CAPÍTULO 2
Así, el matrimonio Madison comenzó los trámites necesarios, estudios psicológicos, y otros tantos papeles para la adopción de la pequeña. A pesar de no haber sido aprobados para ser los padres de la niña, Amanda y Benjamin continuaron visitándola en el orfanato. Construyendo un vínculo con la que esperaban fuera su hija. Así que, cuando luego de cuatro meses, llegó el dictamen del juez que se encargaba de llevar el caso de los Madison, ambos se sentían con los nervios propios de quienes están a punto de convertirse en padres primerizos. Por lo menos, era lo que ellos ansiaban.
─¡Amanda, apúrate por favor! ─gritó el señor Madison.─ La cita con el juez es en media hora.
─Lo siento cariño. Ya estoy lista. Quería estar lo más presentable posible. Quiero darle al juez una buena impresión ─dijo Amanda con evidente nerviosismo, pero sin borrar de su bello rostro la sonrisa que había practicado para el juez.
─Tú siempre estás radiante amor. Sabes que no necesitas esforzarte para eso.
─Es solo que no quiero que nada arruine esta oportunidad. De verdad quiero a la pequeña. Incluso ya pensé su nombre.
─Cariño, eso es hermoso. Pero...
─¿Pero qué? ─preguntó ansiosa Amanda.
─Si las cosas no llegaran a resultar como esperamos, no quiero que te desanimes. Lo volveremos a intentar si es necesario.
─¿Acaso te estás rindiendo? El juez todavía no dio su dictamen. ─Amanda comenzaba a exasperarse, pero Benjamin intentó enmendar su error rápidamente.
─Noooo, no estoy rindiéndome. No es eso. Solo quiero que intentemos prepararnos para cualquiera que sea la decisión del juez, y lo que verdaderamente quiero es que sin importar qué pase, nosotros sigamos tan unidos como siempre. ─Amanda miró a su esposo de la manera en que sólo podía hacerlo una persona enamorada. Tomó el rostro de su marido entre sus manos y le dio el beso más dulce que pudo.
─Te amo Ben. ─Ambos se habían entrelazado en un abrazo que les los llenó de fuerza para lo que tenían que afrontar en pocos minutos.
─Te amo mi vida. Y ahora vamos. Nos queda poco tiempo para llegar a la corte.
A quince minutos de su encuentro con el juez, los Madison se subieron en su auto y Benjamin aceleró hasta que, faltando cinco minutos, estacionaron al frente del tribunal de justicia.
El abogado de ambos los estaba esperando en la entrada del tribunal, un tanto ofuscado por el poco tiempo que les quedaba, pues faltaban minutos para que la audiencia comenzara.
─Pensé que no llegarían. Llamé varias veces a tu celular Amanda, pero me redirigía al buzón de voz.
─¡Oh! Olvidé mi celular en la casa Walter. Lo lamento, de verdad. ─El abogado Walter Caramin ─cuya firma "Caramin & Asociados" se ocupaba de los asuntos de la familia Madison desde mucho antes que Benjamin y Amanda se casaran─, era un hombre robusto, de aproximadamente cincuenta años, y con mucha experiencia en el terreno de las leyes.
─No te preocupes Amanda. Ahora entremos. No nos queda mucho tiempo.
Y efectivamente, así era. Con apenas un minuto en el reloj, el matrimonio Madison y su abogado entraron a la sala donde se llevaría a cabo la audiencia.
La sala no era demasiado grande, y era sumamente austera. Decorada en tonos marrones, con dos mesas de madera que se encontraban enfrentadas, y un par de sillas en cada una se las mesas. Al costado derecho de la habitación había tres sillas más, así que Benjamin me trajo una para que me sentara. Faltando exactamente 10 segundos para que comenzara la audiencia, el juez se hizo presente. Entró por una puerta que se encontraba al costado de la mesa que le correspondía a él.
─Muy bien ─dijo el señor juez.─ Comencemos.
El abogado de los Madison le mostró al juez todas las pruebas que se habían realizado, además de otros tantos papales que les habían sido requeridos para el trámite de adopción de la niña. El juez, un hombre de unos setenta años, de cabello canoso y arrugas profundas en su frente, leyó los papales con detenimiento. Después de media hora, que para Amanda Madison pareció interminable, el juez habló.
─Al parecer todo está en orden, pero ahora quisiera hablar con el matrimonio. Dado que ustedes son los interesados en adoptar a la pequeña, me gustaría hacerles algunas preguntas.
Tanto Amanda como Benjamin asintieron ante el pedido del juez, y así, las preguntas comenzaron. El juez les preguntó por qué querían adoptar; por qué estaban seguros de querer tener un hijo siendo ellos tan jóvenes todavía; si estaban seguros de la decisión que estaban tomando al adoptar; y por último, si estaban tan enamorados como darle un hogar seguro a la niña. Esa respuesta no fue difícil de contestar para el matrimonio. Ambos coincidieron en que el amor que se profesaban sería eterno; y que aunque pudieran venir tiempos difíciles, siempre se apoyarían el uno al otro, tal como lo prometieron el día de su boda.
El juez escuchó atentamente cada una de las respuestas que los Madison le dieron, y luego de un exhaustivo análisis, dio su veredicto.
─He tomado una decisión, y creo profundamente que es la correcta. Les concedo la adopción de la niña residente en el Orfanato St. Michael's.
La felicidad que embargó a la pareja al escuchar esas palabras tan deseadas fue infinita. Su deseo al fin se había cumplido, y ahora sólo quedaba ir a buscar a la pequeña para llevarla a su nuevo hogar.
Cuando llegaron al orfanato, la directa del mismo los estaba esperando en la puerta con la niña en brazos. Con sus cuatro meses y medio, la bebé ya pesaba seis kilos. Ya no era frágil como el algodón, como cuando la encontraron en la puerta del orfanato. Se veía fuerte, risueña. Estaba vestida con un vestido rosa a lunares blancos, llevaba unos zapatitos blancos que Amanda le había mandado a hacer especialmente. Su cabecita aún no tenía cabello, apenas una pelusilla rubia; pero aquello que resaltaba mucho más, aquello que hacía que nadie pudiese evitar mirarla, eran sus hermosos ojos azules. A Amanda le gustaba decir que le recordaban al mar cristalino en un día de primavera.
Al bajarse del auto, Amanda corrió hacia donde estaba la directora Dunne. Ni siquiera se paró a saludarla, algo muy impropio en ella, dado la educación que había recibido desde temprana edad; simplemente se acercó a la directora y tomó a la niña de sus brazos. La miró, anhelante. Llevaba en sus brazos el regalo soñado. Llevaba en sus brazos el deseo que creía haber perdido.
─Ahora eres mi niña. Mi hija. Mi Aura.
Así que ahí lo tenían. Al fin tenía nombre. Aura.
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