al otro lado de la línea.
—Ghm... —Un gemido angustiado se escapó de su garganta. Las lágrimas subieron a sus ojos automáticamente, sintió la tráquea cerrarse como si una prensa la estuviera aplastando.
—¿Chan? —Fue solo un susurro casi inaudible, pero sus sentidos estaban sobreexcitados y pudo escucharlo como un trueno impactando en su oído.
Como el disparo. Como la bala que salió del cañón de la pistola. Como el llanto de mamá. Como la voz de papá. Como las sirenas de policía. Como las preguntas que no respondió. Como las respuestas que alguien exigió. Como los gritos de los fans. Como las risas falsas alrededor. Como el tambor de la batería. Cómo las discusiones con su hermana. Como el golpe de un tifón contra las ventanas.
—Bang Chan —dijo el doctor Kim, mirándolo fijamente.
Sus ojos estaban borrosos por las lágrimas. La humedad se escurría por sus mejillas y su mano temblaba en torno al auricular que mantenía en su oreja por pura inercia. Quería lanzárselo a la cara al doctor Kim. Quería gritarle que no era justo, que no estaba preparado para esto, que esos meses no eran suficientes.
Chan no quería hablar con su hermana, que sollozaba al otro lado de la línea. No quería enfrentarse a la vergüenza, a la culpa, al reconocimiento de que todo lo que había hecho en los últimos dos años era hundirse hasta que llegó al infierno. No podía pedirle perdón todavía, sabía que no merecía ser perdonado.
Parpadeó, apartando de sus pestañas la humedad, con su labio inferior temblando. ¿Cómo iba a poder pedir su ordenador si no había sido capaz de hablar con su familia ni una vez? ¿Cómo iba a esquivar la ignominia de lo que había hecho y fingir que todo iba bien?
Tenía que colgar, tenía que huir, tenía que subir a la azotea y ser libre de una vez.
Y entonces lo vio.
Afuera, pero no tan afuera. Entre la nieve blanca del jardín trasero, encaramado al alféizar, estaba el azul, el rosa y la canela. Y era hermoso como un día soleado de primavera, como una constelación de estrellas brillantes en el cielo. Su sonrisa iluminó el espacio dentro de la habitación; destrozó por dentro a Chan y lo recompuso.
Con el rotulador rojo, dibujó un corazón en el cristal, como hizo en la habitación de Han. "Aquiles, baja de ahí", articuló, como si supiera exactamente lo que estaba pensando. Porque Patroclo siempre sabía cuándo Chan estaba a punto de saltar.
Respiró hondo, con el ruido de su cabeza desapareciendo y la imagen del duende ocupando cada espacio de su mente. Empujando lejos el dolor, los gritos, la pistola. Trayendo consigo el color, el fuego ardiente del amor, la sanación.
—Hannah, lo siento tanto —susurró.
Su hermana pequeña se echó a llorar y él la siguió. El doctor Kim asintió orgulloso. El duende lanzó un beso y desapareció, corriendo por la nieve. Chan sintió como si un mazo hubiera golpeado la piedra.
Esa fue la tercera vez que lo salvó.
***
Soundtrack:
Infinitely Ordinary — the Wrecks
I found — Amber Run
Achilles come down — Gang of Youths
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