CAPÍTULO 1

En el mundo del matrimonio Madison todo siempre había dado vueltas en torno al dinero. Vivir en el vecindario de mayor prestigio como es el Upper East Side (Manhattan), en el edificio más lujoso, era solo uno de los grandes beneficios de los cuales Benjamin y Amanda Madison se jactaban; así como también participar de fiestas exclusivas, ya que codearse con la elite de New York representaba todo para ellos.

Sin embargo, no todo en sus vidas era color de rosa. A sus jóvenes veintiséis años, la señora Madison había descubierto que era estéril. Dolor, tristeza, rabia, corrían por sus venas. La vida le había arrebatado el sueño que albergaba desde pequeña. Ser madre. Tener una familia numerosa como la que ella había tenido. Pero ahora nunca podría hacerse realidad. Ella no aceptaba adoptar, tampoco el alquiler de un vientre. Ella quería un hijo que creciera en su vientre, sentirlo patear, sentirlo crecer.

A pesar de los deseos de su esposa, el señor Madison no se resistía a que nunca sería padre, a que nunca habría un heredero que llevara su apellido, y que en el futuro se ocupara de la empresa que desde hacía años pertenecía a su familia, y que ahora él mismo manejaba.

Benjamin le rogó a su esposa que cediera y que adoptaran a un niño o a una niña, pero ella no aceptaba. Para ella era inconcebible tener un hijo que no saliera de su propio vientre, se negaba rotundamente. Tampoco le importaba la opinión de su madre y de sus hermanas ni de la familia de su esposo. Amanda Madison se había encerrado en su propio dolor y había decidido que de ahí no saldría hasta que ocurriera el milagro que tanta buscaba, que el cielo el diera un hijo propio.

Los meses pasaron y el ánimo de la señora Madison no mejoraba. Cada vez se hundía más en su sufrimiento. Se la pasaba llorando por la desgracia que le había tocado en suerte. Y, si bien su esposo trataba de confortarla y hacerle más alegres los días, no lograba mejores resultados que el resto de la familia.

Así que un día, Benjamin Madison decidió tomar las riendas de la situación de su esposa y la obligó a levantarse de la cama, bañarse, vestirse, peinarse, desayunar, y acompañarlo en lo que él había denominado como una "excursión".

En vez de ir en su lujosísimo auto, Benjamin tomó a su esposa de la mano y la llevó caminando hasta Central Park. La nieve caía intensamente, haciendo que el caminar se le hiciera muy difícil para Amanda, ya que no había ido propiamente vestida para una "excursión".

─¿A dónde vamos? ─preguntó ansiosa la señora Madison.

─Es una sorpresa ─respondió su esposo.

─No me gustan las sorpresas ─dijo Amanda con actitud desganada.

─Te prometo que esta te gustará.

A diferencia de su esposa, Benjamin se había mantenido muy positivo frente a la noticia de que su mujer no podría tener hijos. Él estaba decidido a que de una u otra forma ambos cumplirían el deseo tan anhelado de ser padres.

Y así continuaron caminando a través de Central Park, respirando el aire puro y frío del invierno, tomados de la mano como el primer día en que se conocieron.

Una vez que cruzaron el parque, caminaron aproximadamente diez cuadras más.

─Ben, está haciendo mucho frío. Realmente preferiría regresar a casa.

─No será necesario amor. Ya llegamos.

Amanda miró de izquierda a derecha, sin saber exactamente qué tenía que buscar.

─¿Llegamos a dónde? ─preguntó confundida.

─Mira arriba.

Así que eso hizo la señora Madison. El cartel del antiguo edificio decía "Orfanato St. Michael's". Amanda dio un paso atrás, soltándose del agarre de su marido.

─¿Por qué me trajiste aquí? ─Amanda miró a Benjamin, evidentemente enojada con él.

─Porque creo que es la única manera de que superes tu dolor. Sé que ahora no lo ves, pero esto te hará bien. Confía en mí. Entra conmigo, hablemos con la directora del orfanato, visitemos a los niños.

Amanda Madison meditó su decisión en silencio, sopesando los argumentos que su esposo le había dado. Sin darse cuenta, lágrimas comenzaron a caer por el rostro de Amanda, rociando su bello rostro. «Debo armarme de valor, y entrar», pensó Amanda.

─Está bien. Solo estaré ahí quince minutos. No más.

─Quince minutos serán más que suficientes.

Así que tomados de la mano, el señor Madison condujo a su esposa hacia el orfanato. El lugar era antiguo, de eso no había duda. Las paredes estaban despintadas, con grietas, y un tanto mohosas. Los pisos estaban rotos y manchados. Y había un olor rancio en el ambiente. Signos que le daban mala espina a la señora Madison. Aun así, siguió caminando por un largo pasillo junto a su marido, hasta que llegaron a una pequeña habitación que decía "Dirección". Benjamin golpeó suavemente la puerta, y esperó a que los atiendan. Una señora de baja estatura, pero ancha de caderas les abrió.

─¿Si?¿En qué puedo ayudarlos?

─Buen día. Con mi señora vinimos a ver a los niños. Si es posible, claro.

La mujer miró tanto al señor como a la señora Madison de arriba hacia abajo, escrutando en cada detalle el aspecto de cada uno.

─Ehhh... Sí, por supuesto. Mi nombre es Susan Dunne, soy la directora del orfanato. Por favor síganme.

A pesar de la suspicacia que la señora Dunne sentía al ver a personas como los Madison en el orfanato, que para ella parecían ser de la alta sociedad, los condujo en silencio hacia una habitación de amplias dimensiones.

─Este es el comedor. Aquí comen ciento veinte niños. La mayoría tienen entre tres y seis años de edad. Los que no consiguen ser adoptados después de esa edad son llevados al orfanato al otro lado de la ciudad.

Amanda miró el comedor con estupor. Se preguntó cómo sería darle de comer a un niño, vestirlo, llevarlo de pase; y recordó, muy a su pesar, que nunca podría cumplirlo.

─Ben, quiero irme. Ya fue suficiente ─pidió Amanda. Tenía un nudo en la garganta y unas ganas intensas de llorar.

─Cariño, serán unos minutos. Tú puedes hacerlo. Por favor. ─Benjamin le tomó el mentón y la acercó hacia él para darle un beso fugaz.

─Sabes cómo convencerme. Siempre lo sabes.

─¡Ejem, ejem! ─La señora Dunne se aclaró la garganta, y luego miró a la pareja con una sonrisa fingida. ─¿Continuamos? ─Amanda y Benjamin asintieron y la siguieron por otro largo pasillo.

Comenzaron a oír gritos. Se estaban acercando a donde estaban los niños.

─Ahora se encuentran en el patio. Es su momento de recreación.

El sonido de tantos niños juntos la ensordeció. Si bien Amanda deseaba profundamente ser madre, no estaba acostumbrada a estar con tantos niños al mismo tiempo. Criada en una familia acomodada, y asistiendo a colegios de elite, Amanda acostumbraba a nunca perder la compostura, y usar sus modales en cualquier situación; pero para tratar con niños con tenía la más mínima idea de cómo debía proceder.

La señora Dunne se paró en el centro del patio y proclamó:

─¡Niños! Una nueva familia vino a visitarlos. ─Al decir esto, señaló a los Madison, haciendo que todos los niños corrieran en su dirección, cosa que asustó extremadamente a Amanda.

─No puedo enfrentar esto. Te espero afuera. ─La señora Madison no le dio tiempo para que su esposo respondiera. Simplemente se soltó de su mano, y como la dama que era, trató de caminar tan calmada como le era posible.

Ya casi estaba llegando a la salida cunado un sonido hizo que se paralizara. No era un sonido cualquiera. Llamó tanto la atención de Amanda que decidió seguirlo. Regresó por el mismo pasillo por donde había venido, y luego dobló a su izquierda. El sonido se hizo más intenso, y después de caminar unos cuantos pasos más, miró hacia su derecha, a la habitación de donde venía el sonido. Era un llanto. Pero no un llanto cualquiera. Era la de un recién nacido. La señora Madison se acercó cuidadosamente, y entró en la habitación.

─Disculpe, ¿necesita algo? ─Una señora de unos treinta años tenía en sus brazos un pequeño bulto.

Amanda se quedó obnubilada ante los que sus ojos veían.

─¿Señora? ¿Está usted bien?

─¿Es niño o niña? ─Amanda hizo oídos sordos a la pregunta de la señora, preguntando lo que realmente le interesaba saber.

─Es niña. ─La pequeña continuaba llorando pero, extrañamente, a Amanda no le molestaba.

En todo el tiempo que Amanda llevaba en la habitación, nunca sacó sus ojos de la niña. Su mirada permanecía clavada en la pequeña, no podía apartarla de ella. La tenía hipnotizada.

─¿Puedo cargarla? ─preguntó tímidamente.

La señora escrutó detalladamente a Amanda, tratando de decidir si debería entregarle a la niña o no.

─Está bien, pero solo unos minutos. ─Le entregó a la bebé con mucho cuidado, y Amanda la recibió como si le hubiesen dado el regalo más preciado de todos. ─Es tan pequeña. ─Amanda la miraba embelesada. Su corazón palpitaba con intensidad, en parte deseando que la niña fuese suya de verdad.

─Tiene pocos días de vida. La directora cree que ni siquiera llega a los diez días. ─Amanda la miró desconcertada.

─Sé lo que debe estar pensando. Es muy común que dejen recién nacidos en el orfanato. A la niña la dejaron hace tres días. Llovía a cántaros y no estaba muy abrigada. Creyeron que no sobreviviría, pero aquí la ve. Es una luchadora.

─Es hermosa. ¿Cómo alguien pudo haberla dejado así como así?

─Esta es simplemente una de las tantas historias que se ven en el orfanato.

La pequeña había dejado de llorar. Dormía profundamente, con su cabecita apoyada en el pecho de Amanda.

─¿Amor? ¿Qué haces aquí? ─Amanda se dio vuelta y vio a su esposo que la miraba sorprendido.

─Estaba a punto de irme cuando escuché un llanto. Lo seguí, y la encontré. ─Amanda no dejaba de mecer a la bebé en sus brazos. Lo sentía como algo natural, a pesar de que nunca antes había sostenido a un niño, y mucho menos a un recién nacido.

El señor Madison entró en la habitación y se acercó lentamente hacia donde estaba su esposo, con miedo de despertar a la niña.

─Te ves hermosa con el bebé en brazos.

─Es niña ─respondió la señora Madison, con una sonrisa que iluminaba su rostro. ─Mírala Ben. Es bella. ─Amanda sintió cómo unas pequeñas lágrimas comenzaban a formarse en su rostro, y fue ahí cuando lo supo.─ Quiero que la adoptemos.

Benjamin miró a su esposa con desconcierto.

─Pensé que no querías adoptar.

─Es que no quería. Pero ahora... Mírala. Es tan extraño que ni siquiera yo lo entiendo. La siento mía. ─Amanda brillaba de una manera especial. Sus ojos color miel irradiaban felicidad, una felicidad que se le había evaporado en el último tiempo, y si esposo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que esa felicidad no se fuera.

─Entonces vamos a adoptarla. No hay nada en el mundo que desee más que ser padre contigo.





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