Aunque no puedas verme
A la chiquilla se le iluminaron los ojos cuando vio el hermoso pastel que adornaba el centro de la mesa. Tenía forma de estrella fugaz y lo habían cubierto con un lustre bicolor entre naranja y amarillo, cual si de una incandescente llama se tratase. Las ocho velitas de color rojo incrustadas en este seguían un caminito zigzagueante hasta toparse con su nombre, el cual estaba escrito con crema chantilly en el centro de aquel asteroide comestible. La niña no podía creer que su madre hubiese recordado el disparate al que ella había hecho alusión varios meses atrás, cuando la señora le preguntó cómo quería que fuese su próxima fiesta de cumpleaños. Y no sólo lo recordó, sino que le cumplió su capricho al pie de la letra. A pesar de que no tenían mucho dinero en casa, la madre se mató trabajando día y noche para conseguir la cantidad necesaria que le permitiese cubrir los gastos del festejo para su amada hijita, y lo logró. Además de la torta decorada, las tres mejores amigas de la rubiecita estaban allí presentes para celebrar con ella. Ese sería, sin duda, un catorce de enero muy especial para la pequeña Chloe.
—Vamos, cariño, cierra tus ojos y piensa en un deseo con todas tus fuerzas. Cuando estés segura de lo que quieres, sopla las velas, ¿de acuerdo? No te tardes mucho, pues no querrás dejar a nuestras invitadas esperando —declaró la mujer, con una afable expresión en el rostro.
—Sí, mami, ya voy. Dame sólo un momento —respondió la homenajeada, al tiempo que cerraba los ojos y entrelazaba sus manos como si rezara.
"Deseo encontrar a un príncipe con cabello de fuego, que me quiera solamente a mí y nunca me abandone. Quiero que siempre me proteja, que venga todas las noches y me cuide como lo hace mi papá, que está en el cielo..." Tras enfocarse en aquel pensamiento, la nena inhaló profundamente y soltó todo el aire que había acumulado en sus pulmones sobre las mechas de las ocho velas, las cuales se apagaron con facilidad.
***
Las voraces llamaradas habían consumido por completo la estrecha y sencilla casita de madera en la cual habitaba Brent junto con su madre. La pobre mujer no tuvo tiempo de reaccionar, pues las espesas nubes de humo renegrido le provocaron un severo ataque de asma que terminó por asfixiarla mucho antes de que la envolviesen las despiadadas llamas. El frágil niño de ocho años de edad en vano intentó levantar a la señora de la cama. No importó cuántas veces la sacudiera ni cuántas veces se desgañitara pronunciando la palabra "mamá". La enfermiza mujer simplemente ya no volvería a respirar.
El chiquillo, cuyos globos oculares lucían cual si fuesen un par de masas sanguinolentas debido al enrojecimiento que les provocaba la densa humareda circundante, no tuvo más remedio que buscar por sí mismo una vía de escape. Atravesó corriendo el zaguán que daba hacia la entrada principal de su humilde vivienda, cubriéndose el rostro con ambos brazos. El gran tamaño que habían adquirido las crueles lenguas anaranjadas casi lo obligaron a rendirse, pero Brent no acostumbraba darse por vencido. Durante los escasos treinta segundos que tardó en llegar a la puerta, una extraña visión le invadió la mente. Una niñita desconocida de cabellos dorados le dedicaba la más dulce de sus sonrisas al tiempo que le extendía su mano derecha, como invitándolo a tomarla. "Ven conmigo, nunca dejes de buscarme. Estaré siempre esperándote", musitó la chiquilla. Aquel espejismo le infundió aún más fuerzas al chico para continuar aferrado a la vida.
Con quemaduras superficiales de segundo grado en sus extremidades superiores e inferiores, algunos de sus cabellos chamuscados y una tos seca incontrolable, el pequeño logró escaparse de las garras de aquella espantosa pesadilla. Por unos instantes, tuvo la cabeza vacía de todo pensamiento y de cualquier atisbo de emoción. Pero los desgarradores gritos de sus vecinos lo hicieron volver en sí. La trágica realidad lo abofeteó con fuerza: ya no tenía familia ni hogar. La conmoción, el agotamiento y sus heridas confabularon para causarle un repentino desmayo. Su rostro manchado de hollín dio de lleno contra el pavimento de la calle. Pasó casi una hora para que los paramédicos acudieran al sitio en donde él se encontraba tumbado, ya que fueron decenas de casas y personas las que perecieron ante la furia implacable de las llamas esa fatídica noche de mediados de enero.
Una ambulancia trasladó a Brent al hospital más cercano. Allí una de las enfermeras de turno se encargó de la desinfección y posterior vendaje de los brazos y piernas del pequeño. Además, le administró un medicamento que actuaba como tranquilizante, para que así él pudiese olvidarse de sus muchos males por un rato y se entregase libremente al sueño profundo. En el mundo onírico, la figura de la chiquilla rubia se presentó una vez más ante sus ojos. La desconocida jovencita reía a carcajadas y giraba por en medio de amplios campos de tulipanes de variadas tonalidades. "Algún día nos encontraremos, ya lo verás", le decía ella, casi cantando. En ese momento, las comisuras de los labios del niño se arquearon hacia arriba de manera involuntaria. "Sé que así será, te lo prometo", le contestó él.
—¡Qué tierna sonrisa tiene este nene! Pero se me parte el corazón de sólo verlo... ¿Cuántos más como él habrán perdido a sus padres hoy? ¡Ay, qué tristeza tan enorme me dan estas desgracias! Si fuese posible, yo misma adoptaba de inmediato a este angelito —le comentaba apesadumbrada la asistente médica a una de sus compañeras.
Después de que se le hubo dado de alta, una trabajadora social vino a hacerle una visita a Brent mientras este jugaba con tierra en el jardín del hospital. La señora no paraba de hacerle preguntas que él no tenía intenciones de responderle. Se limitó a mantenerse en silencio por largo rato, con lo cual la mujer desistió. Acto seguido, tomó su teléfono celular y se alejó unos cuatro metros, para que no se escuchara la conversación que tendría con uno de sus colegas.
—No he podido sacarle una palabra al chico. Creo que quizá necesite de un psicólogo o psiquiatra que lo atienda y luego veremos... Sí, ya he estado buscando posibles familias que pudieran adoptarlo, pero es mejor que lo vea un especialista primero...
A pesar de la distancia, el oído del chiquillo alcanzó a distinguir la mayoría de lo que ella dijo. Un sudor frío le recorrió la frente y sintió una punzada en mitad de su pecho. "¡Corre, no mires atrás!" La voz de la niña le dio aquella advertencia y él no dudó ni un segundo en obedecerla. Salió huyendo despavorido del sitio y abandonó del todo la propiedad en donde se hallaba ubicado el hospital. Nunca más volvió a ser visto ni tan siquiera cerca de ahí. Casi nadie lo conocía y nunca se logró dar con su paradero. Las calles, los parques y los edificios en ruinas llegaron a ser su nuevo hogar.
Los excedentes de los restaurantes y algunas hogazas de pan que le convidaban los viajeros más caritativos eran una de las fuentes de su sustento diario. Aprendió a realizar variadas labores para ganar algo de dinero, tales como lustrar zapatos, limpiar las ventanas de los automóviles y embellecer los jardines de algunas casas. Además, tenía una magnífica voz para el canto a capela, y se valía de ello para deleitar los oídos de quienes pasaban por las calles que él visitaba más seguido. Llegó a ser conocido por los vecinos con el sobrenombre de "El Petirrojo". Gracias a su esfuerzo y a su eterna sonrisa, recibía hasta treinta y cinco dólares semanales en monedas de todos los tamaños. Esa cantidad le permitía comprar comidas enlatadas, jabones, medicamentos y abrigos de segunda mano para el invierno. A pesar de todas sus penurias, él siempre se mostraba muy agradecido con la vida. La imagen de la chica con voz angelical siguió acompañándolo siempre en sus sueños y, a veces, la veía también estando despierto. Conforme él iba creciendo, ella también lo hacía. Aquella rara habilidad que había adquirido el día del incendio era lo que le daba motivos para seguir adelante, pues él no perdía la esperanza de reunirse con esa jovencita algún día y charlar cara a cara.
***
Una soleada mañana de verano como tantas otras, Brent estaba trepado en las ramas más altas de un grueso roble que estaba sembrado en uno de los parques que él frecuentaba. Le gustaba sentarse allí para descansar y mirar a los pajarillos que llegaban de visita. Justo debajo de aquel árbol, había una banca de madera barnizada que había sido utilizada muy pocas veces. Parecía que a ninguno de los transeúntes le gustaba la ubicación de esta, dado que estaba muy apartada de todo el resto. Pero ese día en particular, una muchacha bajita y delgada, quien venía ataviada con un ligero vestido blanco veraniego, pasaba por ahí y decidió quedarse a reposar un rato sobre la banca que todo el mundo parecía rechazar. En la tapa de cartón violeta que tenía el cartapacio que ella cargaba consigo, podían leerse con claridad cinco enormes letras escritas a mano con tinta roja: "Chloe".
Los verdosos ojos de Brent casi se salieron de su órbita cuando constató que esa era la chica con la cual soñaba desde la época en que era un simple niño indefenso de ocho años. Los labios le temblaban y le sudaban las manos. "¡Es ella! ¡Tengo que hablarle! Pero... ¿cómo reaccionará si ve que un mugriento andrajoso como yo de repente se baja de un árbol, le dice que la ha estado espiando y que la reconoce de sus visiones y sueños recurrentes que tiene desde hace más de una década? No creo que ella logre reconocerme... Seguro que grita y llama a la policía...", pensaba él para sus adentros mientras una gruesa lágrima recorría su mejilla izquierda. Prefirió quedarse donde estaba y limitarse a mirarla. Para la buena fortuna del pelirrojo, desde esa dichosa fecha en adelante, la joven empezó a acudir a ese rincón todas las mañanas a la misma hora. Solía venir sola, ya que así disfrutaba mucho más de la tranquilidad y la frescura que le brindaba el contacto directo con la naturaleza.
Brent no permitía que nada le impidiese venir a refugiarse entre el frondoso ramaje de ese antiguo roble que gentilmente cobijaba el rincón predilecto de ella. Sus ropajes de tonos verdosos y cenicientos, sumados a su extrema facilidad para mantenerse quieto, lo hacían alcanzar el punto de invisibilidad ante los ojos de casi cualquier persona que no se detuviese a investigar a fondo lo que albergaba aquel vetusto árbol. Y por si eso fuese poco, él se acomodaba en un gran hoyo que tenía el tronco en la cara opuesta a la que la gente usualmente vería cuando paseaba por el sendero de piedra que estaba justo en frente del gigante vegetal. El gorro que tenía su cómoda sudadera funcionaba como el camuflaje perfecto para su desacomodada melena, la cual resultaría ser demasiado llamativa si la dejase al descubierto.
Durante un mes ininterrumpido, al despuntar el alba, Chloe venía a darles un generoso puñado de maíz a las grisáceas palomas que habían hecho de aquel pintoresco parque su hogar permanente. El tímido joven adoraba sentarse a contemplar la alegre danza de la brisa mientras jugueteaba con la platinada cabellera lacia de la chica, la cual le llegaba a la altura de los pechos. Era tan lustrosa que se asemejaba mucho a un apetitoso almíbar de sol y áureos reflejos. La suave textura de su piel levemente bronceada a menudo le hacía pensar al muchacho que cabía la remota posibilidad de que ella no fuese humana, pues únicamente la sublime belleza de los querubines podría siquiera aproximársele a los múltiples encantos que Chloe poseía.
A menudo, la muchacha traía consigo el voluminoso cartapacio violeta, el cual contenía amplias colecciones de poemas de todo tipo en su interior. Acostumbraba recitarlos en voz alta, como si los declamase ante una populosa audiencia. Brent se dejaba hipnotizar por el melodioso sonido de aquella voz femenina que pronunciaba las más dulces palabras con pasión y calidez. A él le encantaba imaginarse que ella era quien había escrito esos hermosos versos y que se los dedicaba. Treinta minutos diarios dedicaba la rubia a permanecer arrellanada sobre su banca favorita en ese parquecito citadino. Ese breve lapso servía para dibujar una gran sonrisa en el melancólico rostro del chico, una sonrisa que le duraría hasta el siguiente amanecer, cuando por fin pudiese volver a posar su mirada sobre la grácil figura de la mujer a quien amaba. La sola existencia de Chloe actuaba como un poderoso bálsamo que entibiaba el apagado corazón del solitario pelirrojo que la observaba en silencio, siempre oculto entre las sombras.
—Nadie sabrá que vivo para ti, que defiendo contra las llamas trémulas tu desnudo recuerdo, que lucho en el otoño de vientos desolados y en sus ondas sombrías te reclaman mis sueños —recitaba ella con vehemencia.
La poesía de Jorge Gaitán la conmovía de una manera inigualable. No tenía idea de cómo explicar las intensas emociones que experimentaba cuando declamaba cada una de las líneas de ese poemario tan especial. Sentía como si ese habilidoso escritor le hubiese robado varias partes de su alma para luego devolvérselas una por una a través aquellas dulces frases. Ningún otro poeta que conociera había logrado hacerla reír y llorar al mismo tiempo. Brent no podía menos que compartir el llanto y la risa de la rubia, pues a él cualquier verso le sonaba el doble de hermoso y enternecedor si salía de la sonrosada y carnosa boca de aquella musa hecha mujer.
Una fresca mañana de finales de septiembre, Brent hizo acopio de toda su valentía para finalmente ir a hablar con Chloe. Concluyó que sería mejor esperar a que ella se alejase un poco de la banca para que no notase que él acababa de bajarse del árbol. Quizás esa acción evitaría que se asustase. Aguardó alrededor de unos veinte segundos, pero la chica caminaba tan rápido que si no se apresuraba a descender en ese preciso momento la terminaría perdiendo de vista. La colosal descarga de adrenalina que invadió su torrente sanguíneo lo hizo olvidarse de que se encontraba de pie a unos diez metros de altura. En su prisa por llegar al suelo, su tobillo izquierdo se torció, con lo cual perdió el equilibrio. La fuerza de gravedad hizo su trabajo ineludiblemente, y en menos de lo que tarda un parpadeo, el cuerpo del joven aterrizó en el suelo cubierto de hojas secas y pasto. Cayó de espaldas sin que su torso sufriese ningún daño grave, pero su cabeza se golpeó de lleno contra uno de los extremos afilados de una masa rocosa. El fuerte impacto tomó consigo la vida del chico al instante. Transcurrieron alrededor de unos cuarenta y cinco minutos antes de que alguien se diera cuenta de que el apacible muchacho recostado sobre el césped al pie del roble no estaba durmiendo...
***
Al caer la noche, Chloe se fue a dormir muy temprano, pues su jornada diurna como mesera en la cafetería más concurrida de su vecindario y las clases de portugués por la noche la habían dejado exhausta. Se dio una breve ducha caliente para relajarse y se colocó un pijama naranja de algodón. Aseguró bien los cerrojos de la puerta y de la única ventana que había en su habitación, tras lo cual se recostó sobre el viejo colchón de espuma que tenía colocado sobre el piso. No le agradaba para nada la idea de tener una cama en su cuarto, pues le aterrorizaba pensar que algún psicópata pudiese colarse en su apartamento para luego ocultarse debajo de esta y así tomarla por sorpresa. La decadente atmósfera de los suburbios en medio de los cuales tuvo que vivir durante toda su niñez y adolescencia la convirtió en una mujer sumamente desconfiada. Y desde que su madre había fallecido de cáncer pulmonar y ella tuvo que irse a vivir sola, su rara paranoia no había hecho más que acentuarse.
Alargó el brazo derecho y presionó el botoncito redondo que apagaba la tenue lucecilla blanquecina que proyectaba su lámpara en forma de luna abrazada al sol. Bostezó varias veces mientras se quedaba mirando hacia el techo. Hacer eso siempre la ayudaba a conciliar el sueño más rápido. Diez minutos más tarde, la muchacha ya había cerrado sus grandes ojos avellana y estaba hecha un ovillo entre sus sábanas descoloridas. Estaba a punto de quedarse profundamente dormida cuando sintió un potente soplido helado congelándole los pies. Se incorporó de golpe y tomó la linterna para emergencias que estaba al lado izquierdo de su lecho. Sus temblorosas manos le dificultaban la sencilla acción de enfocar bien el haz de luz. Lo primero que atinó a hacer fue corroborar que su ventana continuase sellada, y así era. Sin embargo, lejos de tranquilizarse por ello, se angustió aún más. Tenía la respiración acelerada, como si hubiese corrido por horas. Su corazón le martillaba el pecho con tanta violencia que creyó estar a punto de sufrir un infarto.
—¿¡Quién anda ahí!? Si esto es una broma, no me parece nada graciosa —espetó la chica, casi a gritos.
Brent bajó la mirada y se cubrió la boca con ambas manos. Se sentía muy apenado. Lo último que hubiese querido hacer era causarle un sobresalto a la adorable chica. Creyó haber tocado suavemente las sábanas para llamar su atención, pero sólo consiguió llenarla de espanto. "Intentaré tocar su hombro. Quizás así note que ya estoy aquí. Es extraño que hoy no pueda verme. En todos nuestros encuentros previos, las cosas han marchado bien. ¿Qué es lo que está sucediendo esta vez?" cavilaba él.
Un segundo soplo glacial desacomodó los cabellos de ella y acarició su nuca. La repentina llegada de esa nueva corriente de aire frío le erizó la piel y la hizo soltar un sonoro chillido de pavor. Se volteó bruscamente, con la intención de descubrir la identidad de quien estaba acosándola, pero una inerte pared fue lo único que pudo encontrar a sus espaldas. Dirigió una mirada rápida una vez más hacia la ventana. Esta continuaba estando sellada, al igual que lo estaba la puerta de su cuarto. Comenzó a tiritar al tiempo que se paseaba de un lado a otro, dado que no lograba hallar una explicación racional para semejante anomalía.
El pelirrojo replegó sus párpados al máximo y se mordió la mitad de su labio inferior. "¿Y ahora qué fue lo que hice mal? A este paso, la voy a matar del susto. Será mejor que no trate de tocarla. Quizás sea más prudente llamar su atención tocando algún objeto", razonó el joven para sus adentros. Caminó despacio hasta la ventana y, utilizando la uña de su dedo índice derecho, dio seis toques sobre esta.
Chloe había decidido que debía llamar a Nicole, su mejor amiga, para que viniera por ella en un taxi y le permitiera pasar las restantes horas de esa noche en su casa. No se creía capaz de soportar más tiempo en aquella habitación, sin compañía alguna. Tomó su teléfono celular y empezó a teclear el número de su compañera, pero se detuvo en seco cuando oyó unos golpecitos repetitivos en el cristal de la ventana.
—¿¡Quién es!? Por favor, deje de hacerme esto... ¿Qué es lo que quiere? —declaró la joven, hecha un manojo de nervios.
Brent comprendió que, en esta ocasión, no le serviría de nada actuar como lo había hecho en sus anteriores sueños compartidos. Tendría que hablar él antes de que ella lo hiciera, contrario a la costumbre que habían mantenido durante los últimos doce años.
—No te asustes, te lo ruego... Una vez me dijiste que estarías esperándome siempre. ¿Todavía mantienes esa bella promesa que me hiciste cuando eras niña, Chloe? —inquirió una aterciopelada voz masculina.
La quijada de la rubia reposaba sobre sus rodillas. "¡Esto no puede estar pasando! Esa voz... esa voz... es la de ese chico con el que he estado soñando", monologaba ella para sí.
—¿En verdad existes? ¿Estás aquí? Reconocería tu voz en cualquier parte... Desde el día en que soplé las velas del pastel en mi octavo cumpleaños, no he parado de soñar contigo. Pero hoy estoy segura de que no estoy soñando. Y nunca me has dicho tu nombre ni yo te he dicho el mío, lo cual ha sido una tontería de ambos. ¿Cómo es que supiste mi nombre? ¿Cuál es el tuyo? Y si eres real, si no te he estado imaginando todo este tiempo, entonces déjame verte, por favor...
—Mi nombre es Brent. Fue junto al gran roble del parque al que vienes todas las mañanas donde te vi por primera vez en carne y hueso. También fue ahí donde pude conocer tu nombre. Lo tienes escrito en la portada de tu cartapacio con poemas, ¿no es cierto?
—Sí, eso es verdad. Pero... ¿por qué yo nunca te he visto? ¿Acaso has estado escondiéndote de mí? ¡No sabes cuántas ganas tengo de conocerte! ¿Crees que podríamos vernos junto al árbol, entonces?
—¡Claro que sí! Yo también deseo conocerte. Estaré esperándote allá al amanecer. Pero bueno, falta todavía un largo rato para que amanezca, así que te vendría bien descansar un poco, ¿no te parece? Me iré para que puedas dormir en paz...
—Es imposible para mí conciliar el sueño sabiendo que por fin voy a verte. ¡No quiero esperar ni un minuto más! Me voy para el parque ya mismo. Te veo allá...
Brent sonrió de oreja a oreja. Sabía que no podría hacer que ella cambiara de idea, así que cerró sus ojos y se concentró en despertar de aquel sueño, como tantas veces lo había hecho. En menos de lo que canta un gallo, él apareció sentado sobre la misma rama desde la cual contemplaba diariamente a su adorada pelirrubia.
—Seguro que ayer me quedé dormido aquí. Es un milagro que no me haya caído... ¿Pero cómo es que llegué aquí? ¡Qué raro que no recuerde haber decidido pasar la noche acá! ¡Bah! Eso ahora no importa. ¡Chloe está en camino! Esta velada no podría ser más perfecta —monologaba él en voz alta.
La muchacha se apresuró a cambiarse de ropa. Curiosamente, escogió ponerse el vestido blanco con el que Brent la había visto llegar por primera vez al parque. Se colocó unas zapatillas transparentes sin tacón y salió de su casa corriendo. Un kilómetro y medio era la corta distancia que debía recorrer para llegar al sitio acordado, en donde se reuniría con el chico que por tantos años había estado esperando encontrar. Quince minutos le tomó llegar al pie del roble. Casi tuvo que dejarse caer en la banca para recuperar el aliento.
—¡Oye, Chloe, caminas realmente rápido! No pensé que estarías acá tan pronto —declaró el chico, entre risas.
La chica levantó la cabeza y se puso a mirar hacia el denso ramaje. Sus ojos no distinguían nada, pues la escasa luz que llegaba de los postes del alumbrado público no alcanzaba a iluminar apropiadamente el interior del gran roble.
—¿Dónde estás, Brent? Casi no veo nada. ¿Trepaste al árbol?
—Sí, estoy acá arriba. Dame unos momentos para bajarme...
El chaval se desplazó con agilidad por entre las ramas y en un santiamén estuvo con los pies sobre la tierra. Se colocó a un metro de distancia de la rubia, metió sus manos en los bolsillos de su sudadera y le dedicó un pícaro guiño con su ojo izquierdo.
—¿Por qué estás tardando tanto en bajar? ¿Necesitas ayuda?
Aquellas simples palabras atravesaron el pecho de Brent cual estocada propinada por una filosa daga.
—Chloe, tienes que estar bromeando... Estoy de pie justo en frente de ti en este momento...
—¿¡Qué!? Estamos de acuerdo en que es de noche y que no hay mucha luz, pero veo perfectamente lo que tengo en frente, y tú no estás donde dices estar. Obviamente eres tú el que me está gastando una broma. Sal ya de ese escondite, en verdad quiero verte.
Un repentino escalofrío recorrió la espina dorsal del pelirrojo. Tuvo la misteriosa sensación de que tanto su espalda como su cabeza estaban empapadas con algún líquido viscoso. Puso su palma izquierda sobre la parte baja de su lomo y luego la colocó frente a su rostro, para comprobar si efectivamente estaba mojado. La imagen que vio lo hizo marearse. Sus dedos estaban cubiertos de sangre. Fue entonces cuando la memoria de la caída, la cual había estado reprimiendo, regresó a él con total claridad. Entendió que ya no pertenecía más al mundo de los vivos.
—¡Ay, Chloe, lo siento tanto! ¡Soy un imbécil! Espero que algún día puedas llegar a perdonarme por esto...
—¿De qué hablas? ¿Perdonarte qué? ¿Una tonta broma? No hay nada que deba perdonarte. Y ya no me tengas en ascuas. Sal de una vez por todas...
Antes de que él pudiese pronunciar una sola palabra más, un aguacero torrencial se desató. La muchacha corrió a guarecerse bajo el ramaje del árbol. Brent no tuvo tiempo de hacerse a un lado, por lo cual Chloe pasó directamente a través de él. Un abrupto descenso en la temperatura corporal de ella le causó potentes espasmos. Tenía los labios levemente azules y expulsaba un vaho blancuzco por la boca. Se vio obligada a ponerse de cuclillas, pues no le quedaron fuerzas para mantenerse en pie. El pelirrojo la miraba de arriba abajo, horrorizado ante el nefasto efecto que tuvo para su amada entrar en contacto con él.
—Brent... ¿qué... me... sucede? Casi... no... siento... mis... manos... —murmuraba ella, mientras contemplaba fijamente la repentina lividez que mostraban sus palmas.
El agobiante peso de la culpa y de la impotencia laceraba el corazón del joven. Se aproximó a la chica todo lo que le fue posible sin tocarla, inclinó su cabeza y apretó los puños. De sus cuencas comenzaron a emanar copiosas lágrimas que recorrían sus mejillas, cual si fuesen caudalosos ríos de sentimientos. Una a una, las cristalinas gotas caían sobre las manos abiertas de ella. Tan pronto como estas tocaban la piel de Chloe, adquirían una resplandeciente tonalidad áurea. Paulatinamente, la muchacha fue recuperando el calor corpóreo y la tonalidad sonrosada de sus labios.
—¿¡Estás mirando esto!? ¡Qué maravilla! Es como si el sol se hubiese hecho líquido. ¡Puedo atrapar rayos de sol con mis dedos! —manifestaba la rubia con entusiasmo.
Levantó la vista y pudo distinguir por unos cuantos segundos la silueta borrosa del chaval con cabello rojizo que la observaba con tristeza. Cuando sus miradas se encontraron, una agridulce sonrisa se dibujó en el etéreo rostro de Brent. La vaporosa imagen de él se desvaneció justo en ese momento.
—Aunque no puedas verme, siempre voy a estar a tu lado. Si te sientes sola, recuerda que yo estaré junto a ti cada segundo. Lloraré y reiré contigo, según sea lo que necesites. Nunca dejaré de cuidarte —declaró él, con la dulzura desgarradora de alguien a quien han obligado a despedirse.
—¡No, por favor! ¡Espera! ¿Por qué haces esto? —gritó ella, pero no recibió respuesta alguna.
Repetidas veces lo llamó por su nombre, pero él no contestó. Pasaron las horas y la chica seguía buscándolo, pero no había rastros de su presencia. Agotada, ronca, temblorosa, empapada y llorosa, Chloe tuvo que detener sus infructuosos esfuerzos por traer de vuelta al pelirrojo. Regresó a su apartamento y se desplomó sobre el colchón, desecha en lastimeros sollozos.
***
Al pasar los años, distintos hombres se habían acercado a Chloe con la finalidad de empezar una relación romántica con ella. Varios de ellos eran muy apuestos y de buenas intenciones. Algunos hasta contaban con un puesto de trabajo bien remunerado. No obstante, la pelirrubia seguía dándoles un no rotundo a todos. Se negaba a revelar el verdadero motivo de su reticencia hacia los compromisos amorosos. Por más que sus amigos y compañeros de trabajo le insistían en que dejara de ser tan obstinada y le diera una oportunidad aunque fuese a uno de sus pretendientes, ella no daba el brazo a torcer. Llegó un momento en que las proposiciones dejaron de llegarle, pues parecía no haber ninguna manera de convencerla para que dejara la soltería.
No permitió que nadie la hiciera abandonar el ritual que había comenzado durante sus días de juventud. Después de veinte años, aún seguía acudiendo diariamente al parque donde se erguía el gran roble.
—Nadie comprende que yo estoy comprometida contigo, Brent. El deseo que pedí cuando cumplí ocho años se hizo realidad gracias a ti... Simplemente no me cabe en la cabeza estar con otro hombre que no seas tú. Aunque no pueda verte, sé que has cumplido tu promesa de acompañarme siempre. Te siento en el aire, en la lluvia, en el olor de las flores, en el canto de las aves... ¡Estás en todas partes!
Muy seguido, la mujer veía un brillante hilito acuoso que caía desde las partes más altas del árbol. Se acercaba a este y ahuecaba sus palmas para recibir a todas las gotitas que descendían hacia la tierra. Lo hacía de la misma manera en que lo había hecho aquella lluviosa noche de septiembre en que se había despedido de él. Las doradas lágrimas de su intangible príncipe de cabellos de fuego le demostraban que él seguía allí, amándola y protegiéndola.
—Por favor, sigue aguardando mi llegada, amor mío. Sé que algún día podré alcanzar el sitio donde estás. Y cuando eso suceda, ya nada ni nadie será capaz de volver a separarnos...
Los ciclos estacionales continuaron su curso. La tersa piel de Chloe exhibía ahora decenas de arrugas y su cabellera se había teñido de blanco. La escasa fuerza física que le quedaba a su envejecido cuerpo le indicaba que la fecha para su partida estaba muy próxima. Decidió mudarse a una tienda de campaña al pie del roble en el parque. Al principio, la gente quería que ella se marchara de ahí. Hasta trajeron a la policía para que se llevara a aquella vieja chiflada. Pero al mirarla a los ojos y escucharla dar sus razones para hacer lo que hacía, las autoridades decidieron permitir que se le cumpliese su última voluntad a la inofensiva anciana.
Menos de una semana después, un grupo de niños que correteaban por el parque encontraron a la vetusta mujer sentada sobre la banca de madera bajo el roble. Tenía los ojos cerrados y una expresión facial que denotaba una enorme tranquilidad. Sin embargo, había cesado de respirar desde hacía ya un buen rato. Los chavales fueron en busca de algún adulto para anunciarle que "la señora del árbol" ya se había ido al cielo...
Desde la cúspide del macizo roble, una incorpórea pareja de jóvenes sonrientes miraba con ternura a aquellos chiquillos. La cabellera de oro de ella y la rojiza melena de él se encontraban lado a lado, mientras juntos contemplaban por última vez el sitio que había presenciado tantos emotivos encuentros entre ellos. Tomados de las manos, comenzaron a elevarse hacia el infinito...
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