Capítulo 21: Todo es de él
Capítulo 21
—¿Tú qué opinas de mí?
Mi pregunta toma por sorpresa a Álex, que hasta ahora no había notado mi presencia, absorbido como nunca por la pantalla de su teléfono. Tiene peor aspecto que cuando me fui, parece que pasaron años en vez de días. Es la primera vez que lo veo con gafas, con ojeras o con la barba así de descuidada.
Es como uno de los episodios depresivos de mi madre.
—No me mires con esa cara —le digo—, te lo pregunto en serio.
—¿Te has peleado con tus amigos? —asume mientras se pellizca el puente de la nariz, y su voz cansada es un reflejo de su infinito desinterés.
—Responde.
Echa la cabeza hacia atrás como si le diera migraña tenerme enfrente, y tras darse unos segundos para meditarlo, me mira con lástima.
—Laia, siéntate, por favor —me pide.
Me dejo caer en la silla frente a él. Lo observo con desgana.
—¿Qué ha pasado? —me pregunta entonces.
—¿Te parece que soy una mala persona?
Entrelaza los dedos mientras juega con los pulgares, pensativo.
—Una mala persona, no —dice al fin—. Pero sí eres difícil.
Me cruzo de brazos recostándome contra el respaldo de la silla.
—Eres una persona difícil, Laia —repite.
—¿Eso es todo lo que piensas de mí?
—¿Por qué os habéis peleado?
Elevo las cejas insolentemente.
—Es obvio que os habéis peleado —se reafirma, manteniéndome la mirada—, de lo contrario no hubieras vuelto tan pronto. Tú no quieres estar aquí.
Me muerdo el interior de la mejilla torciendo mi boca.
—Nadie puede culparte por ser difícil —contesta finalmente tras un suspiro de pesar, y piensa en sus próximas palabras mientras se limpia las gafas con la camiseta, impacientándome—. Has crecido en una familia desestructurada sin ninguna figura sana de referencia. Es normal que seas así, Laia.
—Espera, ¿me vas a soltar ese rollo de que soy una pobre víctima que tras sufrir mucho recurre al ataque como mecanismo de defensa?
Mi ocurrencia lo pilla con la guardia baja, arrancándole una sonrisa.
—Más bien pensaba en un perrito gruñendo bajo una silla —dice.
Álex analiza el efecto de su broma mientras tamborilea con los dedos en la mesa. Me observa orgulloso, recurriendo a uno de esos silencios calculadamente largos en los que una acaba hablando solo para acallar los nervios.
—Bueno, ¿me lo vas a contar? —se rinde.
Me encojo de hombros todavía de brazos cruzados, y lo que antes era una boca torcida se convierte en una sonrisa ladeada, desafiante.
—¿Qué te ha pasado a ti? Tienes canas hasta en la barba —respondo.
—Tu madre. Ella es lo que me pasa —me explica con una sonrisa de agotamiento, inclinando la silla un poco hacia atrás—. Lo de que creciste sin una figura sana de referencia no lo dije por decir, te lo aseguro.
—Eres libre de marcharte.
—No quiero dejarte sola con ella —contesta, como si nada.
—Gracias por sacrificarte por mí.
Álex se encoge de hombros, restándole importancia con la vanidad de un héroe acostumbrado a recibir halagos.
—Hablaré con ella —decido, haciendo el amago de levantarme.
Por poco no pierde el equilibrio en la silla.
—Espera, espera —me sonríe con esa actitud conciliadora que muestran los estafadores cuando están en apuros—. ¿Qué le vas a decir, exactamente?
Esta vez soy yo la que se encoje de hombros.
—No puede saber que te he contado esto —me dice, pidiéndome con las manos que lo escuche—. Creerá que tengo más confianza contigo que con ella, y no están las cosas como para que llegue a conclusiones equivocadas.
—Puedo preguntarle. Me haré la loca.
—No lo hagas —me suplica—, se pensará lo que no es.
Comprimo una sonrisa ofensiva de incredulidad y mi dedo lo señala a él y después a mí y después otra vez a él, interrogativamente.
—No me ha acusado así, de cara, pero...
Mi sonrisa se ensancha y se vuelve aún más ofensiva.
—¿Te sorprende? —me pregunta Álex con el ceño fruncido.
Está loca. Los dos están locos. Álex y yo. Por favor. Qué tontería.
—Tendrías que irte de esta casa —le digo, y esta vez sí me levanto.
—¿Quieres ayudar?
Me detengo a medio camino. Lo miro con desconfianza.
—¿Tú sabes cómo funciona ese teléfono? —me pregunta.
Es el viejo teléfono de mis bisabuelos. Está en esa pared desde siempre, un trasto color crema que destaca sobre el papel pintado y que sin embargo nadie mira. Es uno de esos fantasmas que insisten en aferrarse a esta casa.
—Creo que no funciona —dudo, y la mirada que le dedico a esa antigualla suma más segundos que todas las del pasado juntas.
—Sí funciona. Últimamente llaman de vez en cuando —responde, girándose en la silla para observarlo con preocupación—. ¿Tiene función de rellamada?
—Claro, está al lado de la tecla para las videollamadas.
Álex suspira agotado de mis bromas.
—No tengo ni idea de cómo funciona —le digo.
Tras darme las gracias e indicarme que eso es todo, me detiene.
—¿Qué quieres ahora? —me quejo, a medio camino de la puerta.
—¿Cuál es tu comida favorita?
Una sonrisa dubitativa aparece en mi boca. No sé qué trama.
—Tendrás alguna comida favorita, ¿no? —insiste.
—La pizza. La hamburguesa. El queso.
Lo observo con el ceño fruncido. No me fío de él.
—¿Te gusta la comida japonesa? —pregunta, animándose.
Mi cabeza asiente al tiempo que mis hombros suben, indecisos.
—¿Qué te parece si me haces una lista de comidas que te gustaría probar y yo te las preparo? —me propone, y la idea le gusta tanto que le devuelve el color al rostro—. Puedes buscarlas por Internet, no importa si son recetas difíciles.
Me contagia con su energía y esta vez mi sonrisa es sincera.
—¿Seguro? No vale echarse atrás —le advierto.
—Me gusta cocinar —afirma, decidido a sorprenderme.
***
No está. Ni en el cajón, ni sobre la silla, ni debajo de la cama. No está en el cesto de la ropa sucia ni tampoco en la lavadora. No está en el armario, no está entre las sábanas. No está detrás de la puerta. Ha desaparecido, y es lo único que falta. Todo está en su sitio, excepto la camiseta de mi padre.
Mis pies me llevan hasta el jardín, en busca de mi madre. La encuentro en la parte de atrás, cuidando las plantas mientras tararea.
—¿Dónde está? —exijo saber.
Me mira distraídamente antes de seguir con lo que está haciendo. Con unas diminutas tijeras de podar, recorta los tallos estropeados y los deja caer sin ninguna prisa en la bolsa de basura que tiene junto al recogedor.
—Mamá, ¿dónde está la camiseta?
Me mira, otra vez, y ahora sí, se quita perezosamente uno de los auriculares.
—¿Decías algo? —pregunta.
—La camiseta. ¿Dónde está?
—Estará para lavar —dice sin más, para acto seguido volver a centrarse en la maceta que tiene enfrente, doblando los tallos con interés.
—No está ahí, ni en ninguna parte. Mamá...
Hace como que no me escucha mientras responde que quizá no he buscado bien, que la he perdido o que me la dejé en casa de mis amigos.
—Mamá, ¿la has tirado? —repito.
Parece distraída por la conversación mental que mantiene con la planta.
—¿La has tirado? —grito, dando un paso hacia atrás.
—Estaba vieja —dice con la frialdad de un cubo de agua helada.
Parpadeo tratando de encajar el golpe y tras que mil emociones luchen por materializarse en mi rostro, la que gana es la sonrisa incrédula.
—No lo dices en serio —contesto con la voz rota.
—No entiendo que le tengas tanto cariño a algo de tu padre.
Si frunce el ceño no se debe a la discusión que estamos teniendo, sino a la atención que dedica a calibrar el corte de la tijera. Tras situar los brillantes filos alrededor de un pequeño tallo, los cierra con una precisión quirúrgica.
El pedazo de planta cae en la bolsa, convirtiéndose en basura.
—¡No tenías derecho a tirar mi camiseta!
—Laia, no me gustaba verte con ella, me recordaba a él.
—¡Todo es de él, mamá! ¡La casa es de él! —grito, abriendo los brazos.
Mira a su alrededor y me jode saber que no lo hace para recapacitar sobre lo que estoy diciendo, sino porque busca el auxilio de su novio.
—Lo siento, Laia. Era ropa vieja. La doné a la caridad —dice, al no verlo.
—Tú no lo entiendes, ¿verdad? No lo entiendes.
Con la bota empuja la porquería adentro del recogedor mientras se sacude la tierra del peto. Tras meditar lo que debería haber sido una disculpa, espeta:
—No tengo por qué darte explicaciones.
—¿Te vas a deshacer del resto de sus recuerdos? —la acuso.
No parece dispuesta a seguir con esta conversación. Con una indiferencia insultante, simplemente vuelve a ponerse el auricular en la oreja libre.
—¡¿Quieres deshacerte de la casa, también?! —exclamo.
Por mucho que pretenda ignorarme, no puede pasar por alto la forma en que me dirijo hacia la casa, como si tuviera la intención de prenderle fuego.
—Laia, ¿adónde vas? —me pregunta siguiéndome.
En la cocina abro un armario con tanta fuerza que casi lo arranco.
—¿Por qué no te deshaces de esto, también?
Me hago a un lado para que vea uno de sus regalos de boda, su favorito: la preciosa vajilla de porcelana francesa que da un aire sofisticado a sus fotos de repostería, un elemento indispensable de la imagen vintage que tanto cuida.
—Es distinto —dice con la voz ahogada—, es un recuerdo mío.
—Como el anillo de matrimonio, ¿no?
Oculta la mano en un puño, avergonzada.
—¿Por qué no te quitas el puto anillo, si tanto odias a papá?
—No puedo. No sale, lo sabes —se excusa, masajeándose el dedo.
—¿Que no sale? Tranquila, verás cómo sale —le prometo, abriendo uno a uno todos los cajones.
Todo, mi tono, mis gestos, mi rostro, transmite amenaza, así que no es de extrañar que ella parezca realmente asustada.
—Joder, ¿dónde está el aceite? —me obligo a decir, porque no soporto que me crea capaz de cortarle el dedo.
—Te estás comportando como tu padre. Para de una vez.
—¿Qué me estoy comportando como papá? ¿Pero tú recuerdas lo que te hacía papá? —exclamo con una risita desquiciada.
—Pues sí. Lo culpas de todo porque no quieres admitir que eres como él.
—¿Quieres que te recuerde lo que hacía papá? —Tomo la pieza más valiosa de sus amadas porcelanas y la sostengo en alto, decidida a estrellarla con todas mis fuerzas contra el suelo—. ¡¿Quieres que te recuerde lo que hacía?!
—Hazlo —me reta—, dame la razón.
La tetera estalla en mil pedazos.
—¡Papá te la habría lanzado a ti! —grito, y mi madre gimotea cubriéndose la cabeza con los brazos, encogida tras la isla.
—¡Estás loca, joder! ¡Estás loca!
La puerta se abre para dejar paso a casi dos metros de autoridad.
—¿Pero qué coño pasa aquí? —pregunta, haciéndose dueño del silencio.
Cuando me mira exigiéndome explicaciones, reconozco un sinfín de sentimientos en sus profundos ojos azules, desde la decepción al reproche.
—¿Qué ha pasado? —repite, y no tolerará que me quede callada.
—Mi madre...
No deja que termine, no le interesan mis excusas. Ha soltado las bolsas de la compra para aupar a su novia, que lloraba abrazándole las piernas.
—Ha tirado mi camiseta —me explico de todos modos mientras lucho por no llorar—, y me ha acusado de ser como mi padre cuando es ella la que...
—Laia, basta —me corta—, ya hablaremos de esto.
Mi madre se marcha a su habitación con la cara roja de lágrimas, y ver lo que le he hecho es lo que provoca que a mí se me escapen las mías. Tiemblo viniéndome abajo y me cubro el rostro con las manos porque no quiero que Álex me vea llorando y que me diga que no tengo derecho a llorar.
—Lo siento —hipo.
Me limpio los ojos con el dorso de la mano y me los vuelvo a limpiar y babeo mientras me agacho a recoger los pedazos de porcelana y trato de juntarlos porque una parte de mí es tan estúpida que todavía cree que tiene arreglo.
—Laia, déjalo, puedes cortarte —me detiene Álex, agarrándome la muñeca.
—Perdón, perdón...
Pese a toda la decepción que debe sentir por mí, también me aúpa.
—Ve a tu cuarto, ya lo recojo yo —me dice, y me acaricia el cabello cariñosamente mientras me marcho deshecha de pena.
¡Gracias por leer! ¡Escenas inéditas! ¡Si os está gustando la novela me ayudaríais muchísimo con vuestros votos y comentarios y sobre todo no olvidéis recomendarla! <3
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