Capítulo 32: Animales impacientes
Capítulo 32
Cruzo por el lado de Guillem, esta vez no intenta detenerme. Como no sé a dónde escapar, regreso con Álex, mi madre, Raquel y los demás. Agarro un vaso de tubo del que nadie ha bebido y en vez de sentarme me quedo tiesa al lado de la mesa, emborrachándome. Alguien me mira y no dice nada, gira de nuevo la cabeza hacia el grupo. Ríen ajenos a mí y a la tristeza que cargo en silencio. De pequeña, cuando me levantaba y me quedaba de pie detrás de la silla de mi padre, él entendía que ya era hora de volver a casa.
Álex deja de sonreír al notar mis ojos hinchados.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Creo que me ha sentado mal.
Levanto el vaso para convencerle de que es por el alcohol.
—Voy a ir yéndome ya... —musito.
No sé si les parecerá mal que me marche sin más o si les molestará que interrumpa su animada charla para despedirme como es debido.
—Te acompañamos —dice Álex, mirando a mi madre.
Aunque a mí me parece una pregunta y no una orden, ella suspira como si no le quedara otra que aceptar.
—¿Ya os vaaaais? —se queja Raquel al verla recoger sus cosas.
Mi madre duda un segundo, leo una disculpa y una súplica en sus ojos.
—Puedo volver yo sola —la tranquilizo.
Para una vez que queda con amigas, no me parece justo que por mi culpa tenga que renunciar de nuevo a ellas. Me mira con un atisbo de duda, vuelve a sentarse y le sonríe a Raquel, solo un poco más relajada.
—Estaré bien —le aseguro, agarrándome al respaldo de una de las sillas para mantener el equilibrio—. ¿Esto de quién era? —Levanto el cubata.
—Mío —responde alguien que no conozco con una risita cordial de apuro.
—Perdón —digo, limpiando la marca de labios del vidrio antes de dejarlo de nuevo en la mesa.
—Mejor te acompaño —decide Álex.
—No, si no hace falta...
Dejo la frase a medias, de pronto consciente de las posibilidades. Agito una mano, quitándole importancia, disipando mis palabras en el aire.
—¿Crees que estás como para volver sola? —me regaña, levantándose para venir conmigo—. Hablamos luego —se despide de mi madre, dándole un beso en la coronilla y sonriendo a los demás a modo de disculpa.
—¿Después vuelves?
—En cuanto me asegure de que no se mata subiendo las escaleras.
Muchos nos miran como si sospecharan de nosotros. Les parece extraño que mi madre deje que el novio que acaba de presentarles acompañe hasta casa a su hija cuando esta se encuentra completamente borracha. Es evidente que no tienen ni idea de la confianza que ella deposita en sus parejas, lo de ahora no es nada comparado con la noches de película de Raúl o con dejar que mi padre siguiera bañándome cuando tenía edad de bañarme sola.
Me despido tímidamente con la mano y salimos del recinto dejando atrás la música, que retumba en el suelo. Hace una noche fresca, húmeda. Los coches parecen de oro con el capó cubierto de rocío bajo la luz de las farolas.
—¿Qué ha pasado?
—Ah, por dios, no quiero hablar de eso —me quejo.
—¿Y de qué quieres hablar?
—De que parecemos novios.
Lo miro acercando mi meñique a su mano, se la rozo pidiéndole en silencio que me la dé. Álex niega con la cabeza, se aparta.
—¿Vas a fingir que no me conoces?
Resopla, esa es su forma de llamarme infantil y molesta. A mí me hace gracia que trate de evitarme, que se vea tan cohibido e incómodo, así que aprovecho una distracción para colgarme de su brazo como un koala.
Da un respingo.
—¿Qué haces?
—Darte amor —respondo apoyando la cabeza en su bíceps.
—Suéltame antes de que nos vean.
Con una risita presiono mi mejilla contra su brazo. Desprende calor y huele de maravilla, mucho mejor que Guillem.
—Nadie nos verá, están en la fiesta esa, mira. —Hago un gesto que abarca toda la calle—. ¿Ves? Sin moros en la costa.
—Vas a meternos en problemas —me advierte, aligerando el ritmo, ahora ya dándome la mano, aunque solo para tirar de mí.
Troto a sus espaldas entre risas e insultos. Durante un instante, la noche se me mezcla con el alcohol y los recuerdos y las calles del pueblo, y me parece que sigo a Guillem hasta un escondrijo donde chupársela.
Cuando por fin nos detenemos, la realidad me atropella por detrás. He bebido más de la cuenta, me meo mucho. Por suerte estamos en una calle con mala iluminación llena de casas abandonadas, la mayoría de ventanas están tapiadas y las que no, tienen las persianas de madera desenrolladas.
—Espera, tengo que hacer pis —informo.
—En dos minutos estamos en casa.
—Ojalá pudiera aguantar dos minutos.
—¿Vas a hacerlo aquí? —murmura, irritado.
Junto las palmas de mis manos, suplicante. Exasperado, me hace un gesto para que me dé prisa y corro encogida a esconderme entre dos coches. Bajo mis shorts acercando el culo al calor del asfalto mientras Álex se queja al mismo tiempo que vigila que nadie me descubra.
—Hazlo rápido, meona.
—Cállate, no puedo si me hablas.
Esta situación tan ridícula es casi igual a otra que viví Guillem y Clara, una amiga suya de la que siempre tuve celos. El siseo de la sangre en mis sienes me devuelve el eco de unos chillidos infantiles, y las calles emparedan el recuerdo de las risas despreocupadas. Me partía de risa ahí de cuclillas, haciendo equilibrios con Clara enganchada a mí mientras nos salpicábamos los calcetines. Era feliz, no me importaba que Guillem nos gritara guarradas desde detrás de la furgoneta o que se asomara un poco para vernos.
—¿Acabas ya o qué? —me presiona Álex.
—Síp, ya casi —digo, todavía agachada—. ¿Me limpiaas...?
—Venga, déjate de tonterías.
—Áaaaalex... —canturreo.
Oigo sus pasos a medida que se aleja. Le grito que me espere, de un salto me subo los shorts y salgo de entre los coches para seguirlo.
—Cualquiera diría que no te gusto —le recrimino, nada más alcanzarlo.
—Sabes que no es el momento.
—Siempre es buen momento —repito lo que solía decirme Guillem.
Resopla negando con la cabeza y acelera el paso, olvidándose de la borracha que da traspiés tratando de mantener su ritmo, o sea, una servidora. Lo insulto agarrándome a su camiseta. Él no me sigue el juego con ninguna de mis más que obvias insinuaciones, me dice que me comporte y entiendo que me compensará si obedezco, así que me quedo callada el resto del camino.
Thor sale a saludarnos cuando abrimos la valla del jardín. Álex le rasca la cabeza, un gesto de lo más natural que se me hace extraño.
—¿Quieres? —le pregunto nada más cruzar la puerta de casa.
—Tu madre me está esperando —se excusa.
Pero no se marcha, está a mi lado sin saber muy bien qué hacer conmigo. Cambio el peso de un pie a otro, esperando a que tome la iniciativa. Muerdo el interior de mi mejilla, nerviosa. Pellizco el vuelo de mi camiseta.
—¿Me la quito? —pregunto.
Álex me mira como si quisiera hacerlo él y algo se lo impidiera.
—Laia, estás borracha.
—Entonces... ¿no quieres?
—Lo que no quiero es que después te arrepientas.
Cada vez tengo más claro que quiere follarme y que lo único que se lo impide esa estúpida moral que no gobierna en monstruos como nosotros.
—No me arrepentiré —le digo, dando un paso vacilante hacia él.
—¿Esto te pone cachonda?
Es obvio que sí, mi cara es un libro abierto.
—Podría hacer contigo lo que me plazca —apunta, con la luz del porche tras él proyectando su gigantesca sombra a lo largo del recibidor—. Pero eso es exactamente lo que quieres, que me aproveche de ti mientras estás borracha para que así puedas seguir sintiéndote una víctima. Desnúdate.
Me arranco la camiseta por la cabeza. Bajo la cremallera de mis shorts y tiro de ellos junto con mis bragas hasta que ambas cosas quedan enrolladas a la mitad de mis muslos, mostrándole que deseo esto tanto o más que él.
—Eres una putita muy obediente. Acércate —me ordena, y yo lo hago para que él deslice un dedo entre el hueco de mis muslos—. Estás muy mojada.
Esta obediencia febril se debe a lo frágil e indefensa que me siento ante la mano que me agarra furiosamente del cabello. Álex apoya su cabeza en la mía y tengo sus ojos en mis ojos, su frente en mi frente, su aliento en mi boca. Me gusta que él tenga el control y a él le gusta tenerlo, así que me entrego del todo cuando siento que la manaza que me tiraba del pelo ahora está cerrada alrededor de mi cuello, haciéndome más consciente de mí que de nosotros.
—Fóllame —le digo sintiendo cómo me asfixia.
—¿Eso quieres? —gruñe.
—Quiero tu polla.
Le agarro la entrepierna y somos bocas abiertas y jadeos y pupilas dilatadas, soy carne y fluidos y piel erizada, y él es una estampida, es un animal que me aplasta, es violencia, hambre, desesperación e impaciencia.
—Podría romperte —me dice, hincándome la rodilla entre los muslos y levantándola hasta que la punta de mis pies apenas alcanza el suelo—. Podría destrozarte a pollazos, pequeña zorra —insiste, con su garra como un cepo alrededor de mi cuello y la parte de atrás de mi cabeza pegada a la pared.
Lo miro mordiéndome el labio, desafiante.
—Perro ladrador... —empiezo.
No puedo terminar la frase, me asfixia con más fuerza y mi voz no es más que un jadeo ahogado, me tiene firmemente sujeta con una de sus manos mientras con la otra tironea de su cinturón hasta desabrocharlo. Los tejanos caen al suelo y ni siquiera se los quita cuando de pronto me encuentro de espaldas a él con la mejilla aplastada contra la pared, me ha dado la vuelta como a una muñeca de trapo para a continuación sacarme el culo hundiendo los dedos en el hueso de mi cadera mientras apoya su peso en mi espalda.
—Usaré tu cuerpo como si no fueras más que un juguete sexual —me informa, obligándome a mantenerme doblada en noventa grados.
Esta vez, aunque podría responder, no lo hago, al fin y al cabo no era una pregunta, a él no le interesa lo que tenga que decir al respecto y a mí no me parece adecuado que un juguete sexual se queje. La pared me araña la frente, una molestia menor cuando un hombre está a punto de desgarrarme.
—Estás demasiado apretada —dice, sin lograr metérmela.
Me arranca de la pared y me gira, me agarra, me aúpa, me besa, me azota, me empuja, me arrastra, me muerde, me arrolla, me aplasta y me toca.
—Quédate así —me ordena, devorándome con la mirada después de soltarme sin ningún cuidado sobre la mesa del salón—. Eres preciosa.
Álex despliega su mano sobre mi pecho, midiéndome en nada, apenas palmo y medio. Presiona en mi tórax, obligándome a permanecer tendida mientras mueve las caderas adelante y atrás, frotándose contra mí.
—Eres lo mejor que me ha pasado en esta casa, me encanta lo pequeña y suave que eres —dice con voz grave, amasándome el estómago desde las caderas hasta las costillas—. Es increíble que seas tan puta con lo inocente que pareces. Has conseguido que pase de querer cuidarte a querer follarte.
—Has querido follarme desde el principio.
—Mira, te llega hasta el ombligo —me hace notar, situándola sobre mi cuerpo—. ¿Estás segura de que la quieres dentro, putita?
Me contraigo con la sola idea de tenerla tan adentro, moldeándome con sus embestidas. Pensar que me hará daño solo me pone más cachonda.
—Úsame —le ordeno, levantando el culo para darle mejor acceso.
Presiona con sus pulgares en mi vientre. Las manos gigantescas de Álex casi alcanzan a rodear mi cintura por completo, lo que me hace sentir todavía más pequeña. En sus manos soy una niña mientras que en sus ojos solo encuentro a una puta, y me siento una enferma por querer ser ambas cosas.
—Fóllame —le suplico.
Entonces sus dedos se clavan en mí y mi cuerpo se abandona. Pierdo la mirada en el techo de la cocina, lista para llenar con mis gemidos el silencio de esta casa tan muerta. A la mierda los grillos, a la mierda el eco fantasmagórico de mis pasos, a la mierda el zumbido de la nevera vacía y los azulejos antiguos y esa vitrina en la que nunca hubo sitio para mis fotografías.
Pero no entra. Pincha, pellizca, escuece y no entra. Es una gruesa barra de hierro al rojo vivo, arde. Mi cuerpo se niega a darle cabida.
—Mierda. No puedo —masculla, rindiéndose, antes de echarse sobre mí y tomarme de la mandíbula para darme un beso en la comisura de mi boca huidiza—. Lo siento, no puedo. No entrará. Es mejor que no lo forcemos más.
Está lejos de mí, a medio camino de subirse los pantalones, tan centrado en sí mismo que parece que me ha descartado por esta noche.
—¿Entonces? ¿Te vas? —le pregunto, incorporada sobre mis codos.
—Tu madre me está esperando —me recuerda— y no tenemos condón.
—¿Quieres que te la chupe?
—¿Quieres chupármela? —duda, sin acabar de abrocharse la hebilla.
—No puedo dejar que te vayas sin correrte.
Álex sonríe juguetón, así que me bajo de la mesa de un salto y me arrodillo. Estamos lo bastante lejos como para que uno de los otros tenga que acercarse al otro. Es él quien termina de acortar las distancias.
—Puedo lavármela antes —se ofrece, poniéndomela frente a la cara.
—No hace falta.
Pese al olor que desprende la introduzco en mi boca, sabe asqueroso. No sé por qué me fuerzo a chupársela así cuando podría no haberlo hecho, no me siento capaz de profesarle la devoción que él espera. La saco y muevo la mano adelante y atrás lo más rápido que puedo, quiero que termine cuanto antes.
—¿Prefieres hacerlo tú? —pregunto indiferente, mirando hacia arriba.
—¿Es que me quieres compensar con tu boca porque no has podido darme tu coño? —responde, con una mano bien afianzada en mi cabello.
—¿Quieres o no?
—Claroque quiero —contesta, atrayendo mi cabeza—, siempre pensé que eres de esaschicas que se verían especialmente guapas con una polla en la garganta, igualse debe a esa carita inocente que tienes.
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