Capítulo 8: ¿Me gusta?

Capítulo 8

—Has vuelto pronto —me saluda mi madre.

—Te echaba de menos —contesto con sarcasmo.

De un salto me subo a la encimera. Balanceo las piernas.

—Tienes los pies hechos un asco —dice.

Con una sonrisita impertinente, los subo para que se deleite con toda la porquería que traigo pegada a ellos.

—¿Quieres? —le ofrezco, estirando una pierna en su dirección.

—Quita, so guarra. —Da manotazos como si espantara moscas.

Dejo caer la pierna y me acomodo de nuevo en la encimera, echando el culo hacia atrás. Que me llame guarra altera mi volátil estado de ánimo.

—¿Qué tal la piscina?

Obviamente pregunta por Álex. Sacudo la cabeza para que las gafas de sol caigan frente a mis ojos y sonrío como si de pronto no habláramos el mismo idioma.

—Hace calor —digo, encogiendo los hombros.

—¿Por qué no te bañaste?

Vuelvo a subir los hombros, prácticamente me toco las orejas con ellos.

—¿Por Álex? —adivina.

Álex. Me mareo, mi cuerpo se echa hacia adelante como si fuera a tirarme de cabeza al suelo. Mis dedos son anclas, se aferran al filo de la encimera.

—Álex... —Hace un aspaviento con la mano, no encuentra las palabras.

—¿Qué?

—...¿te gusta?

Parpadeo viendo cómo el mundo huye en todas direcciones, abandonándome. El suelo de azulejos se aleja, se hunde, y el feo patrón de rombos se vuelve irreconocible, una mancha gris ahí abajo, a kilómetros de la punta de los dedos de mis pies sucios.

—¿Qué opinas de él? —me pregunta.

Quiere saber si me gusta para ella. Cierro fuerte los párpados, y cuando los abro la pared regresa hacia mi madre tan rápido que por un instante siento que la arrollará por la espalda. El suelo está donde siempre estuvo.

—Estás fuera de su liga —respondo—, que se ponga a dieta.

—Laia —me reprende, aunque está halagada.

Doblo las rodillas, me rasco el talón izquierdo contra el tirador del cajón de la pasta, el segundo empezando por arriba. Por la cara de asco de mi madre, cualquiera diría que me he desprendido de tres años de roña acumulada.

—Por lo menos este es mono —le concedo.

Todo, cada músculo de su cara, la arruga sutil en la comisura de la boca, la elevación de las pecas, la posición de una ceja respecto a la otra, la cadera inclinada, los brazos cruzados, todo, me indica lo mismo: «continúa». Ojalá entendiera que me he quedado sin más cosas buenas que decir.

—¿Con Álex vas en serio? —pregunto.

Dirige la vista hacia la cortinilla de cuentas por la que he entrado mientras se acaricia los codos, indecisa. Me tienta recordarle que hace nada estaba jugando a las cosquillas con él, a ver si eso le aclara las ideas.

—¿Te gusta? —la ayudo.

Una sonrisita casi imperceptible aflora en sus labios. Parece una chiquilla abrumada, no termina de entender sus sentimientos.

—Te gusta mucho —digo.

—¿Qué tiene eso de malo?

Vuelve su rostro hacia mí y no está enfadada, sino alerta. El último que le gustó mucho fue Raúl, así que tiene mucho de malo. Pensar en él, en lo que pasó entre ellos, entre los tres, me acerca a sus miedos, me arroja a ellos. Teme que admitir que van en serio lo haga real y por lo tanto vulnerable. Cree que sabotearé lo que tienen en cuanto le ponga nombre.

—Di lo que tengas que decir —me reta, tensando los brazos cruzados a la altura del estómago.

Es demasiado pronto para opinar, además tampoco es que pueda ahora mismo: Álex acaba de cruzar la puerta mosquitera. La cortinilla de cuentas llena el silencio de una conversación que doy por finalizada.

—Parece que habéis visto un fantasma —bromea.

Álex tiene un aura autoritaria que me acusa de no sé exactamente el qué. Dejo de balancear los pies, de pronto me avergüenzo de estar sentada en la encimera.

—Os dejo a solas —decido, bajándome de un salto.

He dejado una huella de sudor en el mármol. Tiene la forma perfecta de mi culo. Con la luz del fluorescente se ve el óvalo de mis nalgas unido al inicio de los muslos e incluso lo que hay entre ellos, dos medias lunas que dibujan una especie de beso. Dura menos de un segundo, mi madre lo hace desaparecer rápidamente con un paño, antes de que su novio reconozca las formas.

Pensar que ha podido ser por celos vuelve a ponerme en el punto de mira.

***

Laia: Habéis oído algo más sobre lo que me pasó en la fiesta?

Gina: Qué va, de lo tuyo no hablan

Dani: No te rayes, Laia

Gina: Hablan de la bañera de calimocho

Gina: De que un tío se cagó en un armario

Gina: Y de una tía que se echó alcohol por las tetas

Dani: Hay hilo de twitter?

Gina: Hay memes jajajaja pero Sara aún no se ha pronunciado

Dani: Pasa link

Laia: Porfa, centraos

Laia: Creo que hay un vídeo, lo habéis visto?

Dani: Un vídeo? De ti??

Gina: Laia, en serio, no le des más vueltas

Gina: Lo tuyo no se ha viralizado, a quién le importa si Iván te ponía los cuernos cuando hay un vídeo de una tía echándose alcohol en las tetas?

Dani: PRIORIDADES.

Presiono la pantalla para reiniciar el vídeo. Tiene más de 40.000 reproducciones, seguro que lo ha visto gente de todo el mundo. Comienza directamente con los chillidos agudos de la chica que Iván tenía a perrito, la enfoca a ella, un cuerpo pálido en el centro de una habitación oscura. Después me graba a mí. Estoy borrachísima, parezco una estudiante de instituto que se ha colado en una fiesta universitaria. Doy pena, ahí de rodillas entre un torbellino de piernas mientras tiendo los brazos para que me aúpen.

El vídeo termina cuando desaparezco entre la gente. Puede que, como dice Gina, a nadie le interese mi drama con Iván, pero está claro que sí les interesa ver a una rubia desnuda con cuerpo de diez insultando a gritos. Sé por experiencia que ella ha salido peor parada, que no olvidarán el vídeo en años y que puede que incluso la chantajeen, lo sé perfectamente; así que me siento mal por no tenerle ninguna lástima. Lo reproduzco por octava vez y confirmo que no me compadezco de nadie, ni siquiera de mí. Me avergüenza la forma en que la Laia del vídeo me devuelve la mirada, como una niña viendo pasmada cómo se le escapa un globo.

—Pareces una pequeña tirana en su trono —me sorprende Álex, a lo que reacciono bloqueando la pantalla a toda prisa—. ¿Qué pasa? Te noto enfadada. O sea, más que de costumbre.

Se pone de cuclillas frente a mí, tan cerca que si quisiera podría darle una patada en la mandíbula. Estoy despatarrada en un sillón antiguo de respaldo alto, con una pierna colgando por encima del reposabrazos. Traigo puesta una camiseta gigante y es posible que en esta posición Álex me vea las bragas, pero no me importa, no voy a dejar que su presencia me afecte.

—Discúlpame por lo de antes —comienza de nuevo ante mi rostro impasible—, me tomé demasiadas confianzas, y lo siento, de veras. No quiero que suene como excusa, pero es que me haces sentir cómodo con tus chistes y tu humor negro y... no sé, pensé que podíamos bromear de igual a igual, ¿sabes? —termina, moviendo la mano en el espacio entre su pecho y el mío, señalándonos a ambos.

Mientras habla, sus pupilas se mueven casi imperceptiblemente arriba y abajo, de mi cara a mis pezones, erectos por el aire acondicionado.

—¿Qué, leyendo los subtítulos? —le espeto.

Parpadea como si de hecho no los hubiera visto. Hace una mueca de confusión que no me trago y rellena mi silencio con una sonrisa torpe, rascándose la frente despejada. Tiene el cabello húmedo como el pelaje de una nutria, con un único mechón cayéndole sobre la ceja.

—¿Es de tu padre? —pregunta, dirigiendo su vista a mi pecho una vez más, y me hace dudar de si en algún momento me ha mirado los pezones—. La camiseta. ¿Es de él? ¿Cómo era?

Habla como si estuviera muerto. O como si hubiera cambiado. Dudo que lo haya hecho, y de todos modos tampoco tengo forma de comprobarlo.

—No hablaré si no es en presencia de un abogado —contesto.

Está tenso, lo sé por cómo se masajea los muslos.

—Tu madre me ha contado un poco —dice, sin saber por dónde empezar.

Por poco que haya sido debería suficiente para que no pregunte qué clase de hombre era. Mi padre era, y probablemente sigue siendo, un maltratador.

—¿No te basta con su versión de la historia? —pregunto.

Gira la cabeza sobre el hombro mirando a su espalda. Sea lo que sea que va a decir, no quiere que mi madre lo oiga, así que no quiero que me lo diga.

—¿Quieres corroborar su declaración o qué? —me adelanto.

—¿Por qué tienes que ser así? —se queja, levantándose para mirarme con las manos sobre las rodillas estiradas, como un entrenador decepcionado—. ¿Por qué tienes que escudarte siempre tras tus bromas?

"Pensaba que te gustaban" estoy a punto de decirle. Cuando me mira así es como si de hecho yo fuera esa jugadora a la que ha castigado sentándola en el banquillo, confusa y cabreada por no saber qué demonios ha hecho mal.

—¿Qué quieres? —gruño.

Todo mi cuerpo está en tensión, tiemblo por dentro, soy un volcán, un terremoto, un tsunami y todas las putas placas tectónicas del puto mundo entero, pero no dejo entrever nada de eso; mi cuerpo está inmóvil, mis piernas siguen abiertas de par en par y mis bragas siguen a la vista.

—Quiero saber la verdad —responde mirándome a los ojos.

—¿Vas a someterme al polígrafo o qué?

Puede que no sea buena idea usar ese verbo con el capullo que hablaba de domesticarme. Gracias a Dios, el capullo en cuestión o no se da cuenta o no le da importancia. En vez de aprovecharlo para hacer un chiste a mi costa, solo se estira como si le agotara lidiar conmigo.

—Cuando seas capaz de abrirte, avísame —dice.

Cabrón. Ahí está el chiste.

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