Capítulo 28: Fantasmas en el desván
Capítulo 28
En estos días, Álex ha seguido haciendo cambios en el desván. Está más ordenado, ha terminado de limpiarlo a conciencia, no hay telarañas y, por imposible que parezca, ha logrado que ya no huela a polvo. Lo que no ha conseguido es que deje de resultarme tétrico. Ha apartado lo más espeluznante —la mecedora de mimbre, el maniquí de sastre, el caballito con la pintura desconchada— al fondo del desván, cubriéndolo todo con sábanas blancas, y es como si una formación de fantasmas nos mirara: independientemente de la posición de los muebles, todas esas formas parecen encararse hacia la solitaria bombilla bajo la que nos encontramos, donde está el pequeño estudio de dibujo que Álex ha preparado para mí. Este consiste en un taburete junto a un trípode de altura regulable que sostiene un lienzo de tela y un estuche de acuarelas.
—Bueno, ¿qué te parece? —pregunta, con más nervios que orgullo, quedándose atrás—. Mientras limpiaba el desván encontré unos dibujos tuyos de hace tiempo. No sé por qué lo dejaste, eran muy buenos. Pensé que, quizá, con el entorno adecuado, querrías recuperar ese hobby. No tienes por qué, si no quieres. Me lo pasé bien montando esto, de todos modos.
—¿Husmeaste en mi carpeta de dibujos? —lo acuso.
El rostro de Álex es una quimera de sentimientos encontrados. Tiene el ceño fruncido y las orejas rojas, y mira al suelo y se rasca la nuca. Traga saliva y farfulla una disculpa que no tenía preparada.
—¿En serio te parecieron buenos? —lo tranquilizo.
—Mucho —afirma, con una sonrisa de alivio—. ¿Entonces? ¿Te gusta?
No es el sitio idóneo para pasar horas pintando, y desde luego no pasaría aquí la noche. Pero es lo más bonito que alguien ha hecho por mí en mucho tiempo, así que no sé cómo agradecérselo sin que suene a mentira. Entonces Álex me dice que todavía no diga nada, se aleja de mí unos metros, presiona un pequeño interruptor y el desván florece con los colores del arcoíris.
Luces de navidad. Muchas, y por todas partes.
—Es precioso —digo sin aliento—. ¿Entonces este era tu plan, me evitarás haciendo que me quede en el desván todo el día? Porque quizá lo consigas.
—Bueno, sí. En parte. Pensé que aquí tendrías la inspiración necesaria para retomar la pintura. Le falta luz natural y huele un poco raro, lo sé. Había pensado en hacer una reforma si tu madre me da permiso, quizá abrir un tragaluz en el tejado o una ventana vintage en la pared del fondo.
—Cuando acabes no me importará que me encerréis aquí —bromeo.
Álex ni siquiera sonríe, no parece haberme escuchado. Tampoco me mira, observa a su alrededor estudiando las posibilidades de este lugar.
—Pronto me iré. La reforma de mi apartamento avanza a buen ritmo, así que quizá en unas semanas me tengas por fin fuera de tu vida. Hasta entonces lo mejor es que nos mantengamos ocupados para no hacer otra estupidez como la de ayer —dice pensativo, mientras acaricia una viga como si valorara si es necesario lijarla—. Pero el caso es que no quiero irme de tu vida, no así.
Álex apoya el antebrazo en esa misma viga y se rasca nerviosamente el puente de la nariz, sin saber expresar lo que sea que necesita decirme.
—Esto es, según cómo lo veas, un poco contradictorio —empieza, con sus uñas arañando ahora su frente—. Es extraño que quiera mantener el contacto después de todo, pero quiero hacer las cosas bien, es importante para mí que no se queden como están ahora. No soportaría que dentro de unos años miraras atrás y me recordaras como al cerdo que te tocó mientras estabas dormida —confiesa, visiblemente incómodo—. Lo que te voy a proponer te parecerá una locura, y puede que quieras negarte de primeras. No lo hagas.
—Venga, suéltalo de una vez —le pido, impaciente.
—¿Cómo de imposible está lo de aprobar?
—¿El curso? Bastante mal. ¿Por qué?
Frunzo el ceño mientras sonrisita tonta crece en mi rostro. Tiene sentido. Este estudio, sus nervios, el que no quiera salir de mi vida. Es una locura.
—Tú en el fondo querías hacer Bellas Artes, ¿verdad? —pregunta.
No puede ser que esté insinuando lo que creo. Lo miro recelosa, y mi sonrisa gana en matices, haciéndole un poquito de espacio a la desconfianza en lo que hasta ahora era felicidad pura y dura. Es una sonrisa que exclama: venga ya, no me creo que vayas a pagarme la matrícula de Bellas Artes.
—¿Qué es lo que estás queriendo decir? —lo tanteo.
—Que si te deniegan la beca habrá que pagar matrícula sin importar a qué carrera te inscribas, así que inscríbete en una que te guste —me aclara, feliz de verme feliz—. Estás en primero, es el mejor año para cambiar de carrera.
—¿Es que quieres pagarme la matrícula o algo así?
—Puedes pagarla tú con lo que ganes vendiéndome algunos de tus cuadros —responde, tan contento que seguro que pretende halagarme.
Mis dibujos tienen mucho valor sentimental pero ningún valor económico, así que siento que vendiéndoselos ambos saldríamos perdiendo.
—Bueno, no tienes que sentirte obligada —se corrige con un aspaviento, al notar el alcance de su metedura de pata—, siempre puedo prestarte dinero y me lo devuelves más adelante, cuando seas famosa y los vendas tú misma.
Niego con la cabeza mientras trato de hacerme la disgustada. Esto es más de lo que puedo procesar. La carrera de Bellas Artes, el dinero, él. Es solo otro novio de mi madre, una persona que está de paso, alguien que en unos años será poco más que una anécdota. No me gusta la idea de deberle nada, ya me siento bastante mal por vivir en una propiedad de la familia de mi padre.
—¿Cuánto valen los cuatro años de carrera y el material que necesitarás, más o menos? —me pregunta, interrumpiendo mi hilo de pensamientos.
Hago un cálculo rápido. En una universidad pública de Barcelona, unos seis mil o siete mil euros los cuatro años, más otros dos mil de material tirando por lo bajo. Es decir, nueve o diez mil como mínimo, y eso sin contar alquiler, ni comida ni toda la serie de gastos que supone vivir fuera de casa y asumiendo que no suspenderé ninguna asignatura. Es más dinero del que mi madre tiene en su cuenta bancaria, es más del que jamás tendré yo.
—Hay arte que se vende por millones de euros —me discute Álex antes de que pueda llegar a negarme—. En serio creo que tus obras algún día podrían multiplicar su valor, así que deja que invierta mi dinero como mejor considere.
Invertir, dice. Arte. Menuda tontería. Es caridad. Él sabe tan bien como yo que esos bocetos no valen nada.
—¿En serio? ¿No lo haces por lástima?
—En serio. ¿Podemos verlos?
No las tengo todas conmigo. Es mucho dinero, es un favor que tendré que devolverle. La verdad es que una parte de mí quiere dejarlo estar, olvidarse de este sueño sin sentido. Tampoco es que me vaya a servir de nada estudiar una carrera como Bellas Artes. En unos años seré igual de pobre y estaré atada económica y emocionalmente con quien apostó por un fracaso. Para colmo no me apetece que Álex vea mis cuadros, los demonios que encerré en ellos.
—Te propongo algo —dice, notando mi indecisión—. En vez de venderlos, me empeñarás algunos de tus cuadros. Pagaré lo que sea que necesites para matricularte con la condición de que puedas recuperarlos en un futuro por el mismo precio, así dentro de unos años, cuando seas famosa, porque seguro que lo serás, podrás comprármelos y venderlos para sacar beneficio.
Parece tan entusiasmado que empiezo a pensar que de verdad cree en mi arte. Es una locura, sí. Pero también lo es rechazar esta oportunidad.
—Mira, si no llegaras a convertirte en una pintora reconocida, cosa que dudo, siempre podrás vender pedos embotellados —me dice de broma.
—Eres tonto.
—No, tú lo eres si no aceptas.
—¿Pero cuántos cuadros? —dudo, frunciendo el ceño.
—No sé, ¿dos? ¿Tres?
—Bueno.
—¿Puedo verlos? —insiste, con una sonrisa contagiosa.
No puedo negarme más, su ilusión me halaga, me hace sentir orgullosa de algo que siempre me ha avergonzado un poco. Álex me empuja suavemente y yo me dejo guiar hasta el armario enorme en el que se esconden mis dibujos.
El primero que le enseño es de un astronauta en las profundidades del océano. Todo a su alrededor está oscuro y se hunde hacia la nada arrastrado por un objeto inidentificable por su lejanía. Podría ser una nave espacial, o quizá otro astronauta. Nunca lo pensé, la verdad. Le hago notar a Álex que está unido a ese peso muerto por una correa que recuerda a un cordón umbilical. Lo que no le digo es si el peso muerto es la madre o la hija.
—Me gusta —dice, apartándolo a un lado mientras busco otro.
Es de una casa muy parecida a la antigualla en la que vivo. Lo pinté cuando tenía doce o trece años, es bastante mediocre técnicamente. Las proporciones son incorrectas por no decir un completo desastre, y como en general todo es bastante malo cuesta saber si está hecho así a propósito. En mi defensa tengo que aclarar que las ventanas y las puertas las hice muy muy pequeñas adrede. Más que pequeñas, son claustrofóbicas. Es asfixiante.
—En esa casa no podría entrar —comenta Álex, forzando el humor.
—Ni salir.
El cuadro le incomoda. No entiendo por qué querría pagar tanto por algo que le espanta, no sé qué hará con él si finalmente se lo queda.
—¿Pretendías plasmar que te sentías encerrada? —pregunta.
—No lo sé. ¿Es que lo quieres?
—Puede.
Lo deja a un lado con el otro. Estoy sentada en el suelo frente a la caja en la que he ido guardando todo lo que no fuera demasiado malo. Los cuadros están exactamente igual que los dejé. Nunca los he retocado, no me atrevo a empañar con mi yo de ahora lo que quiso expresar mi yo de entonces. Podría decirse que cada uno de esos dibujos representa un momento de mi vida, un trauma, un pensamiento depresivo o suicida. Son intimidades que preferiría que Álex no supiera, así que me cuesta expresar lo nerviosa que me pone que esté de pie a mi espalda decidiendo con qué recuerdo quedarse.
—Espera, ¿me enseñas ese? —me pide, poniéndome la mano en el hombro—. El de la flor.
Habla del único que nunca le vendería. Este cuadro es también el único que retoco de vez en cuando. No está terminado, nunca lo estará. Consiste en el centro de una rosa ocupando todo el lienzo, pétalos y pétalos, cada vez más pequeños, saliendo de un mismo punto. Ese punto es oscuro, humano. Es donde el lienzo se ha rasgado por las muchas veces que lo he pintado.
Más tarde volveré a humedecer con acuarela los alrededores del agujero.
—¿Por cuánto?
—Ese no tiene precio.
Lo guardo. Empujo la caja adentro del armario.
—¿Es importante? —pregunta.
Él sabe que lo es, sabe lo que es. Es cruel que me pida que le ponga un precio. No quiero seguir mostrándoselos, no sabiendo que los ha visto antes y que tiene en mente cuáles quitarme. Podría insistir en su valor sentimental y echarme atrás, pero necesito estudiar Bellas Artes y vivir unos años más lejos de mi madre. Con los dos que ha apartado tendrá que ser suficiente.
—Perdona —dice, poniéndose de cuclillas a mi lado.
—Lo siento, no tendría que ponerme así.
Controlo las lágrimas para que no abandonen mis ojos. Es ridículo que ahora me ponga a llorar por cosas que se supone que superé hace tiempo.
—Entiendo que te cueste deshacerte de tu arte —dice, masajeándome el cuello mientras me ve llorar—. Pintaste obras muy personales, es normal que quieras conservarlas. Pero que sean tan íntimas es lo que las hace potentes.
—Perdona... no...
Estira la mano para secarme la gota que cae por mi mejilla.
—Eh, no tienes que vendérmelos si no quieres —me anima, con esa voz tan tierna que está a medio camino entre la sonrisa y el susurro—. Pero entonces no te olvides de mí cuando seas famosa.
Niego con la cabeza apartándome de sus dedos. Puedo secarme las lágrimas yo misma y puedo deshacerme de unos dibujos tontos.
—No —le digo—. No aceptaré dinero a cambio de nada.
—Puedes tomártelo como una compensación.
Prefiero no pensar a qué se refiere. Porque si está hablando de pagarme diez mil euros por haberme metido los dedos eso me convertiría en la puta más cara del mundo. Puestos a elegir, prefiero ser artista que puta.
—No, está bien. Puedes quedarte esos cuadros. En serio.
—¿Seguro? —me pregunta, esta vez sin atreverse a tocarme.
—Que sí.
—Porque puedes pintar otra cosa si quieres —me sugiere, con una sonrisa insegura, como si esa opción no le agradara del todo—. Me conformo con que te vuelques de verdad en lo que sea que dibujes. Lo que más me gusta de tus cuadros es su carga emocional, la historia que tienen detrás.
Me obligo a reír. Es mejor que se quede un cuadro de esos a tener que escoger otro momento de mi vida, darle forma en un lienzo y confiar en que esté a la altura de sus expectativas. Creo que he perdido esa magia.
Nada que pueda hacer justificará un pago de diez mil euros.
—¿Qué puedo dibujar? —mascullo.
—No lo sé. Pero para eso te he hecho este sitio, para que encuentres la inspiración que te ayude a pintar como lo hacías antes.
Lo miro recelosa. Por su tono intuyo que no está hablando del caballete ni de las luces de Navidad. No sé qué se trae entre manos, y no me gusta que me oculte cosas después de ofrecerse a pagar por mis estudios. Es un tema demasiado serio como para que se esté con jueguecitos.
Álex entiende que es hora de revelar sus cartas. Eso sí, no parece que mi cara de enfado le afecte en absoluto, si acaso está orgulloso cuando retira la sábana de uno de los muebles fantasmagóricos. Ha montado un viejo televisor de tubo con un reproductor de vídeo analógico sobre un aparador con ruedas.
—Puede que aquí tengas la inspiración que necesitas —dice, empujándolo hasta situarlo frente a mí—. Encontré una colección de VHS mientras hacía limpieza. Por los títulos de las pegatinas diría que son vídeos familiares. No sé si querrás verlos. Pensé que quizá te ayudarían a recordar cosas.
Es increíble que me proponga desenterrar viejos traumas con esa estúpida sonrisa de satisfacción. Parece tan contento que me fuerzo a creer que está pensando en mi carrera artística y no en su ridículo cuadro. Álex sabe lo suficiente como para imaginar lo mucho que puede afectarme esto.
—No es bueno que te lo guardes todo, a veces resulta terapéutico plasmar lo que llevas dentro —se explica, dándole una palmada al televisor.
—¿Me pagarás diez mil euros por un cuadro?
—No, te pagaré lo que sea que necesites para matricularte. Laia, no te pido que me pintes un cuadro ni que me vendas uno de los tuyos. Eso es solo si te sientes cómoda haciéndolo. Entiende que tienes potencial, que creo que algún día tendrás éxito y que confío en que me devolverás el dinero cuando eso pase.
Lo que entiendo es que se debe sentir muy culpable para ser tan generoso.
—¿Haces eso a menudo? Lo de regalar dinero a desconocidas.
—No eres una desconocida —dice con molestia.
—Luego no me pidas nada a cambio —le advierto.
—Prometido.
Estoy a punto de hacer una estupidez. Pero quién no la haría por la carrera de sus sueños y cuatro años más lejos de esta casa. Ni siquiera tengo que pintar un cuadro para Álex, puedo hacerlo para mí. Puedo intentarlo, ni que sea. Quién sabe, quizá tiene razón y me sienta bien lo de dar forma a mis demonios. Es una forma como cualquier otra de combatir los traumas.
Diez mil euros son un buen incentivo. Por ese dinero me la juego.
—¿Cuál me recomiendas? —pregunto, buscando qué cinta ver.
—No he visto ninguna —dice sin mucho interés, estirando el cable del alargador hasta una toma de corriente—. Eso sería muy intrusivo.
—Cosa que tú no eres —le hago notar con sarcasmo.
—Incluso yo tengo mis límites.
Entre ese montón de VHS encuentro uno que me llama la atención, tiene la pegatina medio rota. LAIA 5 AÑOS. Es la letra de mi padre. Reconozco sus mayúsculas ligeramente inclinadas, la forma de sus números. Introduzco la cinta en el reproductor de vídeo sin pensármelo demasiado y enciendo el televisor. No está sintonizado, el ruido gris es ominoso.
Pongo el AV e inmediatamente aparece una niña pequeña en pantalla. Es un video de mala calidad, la imagen está granulada. Rebobino la cinta.
—¿Quieres verlo a solas? —me pregunta Álex.
No me gusta que se quede, pero necesito que lo haga. Me da miedo encontrar alguna prueba de los abusos de mi padre y no hacer nada al respecto. Con Álex por testigo no podré fingir que no ha pasado.
Paro el vídeo en un momento al azar. Le doy a reproducir.
—¿Quieres más a papá o a mamá? —Es la voz de mi padre.
Él es el que sostiene la cámara. Una niña con un corte de cabello horrible mira a la lente, lo mira a él y también a mí. Me cuesta reconocerme en ella. La niña sonríe con malicia, como si se dispusiera a hacer alguna travesura.
—¡A papá! —exclama, toda henchida.
Busca la aprobación paterna, o quizá molestar a su madre. Parece que les resulta divertidísimo escucharla quejándose de fondo.
—¿Quién es mejor?
—¡¡Papii!!
—¿Mamá es mala?
—¡Sí! ¡Es mala! —confirma riendo.
Oigo a mi madre más claramente. Está molesta, empieza a hartarse de que se burlen de ella. No me cuesta suponer que no es la primera vez que pasa. Él la graba. Parece agotada, tiene peor aspecto que ahora. Pone la mano en la lente pidiéndole a su marido que apague la cámara. Él se ríe, la niña también.
—Carlos, apágala de una puta vez —le advierte.
Forcejeos. El ruido de algún golpe en la cámara. La imagen se sacude, no se ve nada en particular. El suelo, una pared. Otra vez graba a la niña.
—Mamá dijo una palabrota.
—Habrá que lavarle la boca con jabón —responde su padre.
Más risas burlonas. Me está cabreando incluso a mí. Era una niña repelente que se compinchaba con el abusador de su padre. Escucho a mi madre llamándola desagradecida. Carlos le grita que suelte la cámara. La imagen se sacude con más fuerza hasta que se queda en negro.
Paro el vídeo. Estoy apretando el mando con fuerza.
—¿Estás bien? —me pregunta Álex, pasándome el brazo por la espalda.
—No sabía que daba tanto asco.
—Eras una niña —me dice suavemente, apretándome contra él—. Quizá esto fue una mala idea. Lo siento. No tienes por qué seguir.
El proximidad de su cuerpo es reconfortante. No puedo evitar sentirme cómoda, me gusta cómo se siente su brazo cuando me estrecha. Él es una de esas personas con las que te quieres quedar dormida. Recuesto la cabeza en su hombro y dejo que me toque el cabello. Huele bien, como siempre.
—Puedo aguantarlo —murmuro, hundiéndome en él.
Perdonad que tardara tanto en actualizar. Estuve muy bloqueado, no me terminaba de convencer nada de lo que escribía y terminé dejándolo aparcado. En vez de centrarme en seguir la novela me obsesioné con cosas que había que mejorar, así que finalmente traté de sobreponerme a eso y me obligué a terminar este capítulo quedara como quedara.
Espero que no haya quedado muy mal jajajaja si tuviera que retocar algo, de este o de otros, lo haré más adelante. Ojalá os guste :)
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