Capítulo 9: Hecha de plumas

Capítulo 9

En verano mi habitación se convierte en una sauna. El ventilador traquetea de derecha a izquierda, remueve el aire caliente. Sudo muchísimo. Llevo puesta la camiseta vieja de mi padre, tan grande y holgada que la gota de sudor que nace en mi axila resbala hasta mis costillas sin tocar la tela. Tiro del cuello de la camiseta, sofocada.

Oigo risitas en el jardín. Al acercarme a la ventana, descubro a Álex abrazando a mi madre en la piscina, dándole piquitos tiernos, más nacidos del cariño que del deseo, intentando borrar con sus labios el recuerdo de los míos. La besa de cara a mí. Por fuerza ha de notarme entre las cortinas abiertas, pero me ignora, es como si fuera invisible. Años atrás, cuando fumábamos porros en la furgoneta, Guillem me dijo que los fantasmas siguen existiendo en un plano idéntico al del tiempo en el que vivieron, y que por eso parece que atraviesan paredes, porque cruzan por puertas que para nosotros no existen. A mí me debe de estar pasando lo mismo, sigo anclada a la casa de hace años, conviviendo con el espectro de mi padre y el llanto de mi madre.

Para sobrevivir al verano tendré que salir más de casa. Me ahogo entre estos cuatro muros infestados de recuerdos, tanto antiguos como recientes. Con once o doce años me tumbaba sobre esta misma cama —con estas mismas sábanas de dibujos animados— y me preguntaba si a alguien le importaría si yo me moría. Solo me sentí mejor cuando empecé a salir con Guillem, con él lograba olvidar a ratos lo horrible que era mi vida.

Busco a Marina en Facebook. Marina es una de las pocas excompañeras de instituto que sigo teniendo agregada. A todos los demás los borré poco después de entrar en la universidad, mi torpe forma de marcar distancias entre quien era yo y quien quería ser. Marina vive y estudia en Barcelona. Es más sociable ahora, sube fotos con sus nuevos amigos. Parece que se ha olvidado de los que tenía aquí. Como yo, intenta dejar atrás todo lo que representa este pueblo.

Reviso su muro en busca de un post que vi antes, por casualidad. Alguien la citaba para una fiesta que se está organizando para la semana que viene. Se trata de una quedada para reencontrarse con todos los que se han ido a estudiar fuera, como nosotras dos. A mí no me mencionan, lo que seguramente se deba a que yo misma borré sus contactos.

Por contradictorio que suene, me siento abandonada en la soledad que he estado buscando.

Guillem tampoco aparece en ninguna parte. Revisando por encima, concluyo que de hecho hay mucha gente que no me suena, lo que es raro en un pueblo tan pequeño. Con un poco de suerte, la fiesta estará llena de desconocidos que no tendrán con qué juzgarme.

Tengo ganas de reencontrarme con ella. Nos sentamos juntas en segundo y en tercero; estábamos muy unidas y sin embargo nunca la invité a venir a fumar porros ni a ningún otro sitio. Puede que quisiera salvarla de mi mundo. Marina decía que quería ser como yo, lo que es irónico, porque ahora yo daría cualquier cosa por haber sido como ella, con sus amigas fieles y un futuro en el que no se avergüenza de sí misma.

Cuesta creer que esa versión rebelde de mí fuera la que dibujaba niñerías en los márgenes de los libros de texto. Solíamos dedicarnos frases cursis sobre la amistad eterna, la lealtad, y otras cosas en las que por entonces no creía, al menos no con ella. De repente recuerdo que tengo una agenda suya, una que usábamos de diario compartido, y aunque no sé si será raro que se la devuelva después de tantos años quiero hacerlo. Salgo decidida de mi cuarto, topándome por sorpresa con Álex y con mi madre, colgada de su cuello toda ruborizada. JO-DER. QUÉ ASCO. Si mis ojos no me engañan, acabo de ver cómo lo besa en la clavícula. Sexualmente. Como si fueran los preliminares. En el pasillo. Se quedan tan petrificados como yo.

Todos nos disculpamos al mismo tiempo, torpes.

—Voy a buscar una cosa al desván —me excuso.

—Claro, sí, perdón —titubea Álex, apartándose con las orejas encendidas.

Paso de largo, haciéndome a un lado con la sensación de que en este pasillo no volveremos a caber los tres. Subo al desván y cierro ruidosamente la puerta a mis espaldas. Oigo la de su habitación, los tropiezos, unas risitas ansiosas, a mi madre chistando. Prefiero no pensar en lo que van a hacer.

Al contrario de lo que puedan hacer creer mis continuas bromas tontas sobre vivir encerrada en el desván, hace mucho que no paso por aquí. Lo evito, no me gusta. Camino a oscuras con la mano recorriendo los nudos de la pared hasta que doy con el interruptor. Lo presiono, y la luz titilante de una única bombilla proyecta mil sombras, insuflándoles vida. Por lo demás, el desván está más limpio que en mis recuerdos, no hay telarañas en cada esquina ni restos de cajas podridas. Alguien ha estado aquí poniendo orden. El lugar es insoportablemente tétrico, las sábanas que cubren los muebles invocan fantasmas y tengo la sensación de que el viejo caballito de madera comenzará a balancearse en cualquier momento. Desde la penumbra de una viga me observa un busto de sastre que perteneció a mi bisabuela.

Ignoro los escalofríos mientras coloco una silla polvorienta frente al armario donde guardamos todo tipo de cosas, incluyendo mis expedientes, cuadernos y libretas. Lo de secundaria debe de estar arriba del todo, si la memoria no me falla. Para sacarlo, necesito retirar antes una caja enorme de cartón llena de adornos de navidad. La arrastro hacia afuera y la cargo contra mi pecho.

Busco el suelo con los dedos del pie, a tientas, porque la caja me llega hasta la barbilla. Parece que el suelo está más lejos, o en otro sitio. Se me gira el mundo, sube directo a mi cara. La silla se ha volcado y me he golpeado con el respaldo en el pecho. He caído sin gritar, muda de la impresión. Las bolas navideñas rebotan por todas partes. He aplastado la caja con el codo y asoma un lío de cables con afiladas bombillitas de colores. Lo primero que noto es que me cuesta respirar; después, que me duele mucho el tobillo.

Álex abre impetuosamente seguido de mi madre. Oigo cómo repiquetean las bolas de navidad que han rodado hasta la puerta. Si antes me dio impresión encontrármelos tan cariñosos en el pasillo, no sé cómo describir esto sin que me provoque arcadas. Él solo trae unos pantalones cortos de boxeador. Se los acaba de poner, los lleva desatados, medio caídos, y se le marca un bulto grueso a lo largo del muslo. Han acudido con tantas prisas que no le ha dado tiempo a que se le baje la erección. Ella, por otra parte, se alisa la ropa con un rictus de pasmo grabado en el rostro. Está tan roja que parece que va a fundirse. Verlos así es peor que la caída. Conociéndola, capaz que piense que lo he hecho a propósito para llamar la atención.

Que se joda, no me importa, me alegra haberles interrumpido.

—¿Qué ha pasado? —se queja ella desde el pasillo.

—¿Estás bien? —me pregunta Álex, entrando en el desván.

—No es nada —mascullo, casi sin voz—, me pasa por andar descalza.

Su presencia me provoca la misma ansiedad que en casa de Sara, con mis vulnerabilidades expuestas frente a personas que no quiero que las vean. Rezo para que se marchen, para que me dejen en paz. Intento levantarme agarrándome a lo que sea.

—¿Quieres que te ayude? —pregunta Álex, situándose a mi lado—. ¿Te duele?

—Estoy bien —miento, apoyando una mano en el armario.

—Ven, no seas tonta.

Pasa un brazo bajo mis muslos haciendo caso omiso a mis quejas y me levanta en vilo para llevarme hasta mi habitación, como cuando de pequeña fingía quedarme dormida en el sofá. Carga conmigo con tanta facilidad que es como si estuviera hecha de plumas. Su mentón está cerca de mi cabeza y mi nariz de su pecho. Huele al perfume que me gusta, el mismo que usaba cuando vino a buscarme en coche. Parece distinto a cualquier otra versión de Álex, esta no la conozco, y me siento tan cómoda ahora mismo que me acurruco con los ojos cerrados para imaginar que es otro quien me lleva en brazos.

Me deja con mucho cuidado, casi con devoción, en mi cama. Han pasado años desde la última vez que alguien se preocupó por mí de este modo. Con solo tenerlo cerca, Álex logra que me sienta protegida pero indefensa, lo que no sé si me gusta. Se coloca junto a mi pierna y cuando quiero darme cuenta ya me la está tocando. Tengo el impulso de apartarla, pero no lo hago. La dejo quieta, a su alcance. Sus manos son tan grandes como mi pie. Rodea mi tobillo con sus dedos, me lo toca con suavidad, lo palpa y lo hace girar lentamente mientras me pregunta si me duele. Su voz, cálida, está impregnada de un tono que no debería usar en presencia de mi madre. Un tono que, si no es cariñoso, me suena como si lo fuera. Creo que no respondo. Si lo he hecho, no sé qué he dicho. Trago saliva. Controlo mi respiración mientras trato de no pensar en nada, dejándome hacer a medida que me vuelvo más y más pequeña, encogiéndome a su lado.

***

Tomo una foto más en el espejo. Dentro de encuadre queda mi vestido floral color amarillo mostaza, mis muslos, mis rodillas magulladas y unas botas desproporcionalmente grandes comparadas con mis pantorrillas delgaduchas. Reviso el álbum antes de publicarlo y las borro todas menos la última. Eran demasiado explícitas. Había un par con el escote tan abierto que casi se me veían los pezones, en otras me doblaba con el culo hacia el espejo y en una de ellas me había subido el vestido para mostrar las braguitas blancas de encaje.

La transparencia es ideal, no muestra más de la cuenta pero sí deja entrever la palidez de un pubis concienzudamente depilado. Hoy no dormiré en mi cama, me prometo.

—¡Voy a salir! —informo bajando las escaleras, cogiendo mi mochilita y las llaves y ya de camino hacia la puerta—. ¡No me esperéis despiertos!

—¿Adónde vas? —me detiene mi madre.

Doy un paso hacia atrás. Está en el sofá con su novio.

—De fiesta —le digo, mientras me arreglo el cabello con la cámara frontal del móvil—. Han organizado una quedada, habrá gente de Barcelona.

—¿Qué tal tu tobillo?

Solo me pregunta cuando está Álex presente. No sé si hace el papel de buena madre o si es que nunca podemos hablar sin que esté él.

—Casi no me duele. —Doy unos horribles pasos de claqué—. ¿Ves?

—Bueno, tan solo procura no despertarnos cuando vuelvas —masculla con la vista en el televisor, acurrucada en el hombro de su novio.

—Deberías haber ido al médico —me recuerda Álex.

Ha estado insistiendo en lo mismo a lo largo de toda la semana. Puesto que la caída no supuso más que un susto, un poco de hinchazón y unos arañazos, me molestan más las atenciones de él que la falta de interés de ella.

—Solo me torcí el tobillo, no estoy parapléjica.

—¿Dónde es la fiesta? Puedo llevarte —se ofrece girándose hacia mí.

—Puedo ir caminando, está cerca.

—¿Te avergüenza que te vean conmigo?

—No es eso, es que está cerca —insisto.

—Pues antes llegaremos.

—Déjala, no le gustas —tercia mi madre, irritada porque ahora no encuentra cómo apoyar la cabeza en el hombro de Álex.

—Puede quedarse mirando melancólicamente por la ventanilla mientras escucha a Lana del Rey, no tiene por qué darme conversación.

No es la única tontería que sale de su boca, también me dice que no beba mucho y me pregunta la hora a la que volveré. Miro a mi madre pidiéndole que intervenga, es ridículo que le tenga que dar explicaciones a su novio cuando no se las daba ni al controlador de mi padre cuando tenía edad de que me las exigiera.

—Por cierto, qué guapa te has puesto, ¿no? —prosigue, el muy imbécil.

Ha dejado de mirarme para comenzar a verme. Nerviosa, tiro del vestido para tapar mis muslos, preguntándome si acaso no será demasiado corto.

—¿Por qué lo dices? —pregunto a la defensiva revisándome entera, desde las tiras en mis hombros hasta los costados de mis botas militares.

—Porque estás muy guapa —contesta sin más, atrayendo a mi madre contra su pecho mientras le da un besito en la sien—. ¿Verdad que está guapísima?

Tiene la nariz hundida en su cabello y sonríe como si se tratara de alguna clase de juego mientras que ella me estudia como si no fuera su hija. Por cómo me mira no sé si está celosa o si solo quiere que me marche de una vez.

—Llego tarde, me voy ya, hasta mañana —me disculpo.

—Que vaya bien —se despide Álex, con los labios cerca del oído de ella.

Pocas personas han reclamado mi compañía como hace él con ella. Iván, por ejemplo, nunca lo hizo. Sacudo la cabeza, no quiero seguir pensando en Iván, ni en Álex. Tengo la sensación de que follarán ahí mismo tan pronto como cierre la puerta.

Qué asco. Intento espantar esa idea de mi cabeza antes de que tome forma.

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