Capítulo 26: Peldaño a peldaño
Capítulo 26
Cruzamos el salón a oscuras, en silencio, y me siento como si de nuevo tuviera catorce años y fuera a meterme en el cuarto de Guillem.
Álex se sienta con el brazo estirado sobre el respaldo del sofá. Parece que me invita a ponerme a su lado. Podría hacerlo para que me lo pasara por los hombros. Una parte de mí desea recostarse adormilada contra su pecho y que jugueteara con mi cabello. Pero no lo hago. Recuerdo mi madre echada en su regazo, su cabeza moviéndose al ritmo que le marcaba Álex, así que por precaución —o por miedo— tomo asiento en el extremo opuesto, y me quedo mirándolo, tratando de encontrar mensajes en cada uno de sus gestos.
Él no me mira de vuelta, está centrado en el televisor y se ve aún más guapo, si es que eso es posible, con la luz tenue cincelándole los rasgos duros.
—¿Qué te apetece ver? —me pregunta, girándose hacia mí.
Hago como con los chicos del autobús: aparto mi mirada justo antes de encontrarme con la suya. Por el rabillo del ojo capto que sonríe.
—Cualquier cosa.
—¿Película o serie? ¿De dibujos, de humor? ¿De acción? ¿Terror, quizá?
—Cualquiera me vale —le prometo, un poco agobiada.
—¿HBO, Netflix o Prime?
Tener acceso a tantas opciones es un lujo anteriormente impensable. Un lujo que vino con la llegada de Álex, como el orden y la limpieza.
—Pon alguna ligerita —le propongo.
—Te iba a sugerir lo mismo. Imaginaba que no te apetecería ver un drama.
Fuerzo una sonrisa. Pero Álex ya no me mira. Ojalá me hubiera visto, así sabría que en el fondo sigo triste, que no quiero ver una película. Preferiría que habláramos de lo que fuera. Abrazo un cojín que solo me hace sentir más sola. Respiro profundamente con la boca apretada contra la cremallera.
Mientras Álex navega aburridamente por la interfaz de películas, mi mente atraviesa una neblina turbulenta en la que se suceden imágenes de Raúl y de Álex y de Guillem y de mi madre, imágenes de puños subiendo y bajando, de pollas en bocas, imágenes de noches como esta, todas en el sofá.
Chupo inconscientemente la cremallera del cojín. Tengo la espalda contra el reposabrazos y las piernas encogidas a modo de muralla.
—¿No estás incómoda? Estíralas sobre mí, si quieres.
Evito el contacto visual. Elevo los hombros.
—¿En qué piensas? —me pregunta.
—En nada —respondo.
No sé para qué lo he seguido si no fue para esto. Estiro las piernas en su regazo, dejo que pose sus enormes manos sobre ellas. Él también parece tener la cabeza en otra parte, me pregunto si de algún modo nuestros pensamientos estarán conectados; si sabe lo que ocurrió con Raúl, si sabe que los estuve espiando desde lo alto de la escalera, si sabe que últimamente solo me toco pensando en él. Álex pasea sus dedos con mucha suavidad por el empeine de mi pie izquierdo y me pilla por sorpresa al preguntarme si todavía me duele.
Me gusta que recuerde a la perfección cuál fue el que me doblé.
—No —le digo con un suspiro—, hace días que no me duele.
Entonces comienza a deslizarlos desde mi tobillo hasta mi rodilla e incluso un poco más allá, aprovechándose de mis piernas dócilmente dispuestas. Es una caricia sutil, cuidadosa. Como si no quisiera asustarme.
Poco a poco alcanza la cara interior de mi muslo. Casi no lo toca, me pone a prueba. Libero el aire por la nariz, hipnotizada. Pero no abusa, su mano regresa a mi tobillo y me quita el calcetín para seguir con las marcas que me ha hecho la goma. Controlo mi respiración para que no note mi impaciencia.
Él finge no notar cómo abrazo el cojín ni cómo muerdo la cremallera.
Cierro los ojos, después de esto necesitaré que alguien me acaricie así todas las noches de todos los días del resto de mi vida.
Ningún otro chico me ha provocado las cosas que ahora siento, y no sé si se debe a que Guillem e Iván no me supieron tocar como él lo hace o a que lo prohibido me da mucho morbo. Es él. Me está volviendo loca. Quiero que llegue más lejos, así que me deslizo disimuladamente haciendo que mi espalda abandone el reposabrazos para quedarme tendida en el asiento del sofá.
En esta posición apenas cabemos, tengo las piernas dobladas.
—Eres como un gato, cada vez ocupas más espacio —dice, sin detener el vaivén de su mano que me tiene sumida en un estado de seminconsciencia.
Entre las pestañas noto que mira en mi dirección. Es probable que esté viendo la sombra entre mis muslos, tratando de averiguar si eso que expone mi holgado pantalón corto de pijama son unas braguitas color carne o si soy tan puta como para no llevar nada. Es difícil que lo vea con tan poca luz.
—No me digas que miss insomnio se ha dormido —trata de bromear.
El tono ronco de su voz lo traiciona. Tenerme al alcance le está afectando, quiere tocarme y yo no reacciono. Estoy dormida, indefensa.
—¿Laia? ¿En serio te has dormido? —me pregunta.
Sus dedos se acercan peligrosamente a mi entrepierna. Hago como que no lo noto, que no lo siento, que no me doy cuenta de la mano que desliza muy muy lento por mi pernera hasta mis labios, húmedos desde hace rato.
Contengo un jadeo. Es él, es el novio de mi madre. Está tocándome sin mi permiso, cree que estoy dormida y se está aprovechando de mí. Esto está mal, esto está muy mal. Está mal que él me esté haciendo esto y que yo me esté dejando y que encima me esté gustando tanto. Joder. Joder, joder.
Quiero correrme. Encuentra mi clítoris muy rápido. Quiero...
Hago todo lo posible para que mis gemidos mueran en mi garganta.
Más. Más, por favor. Más. Haz que me corra.
—¿Quieres que te meta los dedos? —me pregunta.
Estoy dormida, puede hacerme lo que quiera. Con la otra mano aparta mi pijama, no le basta con meterme los dedos, necesita ver cómo entran. Pese a lo mojada que estoy su dedo del medio es tan grueso que me escuece, y él me mira con una mezcla de deseo y preocupación, como si fuera a desvirgarme.
—¿Laia? —insiste, sacándolo—. Laia, deberías ir a la cama.
No. No, ahora no. Puedo aguantarlo. Por favor.
—Hola, ardillita —me dice cuando me ve abrir los ojos.
Me los froto como si de verdad me hubiera dormido. Finjo no saber dónde estoy ni qué ha pasado. El televisor tiene el volumen casi al mínimo. No sé de qué trata la película, en la pantalla aparece un campo de color verde intenso y su resplandor nuclear convierte el salón en un tanque de residuos tóxicos.
—Parece que miss insomnio se ha dormido —me dice, y los dedos que me han tocado ahora me pellizcan la pantorrilla, afectuosos.
—La película tenía que ser muy mala.
—No lo sé, no le prestaba atención.
Parece que pretende decirme algo, que quiere hablar del tema. Pero no hay nada que hablar porque, por lo que a mí respecta, no ha ocurrido nada. Él no lo tiene tan claro. Está pensativo, aunque mira el televisor sé que no lo está viendo, tiene la mente en otra parte. Puede que ni él sea consciente de que sus dos manos están sobre mi pierna como si se negara a dejarme marchar.
No hay forma natural de abordarlo. Lo negaré todo.
—¿Crees que debería disculparme?
—¿Por qué? —pregunto con una risita sofocada.
Niega con la cabeza. Me mira, sé dónde me mira. Cierro las piernas.
—Hablo solo —dice, alcanzando su móvil de encima de la mesa.
Entonces se pone a enviar mensajes con una mano mientras me acaricia torpemente con la otra, parando de tanto en tanto para escribir con ambas, y cada vez que deja de tocármelas siento las piernas extrañas, desatendidas. Por su expresión seria, debe de estar discutiendo con mi madre.
La cosa no va conmigo, lo entiendo.
Desbloqueo mi teléfono para mi imitarlo. Tras las últimas fotos que subí, algunas tan atrevidas que me jugaba perder la cuenta, mis redes son un hervidero de notificaciones: quieren más, más de todo.
Más fotos, más a menudo, más sensuales. Incluso pagarían por ello.
Tengo un privado con una buena oferta. Creo. No sé hasta qué punto es de verdad una buena oferta, qué querrá ni si podría pedirle más. Es contenido inédito. Personalizado. Me ha contactado expresamente. Puede que lo rechace pague lo que pague. Pero tengo curiosidad por saber mi precio.
Escribo un hola. Lo borro.
Busco el emoji adecuado. No lo encuentro.
—¿Con quién hablas?
Cierro el chat por acto reflejo, sobresaltada.
—Con nadie. ¿Tú?
—Tu madre me está escribiendo —dice, con un suspiro nasal que casi es una risa—. ¿Te parece normal que me escriba en vez de decírmelo en persona?
—Pues mejor, ¿no? ¿O prefieres que nos encuentre así?
—Quizá, así podría confirmar si está loca o no.
Necesita tenerme de su lado. Es la complicidad en su sonrisa, su forma de decirlo. Es ver cómo cambia su mirada cuando ve que yo también sonrío.
Una polilla golpetea en el televisor, atraída por su luz.
—Igual deberías ir a la cama —me dice Álex tras leer un mensaje.
—¿Te ha dicho algo?
—No. Es tarde, Laia.
Habla sin mirarme. La pantalla le ilumina la cara. Está escribiéndose con ella, apoya las manos sobre mis tobillos mientras se disculpa con ella.
Retiro las piernas como disparadas por un resorte.
—No quiero que te enfades —me pide con una nota de tristeza y las manos congeladas en el mismo sitio, a la espera de que vuelva a estirarme.
—Esto está mal.
—¿El qué?
Parpadeo. Esto. Lo que hemos hecho. Lo que ha hecho. Él. Yo. Esto.
—No debería estar aquí —le digo.
No después de lo de Raúl. No después de que mi padre me tocara mientras me hacía la dormida. No debería. Pero sigo aquí tumbada con el móvil sobre el vientre y la certeza de que me desplomaré en cuanto me levante, que estas piernas hechas de plumas no aguantarán el peso de tantos secretos.
La polilla se ha quedado quieta en una esquina del televisor.
Álex se mueve, espantándome de su luz. Me levanto, y para mi sorpresa mis piernas no me traicionan. Pero me veo en el suelo con sus rodillas a cada lado de mi cuerpo. Estoy de pie y lo miro a la espera de quién sabe qué.
Podría detenerme. Podría agarrarme. Podría tirarme al sofá. Podrida.
Carraspeo. El corazón me late rápido y no recuerdo cómo hablar.
—Voy a...
—Sí, buenas noches.
—Voy a la cama —termino.
—Es lo mejor.
Comienzo a subir la escalera peldaño a peldaño, lentamente, cargando con un cuerpo que se niega a aceptar mi decisión como suya. No terminan nunca y Álex me sigue con la mirada. Una súplica. Una disculpa. No lo sé. Lo que sí sé es que no va a pedirme que me quede. No con palabras. Es un cobarde.
Porque tiene tantas ganas de detenerme como yo de que lo haga.
No puedo, quiero decirle. Esto está mal. Por suerte me libera del poder de la elección cuando se gira de nuevo hacia la tele. Bien, ya está.
Me quedo mirando su nuca. Como quieras.
Cierro la puerta, desaparezco en mi habitación.
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