Capítulo 11: Capaz de cualquier cosa

Capítulo 11

Da marcha atrás violentamente y se mete en el carril correcto.

—Venga, ya está —intenta tranquilizarme—, no llores.

Hasta este momento parecía distinto al Guillem de mis recuerdos, quizá porque tiene el cabello mucho más largo y su mirada ha perdido la intensidad de cuando estábamos enamorados, pero sigue siendo el mismo bocazas, no sabe cuándo callarse. Después de tantos años debería conocerme lo suficiente como para saber que siempre lloro cuando me pide que no lo haga.

Como si hubiera presionado un botón, empiezan a caerme las lágrimas.

—Joder, Laia, dime qué ha pasado —gruñe.

Parece nervioso, y puede ser impredecible cuando lo está. Me preocupa que pueda hacer una locura como meterse con la furgoneta en las pistas de monopatín para asustar a alguien. Se me escapa una risita, y siento el sabor salado en mis labios, en mi boca entreabierta. Tengo hipo, tiemblo por todo lo que todavía me estoy guardando. Presiono las palmas de las manos contra mis cuencas oculares. Guillem sigue mirándome, inquisitivo.

—No vas a contármelo, ¿no?

Resopla enfadado, sin saber cómo lidiar conmigo, y por fin se pone en marcha, alejándonos de la fiesta. Su furgoneta apesta a perro mojado, como de costumbre. Odio este olor, y sin embargo me calma porque es como volver a un lugar en el que siempre me he sentido segura.

Mi móvil vibra otra vez, la cuarta desde que me he subido a la furgoneta. Lo aprieto entre mis manos y mis muslos. Guillem me mira, lo ha oído y mi actitud debe de parecerle lo bastante sospechosa como para preguntar:

—¿Quién te escribe?

—Nadie —mascullo.

Borro la conversación en cuanto me aparta la mirada. Recojo la mochila del suelo y me la pongo en el regazo, escudándome tras ella.

—Deberías haberlo guardado como prueba —dice, aparentemente distraído.

—¿Cómo?

—Eran tus fotos, ¿no? —Ladea la cabeza para hacer crujir el cuello—. Podrías denunciarlo por distribución de pornografía infantil.

Trago saliva. Después de unos segundos de silencio en los que solo se oye el motor de la furgoneta y el grillar de la noche, saco de nuevo el tema que puso fin a nuestra relación:

—Tú hiciste lo mismo.

—Te he dicho mil veces que no fui yo. —Suspira, cansado del tema, pero no lo suficiente molesto como para hacerme pensar que le he acusado injustamente—. Te pido por favor que me creas de una vez. De verdad que no sé qué pasó, ¿vale? Joder, no sé si me cogieron el móvil o lo dejé prestado, no lo sé. Bebí mucho, ¿vale? Lo siento, joder. Te he dicho mil veces que lo siento.

Se gira hacia mí y con un gesto le indico que se centre en la carretera. Con Guillem siempre es igual, todo lo justifica con alcohol y lo soluciona con disculpas. También intentó arreglarlo así cuando me quitó la virginidad en una mansión abandonada, después de emborracharnos. Otro error del que no se acordaba. Guillem debería saber mejor que nadie que hay cosas que ni tienen justificación ni se pueden solucionar de ninguna forma.

Pocos minutos más tarde aparca junto al muro de setos que rodea mi jardín. Conserva la costumbre de no hacerlo frente a la verja de entrada. A Guillem nunca le gustó que mi padre nos viera juntos, sobre todo así, trayéndome a casa con los ojos hinchados y el maquillaje corrido después de una fiesta.

Sus precauciones no son necesarias, obviamente, pero tiene sus miedos tan interiorizados como yo los míos.

—¿Qué pasa? —pregunta, al ver que sigo sentada a su lado.

—Se ha echado otro novio.

—¿Otro Raúl? —Frunce el ceño.

—Aún no lo sé.

Guillem espera unos segundos a que le aclare la situación. A mí no me apetece hablar, siento que acabaré llorando otra vez si lo hago.

—¿A este también lo ha metido en casa? —me interroga, impaciente ante mi silencio, mientras se inclina hacia la ventanilla para estudiar la fachada.

—Solo hasta que termine la mudanza.

Necesito saber si a él le parece tan inverosímil como a mí.

—¿Cuántos días?

—No me lo han dicho.

Guillem deja caer la espalda contra el asiento y cierra los puños a cada lado del volante. Me preocupa que lo golpee haciendo sonar el claxon, no quiero que nadie me vea en su furgoneta.

—Todo está bien —le digo para que se calme.

Inspira profundamente mientras asiente con la cabeza. Parece un maniático, la mueve al ritmo de una canción que solo escucha él.

—Avísame si se pasa de la raya.

Pretendo que mi risita incrédula suene lo más ofensiva posible. Guillem no tendría ninguna oportunidad.

—¿Me ayudarás como con mi padre? —digo con la vista al frente.

—Con él no necesitabas ayuda.

Con la estupidez que acaba de soltar consigue que lo mire. Guillem está de lado en su asiento, me observa intensamente con una mano en el volante y esa media sonrisa que pone cuando cree que me está halagando.

—Sabes que me ayudaron mis abuelos, ¿no?

—¿Cómo puedo ayudarte ahora? —me pregunta en un susurro.

Por cómo lo dice, suena a que esta vez es capaz de cualquier cosa. La piel tensa de su flaco brazo se ve más pálida de noche. Observo cómo se le marcan los músculos de galgo, pequeños y fibrosos. Guillem se inclina tanto hacia mí que puedo verle las clavículas.

Está tan cerca que puedo besarlo.

—Dime qué quieres que haga y lo haré —me promete.

Todo parece posible cuando te lo dicen como lo hace él. Guillem está dispuesto a todo. Si ahora sacara una pistola de la guantera, no me sorprendería.

—¿Por qué no me ayudaste entonces? —le recrimino.

—Perdón —dice, con su boca respirando cerca de la mía.

Con un experimentado movimiento reduce los escasos centímetros que nos separan y me descubro separando los labios, devolviéndole el beso. Introduce la punta de la lengua mientras la mía sale a recibirla. Le muerdo, me muerde, nos mordemos hasta hacernos daño. Hasta que nuestras respiraciones son jadeos, gemidos. Hasta que dejo de ser Laia, hasta que no queda más que bocas húmedas, cinturones desabrochados y piernas abiertas. Tengo su cabello largo en un puño. Su mano está entre mis muslos, frotándome por encima de las bragas.

—Qué suave eres —masculla, con su aliento contra mi cuello.

Ha apartado las braguitas de encaje y me toca, me toca, me toca, me penetra. Ha sido con dos dedos, han resbalado adentro. Gimo con suavidad al sentirme tan llena. Hago latir mi interior. Los saca. Los mete. Los saca y los mete, los pasa por mis labios de arriba abajo, de afuera adentro y de adentro afuera.

Estoy tan mojada que noto una gota deslizándose hasta el asiento. Guillem me muestra el hilo brillante que hay entre sus dedos. Parece la hebra húmeda de una tela de araña. Tengo la vista borrosa y me siento febril, vacía, hecha de agua hirviendo. Su rostro se ve desenfocado detrás de ese hilo, él no tiene importancia, solo existe mi cuerpo, mi placer y mi necesidad de acabar.

—Te prometo que esta vez será distinto —me dice con una risa ansiosa y la respiración acelerada, mientras brega a patadas con los pantalones.

Cuando por fin se los quita veo que no está completamente duro, y no sé si es por eso, por lo que ha dicho o porque estamos en una furgoneta apestosa en mitad de la calle, a la vista de cualquiera, pero no quiero seguir.

—Para —le pido, poniéndome el vestido en su sitio.

—¿Qué pasa?

—Nada, que no quiero hacer nada más.

—Pero mira cómo estoy —se queja, masturbándose sin hacerla crecer.

—Guillem, no haré nada aquí.

—Podemos ir a mi casa.

—Contigo no iré a ninguna parte, entérate —le espeto.

Parpadea volviendo en sí, agita la cabeza y ahoga una risita haciendo sisear el aire entre los dientes. Se recoloca la melena detrás de las orejas y me mira con lástima. Su sonrisa forzada, con la que quiere aparentar indiferencia, me parece frágil como la de una chica.

—¿Entonces por qué me besas?

—No lo sé —admito, mirando a la oscura calle.

—¿Qué quieres de mí? —me reclama.

Me encojo de hombros mordiéndome las uñas.

—Laia, dime qué quieres porque no lo sé.

—Me quiero ir.

—Puedes bajarte cuando quieras —me recuerda, tan seco como puede.

Guillem está despechado y confuso, no me reconoce pese a que sigo siendo la misma.

—Gracias por traerme —digo, abriendo la puerta.

—Luego no me busques para que te ayude —me advierte.

Bajo sin pensármelo dos veces. He aprendido la lección, he de alejarme de un hombre cuando siento que debo hacerlo. Guillem no deja que me vaya sin más, conduce varios metros a mi lado, intimidante. Hago como que no me importa. Mantengo la mirada al frente y la cabeza alta, tan digna como una pueda aparentar con las bragas húmedas después de llorar frente a-discutir con-dejarse tocar por su ex. Conozco a Guillem y sé que no hará ninguna tontería. Sé que no hará nada, me repito. Lo conozco. Lo conozco y no hará nada.

Frena a una distancia prudente. Cruzo el jardín sin escuchar que arranque. Las noches de este pueblo son tan silenciosas que no se oye nada más que el estridente canto de los grillos.

Introduzco las llaves en la cerradura. Respiro hondo. Solo quiero meterme en la cama y llorar y frotarme hasta desahogarme, pero me asusta entrar en casa, tengo miedo de encontrármelos, no quiero que me pregunten ni tener que dar explicaciones. Inspiro, y el pecho me tiembla cuando suelto el aire. Aprieto los párpados. Tengo las pestañas mojadas. Me escuecen los ojos.

Por Dios, rezo, POR DIOS, que no estén en el salón.

Giro las llaves. Cruzo el recibidor en silencio. Oigo el televisor encendido en el salón. Su luz azulada se proyecta en la pared del pasillo haciendo ondas como en una pecera. Obligo a mis pies a seguir adelante. Contengo la respiración mientras acompaño la puerta del pasillo para cerrarla muy suavemente a mis espaldas. No están en el salón. Apago el televisor, y la oscuridad del salón sumada al silencio de la casa me hace sentir vacía, sola, extraña.

Me deslizo escaleras arriba como un fantasma captado en una cámara de videovigilancia. Parece que floto, los escalones son de humo bajo mis pies. Incluso a ciegas sé dónde y cómo pisar. Le debo esta práctica a mi padre, al miedo de que cargara contra mí cuando no podía hacerlo contra mi madre.

Una vez en mi habitación entorno la puerta, pues araña en el suelo si la cierro del todo. Me quito las botas militares y el vestido. En cuanto mis ojos terminan de adaptarse a las sombras, me encuentro con el reflejo de una chica demasiado delgada en el espejo del armario. Casi no he cambiado desde cuando se filtraron mis fotos —misma ausencia de curvas, mismos pechos pequeños—, por lo que me veo encerrada en un cuerpo que ya no siento como mío.

Con una determinación que apenas reconozco, enciendo la antigua lámpara de la mesita, tomo mi móvil y me saco una ráfaga de fotos, de las cuales me quedo con una. El móvil me tapa la cara y con mi brazo libre me aplasto los pechos, dándoles volumen al tiempo que cubro poco más que mis pezones.

Excepto por las semitransparentes bragas de encaje, estoy desnuda.

Selecciono la foto y la subo sin filtros. Los dedos se me mueven solos sobre el teclado táctil: "Durante muchos años me han acosado, durante muchos años me han atacado, maltratado y ninguneado, durante muchos años me han hecho sentir que no valía nada, ¿y por qué? Por lo mismo que estáis viendo. Por MI cuerpo. Compartieron MIS fotos, MIS vídeos y MIS audios, traficaron conmigo, me despojaron de intimidad y me convirtieron en un objeto. Pero yo no soy un objeto, soy una PERSONA y HE SOBREVIVIDO. He cambiado y me amo y he aprendido a amar mi desnudez y mi cuerpo. Que os jodan, soy hermosa."

Publicar. Mientras carga, me salta una notificación de chat que tapa mi imagen actual con otra de hace años. Como si de una cruel broma del destino se tratara, me encuentro cara a cara con la Laia fea de los granos y la ortodoncia, un primer plano de mí, de ella, mientras acomoda la cámara en el estante. Reconozco esa sonrisilla nerviosa de anticipación, la muy idiota va a cumplir punto por punto con todo lo que se le ha pedido, y encima está feliz de hacerlo.

Borro el vídeo sin reproducirlo. Borro el chat y bloqueo el número.

Controlo el impulso de lanzar el móvil contra el espejo. Le aguanto la mirada a la chica que está frente a mí hasta agotar el odio que me tengo. Bufo, incapaz de llorar, y me meto en la cama solo con las bragas. Otra noche sin dormir. Es imposible que lo haga con esta burbuja de bilis creciéndome en el hueco entre las clavículas. Trago, pero no pasa de mi garganta. Toso, pero no se mueve de mis pulmones. Es un nudo, una bola de carne. Pesa, me asfixia en la cama.

Me pregunto qué pasaría si me muero mientras duermo, sin dolor y sin darme cuenta, si a alguien le importaría, y decido que probablemente no; no demasiado, al menos. Para algunos sería un desahogo, incluso. Soy prescindible, irrelevante, una mota de mierda en el universo.

Cojo el móvil de la mesita para hacerme más fotos cuando una nota de voz de Guillem me detiene.

"Oye, perdóname, ¿vale? No sé qué he hecho mal, pero lo siento. O sea, no me malinterpretes, seguro que la he cagado, pero dime en qué. —Habla tan bajo que apenas se le oye con el motor moribundo de la furgoneta—. Joder, no sé qué más decirte. En fin... si necesitas cualquier cosa escríbeme, ¿vale?"

Puto Guillem, es un tullido emocional que me necesita como muleta. Sostengo el móvil con unas manos tan temblorosas que no atinan a escribir un mensaje. En el fondo sé que no debo responderle. Debería bloquear su número de una vez por todas. Si no lo hago debe de ser por lo mismo que no pude cuando rompimos, y por lo mismo que Guillem me ha mandado este audio: porque vivimos de la esperanza de que algún día cambiarán las cosas entre nosotros.

Solo cierro su chat. Al poco, cierro también los ojos.

Ojalá me hubiera muerto. La muerte sería mejor que esto. Alguien ha enviado mis vídeos más explícitos en el grupo de chat que comparto con Dani y Gina. Aún no han respondido, puede que no los hayan visto. O que no sepan qué decir. O que no quieran decir nada. Deslizo el chat hacia arriba, nunca acaba. Además de mis vídeos, están las fotos y los audios. También han subido las capturas de mis conversaciones con Guillem, de las intimidades que le confiaba. Joder, está todo, megas y megas de pornografía. Me veo expuesta como sobre una cama metálica, abierta por todas partes. Las costillas como las portezuelas de un armario, los pulmones por fuera. Una operación a corazón abierto en la que solo me examinan los orificios. Laia es una rana diseccionada, está muerta y da tanto asco que despierta risas entre los otros niños.

Más que despertar, doy un bote en la cama. Le pego un zarpazo al móvil y reviso el grupo de chat y las redes y los privados y todo lo que sea susceptible de ser revisado. Nada de nada, gracias a dios. Suelto un suspiro que cualquiera diría que se me ha escapado el alma por la boca y acto seguido me dejo caer como un cadáver sobre la almohada empapada. Por las contraventanas entra un cegador tajo de luz, debe de ser casi mediodía. Hay movimiento en casa. Los escucho hablando animados, como si grabaran uno de sus estúpidos tutoriales de cocina.

Se ríen, ajenos a mí. Tapo mis oídos, no me parece justo que mi madre sea feliz siendo en gran parte culpable de mi infelicidad. Estoy llorando y no sé ni en qué momento he empezado a hacerlo. Con una creciente rabia que no va dirigida a nadie en concreto, agarro mi móvil y pongo música para aislarme del mundo. Pero su mundo viene a chocar directo al mío. No puedo ignorar los pasos en el pasillo, o que llaman a mi puerta.

Álex, cómo no.

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