Capítulo 2: Pasos de fantasma
Capítulo 2
Hace mucho que aprendí a moverme como un fantasma por mi casa.
Voy en calcetines para no hacer ruido y sé qué escalones crujen. De este modo evito a mi madre y a su novio —este fin de semana Álex, el mes que viene quizá otro— cuando salgo de mi cuarto, lo que no ocurre a menudo.
Hoy casi consigo terminar el día sin verlos una sola vez. Casi.
—Vamos Laia, baja a cenar con nosotros —me pide mi madre frente a la puerta de mi cuarto. Por la cara que pone sospecho que no es idea suya.
—¿En serio?
—Por favor —insiste con un gesto urgente.
—¿Vas a hacerme pasar por esto?
Recuesta la cabeza contra el marco de la puerta, agotada.
—¿Por qué tienes que hacer las cosas tan difíciles? —se queja.
Hay muchos motivos. Pero ella no quiere oírlos, ya los sabe.
—Colabora un poco —dice ante mi silencio.
—Vale.
—Ayúdame a que esto salga bien. Por favor.
—Que vale —contesto, impaciente.
—Vale. —Inhala y exhala—. Cenamos en quince minutos.
Parece que hemos acabado. Se aparta un poco del quicio de la puerta, pero sus dedos siguen ahí, impidiéndome cerrar.
—Ponte otra cosa —murmura, viendo que estoy con una camiseta de pijama que transparenta más de lo que ella considera apropiado cuando trae a un hombre a casa—, y compórtate, te lo suplico.
Básicamente me está pidiendo que no la deje en evidencia, lo que me parece una ofensa y una ironía; es ella misma la que se ridiculiza.
***
Tengo lo que probablemente es la cena más incómoda que jamás pueda sufrir nadie, y sí, admito que la culpa es en gran parte mía.
—Todo es genial, mamá —le prometo, cansada de que me pregunte sobre cómo me va el curso—. Las fiestas son una locura, las drogas son baratas y las habitaciones son mixtas, ¿qué más puedo pedir?
Mi madre contiene su enfado para no quedar mal frente a su novio, quien no termina de saber si estoy de broma. Probablemente esperaba una cena normal. Quiere dar buena impresión, se ha recortado la barba y se ha peinado. Tiene el cabello ondulado un poco largo sobre las orejas y la barba le hace un remolino en la esquina de la mandíbula que me recuerda a la noche estrellada de Van Gogh. Casi parece un buen hombre, su mirada es muy suave para unos ojos azules.
—¿Por qué curso vas? —me pregunta.
—Estoy en primero.
Me mira como si tratara de recalcular mi edad.
—Voy a la universidad —aclaro.
Sorpresa, no sabe ni eso, mi madre no le ha hablado de mí. Puede que ni siquiera supiera que tenía una hija.
—Perdón, no creí que...
—Tranquilo, no es tu culpa —lo interrumpo muy seria—, me mantiene en secreto, hasta hace poco no me dejaba salir del desván.
—Está de broma —aclara ella en seguida.
Él sonríe tímidamente, intimidado. Es obvio que mi madre no le ha hablado de mí, de lo contrario le habría avisado de que a veces soy un enorme grano en el culo.
—¿Qué estudias? —me pregunta para salir del paso.
—Por lo general a ella le echan unos 28 —continuo, sin dejar que cambie de tema—, así que entiendo que cueste creer que tenga una hija de mi edad.
En esta ocasión mira a mi madre tratando de calcular cuántos años tenía cuando me tuvo.
—Con dieciséis estaba embarazada —le ayudo con malicia.
—Dicen que parecemos hermanas —se pavonea ella, inmune a mis ataques.
—No me extraña, es guapísima, sois clavaditas.
Cuando dice eso no sé a cuál de las dos pretende halagar, nos mira a ambas.
—¿Qué decías que estudias? —vuelve a preguntar Álex.
—Sociología.
Lo he dicho como si me arrancara una banda de cera. Cuanto antes acabemos con el sufrimiento, mejor. Pero después del tirón sigue doliendo. El muy imbécil me mira con una sonrisita de desconfianza, se le veía más inclinado a creerse lo del desván que esto.
—Va en serio —le digo, mirándolo tan seria que le cambia la cara.
—Sí, va en serio —confirma mi madre, decepcionada.
Álex asiente y trata de quitarle hierro, logrando que la situación sea todavía más incómoda. En cuanto se calla se forma un silencio horrible. Casi puedo ir sus pensamientos, hacen que sienta que he desperdiciado un año. No me parece justo, elegí esta carrera por culpa de mi madre.
—En realidad quería estudiar Bellas Artes.
—¿Por qué no lo hiciste? —responde Álex.
Noto que ella me advierte con la mirada de que por el bien de todos es mejor que no se lo diga, y puede que en otras circustancias le hubiera concedido ese último deseo.
—Mi madre no me dejó.
—No te lo prohibí —salta ella.
—Bueno, me desanimaste. Estabas todo el día dando por saco con que el material era muy caro, que no me serviría para nada, que acabaría trabajando en un McDonald's.
—¿Es que es mentira?
—Mamá, acabaré trabajando en un McDonald's igualmente.
—Eso te pasa por no estudiar más cuando debías hacerlo —me dice, y mira a su novio para aclarárselo—. Laia tenía una nota de corte tan baja que no podía optar a la mayoría de carreras.
Puedo exponerla un poco más. Mi desempeño académico era aceptable hasta segundo de bachillerato, cuando, a raíz de la orden de alejamiento que puse contra mi padre, ella cayó en una depresión severa que alternaba llantos desconsolados con episodios catatónicos. Era tan disfuncional que tuve que encargarme de todo en casa, desde preparar la comida hasta hacer la colada, todo ello mientras cuidaba del vampiro emocional en el que se había convertido mi madre. En esas circunstancias, ya era un milagro que no abandonara el instituto.
—Estoy llena. Gracias por alimentarme —digo, dejando los cubiertos en el plato—, ¿puedo volver al desván?
Mi madre suspira, harta de mis bromas.
—¿Subirás a encadenarme ahora o más tarde? —le pregunto.
—Primero terminaré de cenar.
***
Una vez en mi cuarto, pienso en escribirle a alguien, pero mis amigos, o mejor dicho mis compañeros, también están de exámenes, como atestiguan las docenas de mensajes sin leer en los grupos de cada asignatura.
Reviso las conversaciones hasta saturarme de información. Hablan de las recuperaciones y de conceptos que a mí no me suena haberlos dado en clase, y me da vergüenza quedar como una ignorante preguntando algo que quizá es una tontería, así que decido estudiar sin recurrir a nadie.
Dejo el móvil en la otra punta de la mesa, pero no para de vibrar y tengo la cabeza llena de las preguntas que no hice durante la cena:
¿Cómo os conocisteis? Por Internet (casi seguro).
¿Cuántos días se quedará? Hasta que rompamos (muy probable).
Vuelvo a coger el móvil para revisar las redes sociales. En mi Instagram secreto tengo más notificaciones que en los chats de la Universidad. Capta mi atención una chica —creo que es una chica por su imagen de perfil— que ha estado cotilleando mis fotos antiguas. Ha comentado en algunas de mis favoritas, las más sugerentes. De vez en cuando las miro, siempre vuelvo a ellas, quizá porque son las que más interacciones tienen.
Una en la que solo se me ven las bragas y las piernas. 357 likes.
Una con una camiseta que me marca los pezones. 402 likes.
Con los pies en primer plano, sentada con una falda escolar. 308 likes.
Inclinada hacia adelante, poniéndome un mechón tras la oreja. 290 likes
Una con diadema de orejitas de gato, en sostén. 524 likes
Otra con las mismas orejitas, marcando costillas. 509 likes.
Otra más, lamiéndome el dorso de la mano. 420 likes
Con un top corto que muestra la curva inferior de mis pechos. 463 likes.
Verme en esas fotografías es extraño. Cuesta reconocerme a pesar de que apenas he cambiado. Parece otra chica, una con mucho ego y poca autoestima. Hace que sienta vergüenza y orgullo al mismo tiempo.
Respondo comentarios en la cama. No sé cómo decidirme, no tengo un criterio fijo. Ignoro algunos súper positivos y respondo otros desagradables. Elimino la mayoría de chats privados. Unos pocos los contesto, y otros cuantos los dejo para el futuro. Bloqueo a varios usuarios. Reviso el perfil de los desconocidos que me visitan, casi todos privados o vacíos. Copio lo que me dicen y lo pego en un traductor online, por curiosidad. Paso horas así, a merced de las notificaciones y el insomnio. Hacia las tres de la madrugada decido que no dormiré, que no voy ni a intentarlo. La mayoría de mis noches son como esta, o eso creía: detengo mis dedos sobre la pantalla del móvil, acabo de captar un ruido raro en la habitación de mis padres.
—Cállate, puta —oigo que dice Álex.
Contengo la respiración, intento escuchar qué está pasando.
—Zorra.
Una bofetada. Puedo oírla perfectamente. Trago saliva sin saber qué hacer, muerta de miedo. Deseo ser lo bastante valiente para irrumpir en su habitación y partirle el cráneo con lo primero que encuentre a mano, como debí hacer con mi padre. Pero no lo soy, no me atrevo ni a salir de mi cama.
Otra bofetada seguida por el gimoteo adolorido de ella. Imagino a alguien del tamaño de mi madre entre las manazas de Álex. Puede destrozarla, y aun así no me levanto, no me muevo en absoluto. Sigo paralizada. El latido de mi corazón me llena los oídos, no me permite escuchar lo que ocurre.
Voy a dejar que la mate, me recrimino.
Se me escapa una lágrima. Eso es todo lo que puedo hacer, llorar en silencio en la almohada, con las lágrimas corriéndome por las sienes.
—Sí, soy tu puta —oigo que responde ella, entre jadeos.
La cama chirriando, los gemidos suaves, entrecortados.
No son bofetadas, sino azotes.
—Fóllame... —suplica ella con una voz grave, casi animal.
—Vas a despertar a tu hija —gruñe él, y debe darle más duro, o quizá eso a ella la excita, porque hace que gima más alto, sin contenerse.
Se la está follando, me digo, conmocionada. Se la está follando.
—Qué zorra —murmuro con una sonrisa nerviosa.
Pero qué zorra egoísta, ella gimiendo y yo creyendo que su novio la iba a matar. Oigo el cabecero de la cama golpeando rítmicamente su pared. La respiración costosa de él, los gemidos agitados de ella, la clase de gemidos que nadie querría escuchar proviniendo de su madre. Basta. Cubro mis orejas con los dos extremos de la almohada.
—Para, para, para —le ordena ella, sin aliento.
Se detienen para recolocarse. Incluso con los oídos tapados escucho el colchón quejándose bajo el colosal cuerpo de ese hombre.
—Te quiero —jadea Álex, entre los silencios—. Te quiero.
Imagino que está sobre ella, comiéndosela a besos.
—Te quiero —insiste.
Capto lo que me parece una risita seguida de un silencio incómodamente largo. No se lo dice de vuelta, o lo hace tan flojito que no la oigo.
—¿Cambiamos de posición? —dice en su lugar, juguetona.
Joder, eso sí que no lo esperaba. Qué fuerte. Quéfuertequéfuerte. Tapo mi boca para contener una carcajada histérica. Hago tal esfuerzo que noto la piel tirante por las lágrimas secas. Pero es imposible, no puedo, me ha entrado la risa tonta. Tengo los ojos llorosos, me duelen las mejillas de lo mucho que me está costando tragármela... y se me escapa una pedorreta entre los labios apretados. Mierda. Mierdamierda...
Exploto con una risotada.
Por fuerza han tenido que oírme. En su habitación no se oye ni un alma, acabo de joderles el polvo y lo peor es que se pensarán que me estoy riendo de ellos. Con la almohada me aprieto la cara, lo que no sirve para mucho, me ha entrado la risa histérica. Para. Para, Laia, me digo, sin poder parar, medio convulsionando. Tomo enormes bocanadas de aire mientras suelto ayayays ahogados, pataleo como si me hicieran cosquillas y me rio más alto.
Poco a poco me impongo una pizca de autocontrol, o eso creo, porque aún siento los ojos llorosos y los pómulos electrizados.
—Vale, ya está —me digo, con los labios curvándoseme hacia arriba.
Inspiro mientras me tiembla el pecho. Para, me repito, y vuelvo a reír con la nariz hundida en el colchón, empapado de lágrimas. Rio porque me siento ridícula. Pienso en la cara que se les debe haber quedado, en el corte que mi madre le ha hecho a Álex, en que creía que la estaba maltratando.
Rio porque, al fin y al cabo, solo se la estaba follando.
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