Capítulo 7: Por domesticar
Capítulo 7
Cuando entro en la cocina me sorprende que estén poniendo los platos. A esta hora, si nadie hubiera alterado nuestros horarios, mi madre apenas estaría empezando a preparar la comida.
Pretendían comer sin mí, no me han avisado y la mesa está puesta para dos. Pero tampoco es como que me importe, si acaso debería estar orgullosa, al parecer la última vez fui tan grano en el culo que les quité las ganas de repetir.
—Comeré en mi cuarto —informo, yendo hacia las escaleras.
—¿No quieres comer con nosotros?
Álex hace el amago de retirar el plato que acaba de preparar, el mío.
—¿Es que queréis que coma con vosotros?
—Pero solo por esta vez —bromea, dirigiendo una mirada a mi madre para asegurarse de que le parece bien—, así que no te acostumbres.
—¿Qué es? —pregunto, tomando asiento.
—Bonito encebollado.
No me parece que sea comestible. Quito la hoja de laurel y remuevo la cebolla. Rompo el pescado para buscar espinas. No estoy segura de querer probarlo, la verdad. Mi madre me acerca la jarra de agua para que me sirva yo misma, me mira como si no soportara tenerme cerca. Álex, en cambio, sonríe como si estuviera encantado con mi presencia.
—A ver si te gusta —me dice.
—Odio el pescado.
—Le he quitado las espinas.
—También odio la cebolla.
—Pruébalo antes de rechistar —me regaña mi madre.
Cojo unas tiras de cebolla con la punta del tenedor y las estudio con la mejilla apoyada en el puño. Álex me anima con un gesto a que lo pruebe, y en cuanto lo hago me cuesta mantener la cara de asco. Tiene el puntito dulce de la cebolla caramelizada, está muy bueno. Junto con la cebolla pincho un poco de pescado, tan tierno que prácticamente se deshace.
—¿Te gusta? —quiere saber, ilusionado.
—Para ser pescado no está mal.
Parece orgulloso de recibir una opinión así de una crítica como yo.
—¿Ves? No puedes decir que lo odias hasta que lo pruebas.
—¿Qué más le has echado? —le pregunto, intrigada.
—¿Quieres saber el ingrediente secreto?
—¿El amor? —bromeo sarcástica.
—Álex es chef —interviene mi madre, que seguro se siente apartada de la conversación—. Quiero decir, lo era. Ahora es dueño de un restaurante.
—Hace poco lo vendí, ¿te acuerdas? Para comprarme la casa.
Mi madre se queda procesándolo, ceñuda. Por lo visto hay detalles importantes que no sabe sobre su perfectísimo novio, como que acaba de vender el restaurante o que se ha besado con su hija.
—¡Te lo dije! —le recrimina él, riendo.
—¿Seguro? Porque no me suena para nada.
Por experiencia sé que algo que empieza con unos reproches tontos puede terminar con una patada que vuelque la mesa, así que uso desvío su atención hacia otro objetivo: yo.
—¿Chef? Pensé que serías modelo o algo así.
Es como aparecer con una diana en el pecho en un campo de tiro. Cuando me miran siento que el tiempo se detiene. Nadie mastica. Hay tres tenedores suspendidos en el aire que no saben adónde ir. Las manecillas del reloj vuelven a girar cuando Álex tose, atragantándose.
—Modelo de tallas grandes —aclaro.
Bingo: mi madre se tapa la sonrisa con el dorso de la mano, le ha hecho gracia. Con esta proeza queda probado que lo mío es un arte, soy cinturón negro en interrumpir discusiones antes de que comiencen, comando especial en operaciones de (auto)rescate.
—¡Tú no te rías, defiéndeme! —le reprocha Álex, divertido.
Pasan de darse codazos a darse pellizcos y de los pellizcos a las cosquillas. Juegan empujándose con los hombros, son un nudo de dedos y risitas de auxilio, de pataditas infantiles, de pequitas pálidas y ojos felices. Retiro mi silla, me cansa que me estén dando con los pies.
Cada vez estoy más segura de que no saben nada el uno del otro; él me ha besado y ella no defiende a nadie, ni siquiera a sí misma.
—Que conste que esto —dice Álex sujetando los dos brazos de mi madre con una mano mientras se toca la barriga con la otra— es culpa de tus pasteles, Susana. Pero voy a cambiarlo, verás. Ahora mismo me voy a la piscina. Dame dos semanas, en dos semanas todo esto será músculo.
Hasta se me hace adorable por cómo lo promete. Gesticula mucho. Por algún motivo, cuando habla así me parece más joven de lo que en realidad es. En cuanto se marcha, mi madre y yo cruzamos una mirada y de pronto está seria. Pliego mis labios para tragarme la sonrisa, maldiciéndome porque no sé si cuando lo miro se me queda la misma cara de tonta que a ella.
—¿No vas con él? —disimulo.
—Tengo que fregar esto. ¿O quieres hacerlo tú?
—¿Quieres que lo haga yo?
Controlo mi tono de voz. Sueno simpática, pero no me estoy ofreciendo a ayudar, más bien me estoy quejando de que pretenda escaquearse.
—Tranquila —dice, poniendo un plato bajo el grifo—, tú ve a estudiar.
Probablemente saldrá a la piscina en cuanto me vaya. Ahora fingirá un rato, terminará de fregar los cacharros, pasará un paño húmedo por la mesa, barrerá la cocina y quizá también quite la grasa de los fuegos. Básicamente se mantendrá ocupada hasta que la pierda de vista. En cuanto suba a mi habitación, no tardará ni dos segundos en salir a liarse con su novio.
Con lo que he escuchado las pasadas noches y con lo que he visto hace nada en la mesa, apuesto que meterse mano a hurtadillas está entre sus muchas prácticas sexuales. Imaginarlos como dos adolescentes en celo me revuelve el estómago, así que me adelanto a sus planes.
Sí, subo a mi habitación, pero solo para ponerme el bikini.
Hago una parada en la cocina, quiero que mi madre me vea para que no piense que estoy viéndome con su novio a sus espaldas. Sus ojos me escanean de la cabeza a los pies.
—¿Vas a la piscina?
—A tomar el sol —respondo mientras me sirvo un vaso de horchata.
—¿Tiene que ser con ese bañador?
Detecto muchos prejuicios para alguien que disfruta de que la insulten.
—No, si te parece tomaré el sol con burka. ¿Qué le pasa a este bañador?
En realidad lo he elegido adrede para provocarla: es el bikini que más me favorece, me da cuerpo de mujer sin revelar más de la cuenta.
—¿No te gusta? —insisto.
—Te queda muy bien —dice, al fin.
—Gracias —le digo, con el vaso de horchata en una mano y el pomo de la puerta en la otra—. ¿Segura que no quieres que te ayude a fregar?
—Ve, no te preocupes. En un ratito voy con vosotros.
Tengo la impresión de que es una advertencia. Pese a que no le ha dado ningún matiz negativo, no puedo evitar sentir que me está avisando.
—Hasta ahora, mamá —me despido saliendo hacia donde está Álex.
En el jardín noto el hormigón caliente incluso a través de las sandalias. Hace un sol infernal, la clase de sol que raspa en los hombros e invita a meterse de nuevo en casa. Pero sigo adelante, orgullosa y masoquista, hasta llegar a la tumbona plegable que nos regalaron con una promoción de refrescos.
Álex atraviesa la piscina buceando en mi dirección. De un salto, saca la cabeza y la sacude enérgicamente. Gotitas finísimas vuelan en todas direcciones, salpicándome. Se pasa las manos por la cara y escupe agua.
Veo el chorrito cayendo por sus labios, los mismos que me han besado.
—¿No te bañas? —pregunta, con los antebrazos en el bordillo.
—Prefiero quedarme aquí —titubeo, dejando el vaso en la mesa de plástico que cojea junto a mi tumbona—. Además, ¿no sabes que te puede dar un corte de digestión si te bañas después de comer?
—¿Qué eres, mi abuela?
—Si acaso al contrario.
—Vaya, la fiera saca las uñas —se burla, riendo—. Creía que podría domesticar a la bestia con mis habilidades de chef.
Paso por alto más de la mitad de lo que ha dicho.
—No me fascina el pescado —contesto, estirada bajo un sol tórrido que me anestesia la cara.
—Ni la cebolla. Tu madre debió avisarme.
—Qué desconsiderada, ¿verdad?
Conversamos mientras miro al cielo sin nubes. El hormigueo del sol en la piel es agradable, y prefiero no saber qué expresión pone mientras hablamos de madres desconsideradas con hijas a las que domesticar.
—Debe de ser duro —dice, al cabo de un rato, medio pensativo— compartir techo con alguien a quien no conoces de nada.
—Bah, no creas, estoy comenzando a acostumbrarme.
Hago un gesto para quitarle importancia.
—¿Qué pasó con el último? —pregunta.
—Está en el congelador del cobertizo, hacía muchas preguntas.
Álex se ríe sin quitarme los ojos de encima, y no sé qué parte de mi cuerpo estará mirando, pero seguro que no es la cara. Contra todo pronóstico, no me molesta. De hecho, quiero que siga sin cortarse un pelo, a ver si con un poco de suerte mi madre lo pilla comiéndome con los ojos.
Finjo un bostezo mientras me estiro, arqueándome.
—Por cierto, ¿tan viejo te parezco? —dice como para cambiar de tema.
—Pareces más mayor que mi madre.
—¿Cuántos años me echas?
Guardo un silencio que escuece.
—Laia —insiste, salpicándome agua.
—¿Mentales?
—Mentales tengo doce, si llega, ¿pero físicos cuántos crees?
Me incorporo para observarlo desde detrás de mis gafas de sol. Excepto por la mandíbula marcada de hombre maduro, sus rasgos son de veinteañero. Es mono a la vez que atractivo, tiene la clase de cara que aman las cámaras, no me extraña que el canal de cocina de mi madre aumentara casi veintemil seguidores desde que él aparece en sus vídeos.
Doy un trago de horchata para retrasar mi veredicto.
—¿Treinta y ocho? ¿Cuarenta? —Intento sonar convencida pese a que le calculo unos treinta—. ¿Cuarenta y dos, quizá?
—Ouch, eso duele —responde masajeando su mentón—. Treinta y uno.
—Pues deberías cuidarte más. Estás muy desmejorado.
—Ya me pasarás tu secreto. ¿Te han dicho alguna vez que aparentas menos de los que tienes? —Veo sus ojos a través de sus largas pestañas húmedas e incluso con las gafas de sol puedo apreciar que son de un azul clarísimo. Da la sensación de que absorben el cielo, de que se han teñido del color del fondo de la piscina y que me puedo zambullir en ellos—. Porque tienes dieciocho, ¿no?
—Voy a hacer diecinueve.
—Seguro que normalmente te echan quince o dieciséis.
—Hasta que hablo —me defiendo, porque me molesta que me traten como a una niña—. ¿Sabías que por escrito a veces me echan treinta?
—No me extraña con lo cascarrabias que eres.
—¿Qué insinuas? —pregunto, encajándome las gafas de sol en la cabeza—. Porque te recuerdo que tú tienes más de treinta, y mi madre también.
—Tranquila, que estaba de broma. Igualmente no es como que debiera importarte mi opinión sobre tu madurez —dice, irónico.
—No necesito que lo digas, sé que soy madura para mi edad.
—Bueno, dejémoslo en que eres graciosa —negocia, con la mejilla apoyada en su puño, mirándome con esa media sonrisa que puede significar cualquier cosa, ninguna halagadora—, y también inteligente, ¿por qué no?
Lo miro de malas, sin saber cómo tomármelo.
—Hablo en serio, creo que eres muy inteligente —insiste, con un cambio tan sutil en su sonrisa que puede que me lo esté imaginando—. Tienes esa clase de humor negro y retorcido que solo tienen las personas ingeniosas, y ese es el tipo de inteligencia más difícil de adquirir, así que puedes estar orgullosa de ser tan lista —termina—, aunque seas una inmadura.
Contengo las ganas de tirarle la horchata a la cara.
—Además, ¿qué tienen las chicas de tu edad con lo de querer madurar antes de tiempo? —me pregunta de pronto—. Precisamente la gracia de tener dieciocho es ser inmaduro. —Ha dejado de sonreír, y cuando está serio pierde todos los rasgos de veinteañero, habla la experiencia—. Tienes la edad perfecta para equivocarte, para hacer tonterías sin responsabilizarte de tus errores. Disfruta la vida ahora que puedes, nunca más volverás a tener dieciocho años.
Puede que no pensara igual si supiera cómo pesan mis errores.
—El problema es que hacer tonterías trae consecuencias.
—¿Lo dices por algo en particular?
Tomo aire, lleno el pecho de palabras y me las trago.
—No —respondo con un suspiro.
—¿Crees que lo de tu exnovio fue un error? —trata de adivinar—. El error lo cometió él, no tú. Laia, en serio, eres guapísima y lista y sabes cómo hacer reír a un chico. La verdad, no entiendo cómo pudo ponerte los cuernos. Hay que ser tonto para perderte.
Me estoy arrepintiendo de tener las gafas en la cabeza, seguro que mis ojos transmiten cosas que no quiero que él sepa. Iván no opinaba igual, no me veía así, no me valoraba o no le gustaba lo suficiente, no quería que fuéramos novios y por lo tanto no me engañó. Bebo un poco de horchata para disimular mis nervios, mis inseguridades, lo que sea que estoy sintiendo.
—Bueno, no sé qué quieres que te diga —mascullo, desbloqueando la pantalla del móvil—, yo tampoco lo entiendo.
Tengo un mensaje de Gina preguntándome por lo que ocurrió en la fiesta. Se ve preocupada, dice de quedar esta misma tarde.
"Estoy en el pueblo. Un día de estos voy a Barcelona y nos vemos, ok?" le escribo.
"Okk! Cuando tú digas! Aprovecha ahí para estar con tu gente" responde.
Gina no sabe que en mi pueblo no tengo a nadie, ni amigos ni una familia que ejerza como tal, lo que me avergüenza tanto que prefiero que siga siendo un secreto.
—Qué mierda —gruño, dejando el móvil en la mesa de plástico.
—¿Pasa algo?
—No.
Álex guarda un silencio respetuoso cargado de preguntas que no formula.
—Lo siento, no tendría que haber sacado el tema —dice al fin.
No sé si de verdad lo siente. El sol le hace fruncir el ceño, otorgándole la profunda seriedad de un busto de emperador romano o de filósofo griego.
—No es por lo de mi exnovio —le digo.
—¿Por lo del beso, entonces?
Le dedico una carcajada falsa e hiriente.
—Veo que te dejó muy marcado —le digo, tan ácida como puedo.
—Claro, me traumatizaste.
Álex sonríe como si el beso no le afectara en lo más mínimo. Puede que el problema sea mío, por estar más obsesionada que traumatizada. Contraataco sin pensarlo dos veces:
—Por eso te encerraste en el baño a hacerte una paja, ¿no?
—Podría decir lo mismo de ti —me replica, guiñándome un ojo.
De pronto me siento mareada, desnuda. Maldigo mi bikini y cada uno de los segundos que he pasado aquí tumbada, alegrándole las vistas.
—Que te jodan.
No es lo mismo. En mi caso solo fue para dormirme, necesitaba descargar la adrenalina de esa noche, no pensé en él. De un trago me acabo la poca horchata que me queda y me levanto de la tumbona. Álex intenta detenerme con disculpas. Hace el ademán de salir de la piscina mientras me llama.
—Laia, por favor, lo siento —sigue diciendo, aún dentro del agua.
Cierro la puerta antes de que piense siquiera en darme alcance.
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