Represalia (II/III)
II
Soriana
Semejante a una cascada, la luz entraba a través de los altos ventanales abiertos en el balcón y junto con ella se colaba la fría brisa otoñal impregnada del aroma de las flores del jardín. Me hallaba en mi antigua habitación del palacio Flotante, pero los muebles eran diferentes, al igual que los colores de las cortinas y los tapices. A mi alrededor predominaban el blanco y el dorado que, combinados con la luz del día, hacían resplandecer la habitación como si el sol brillara allí adentro.
Sobre la mesa de madera clara frente a la cual me hallaba sentada, había un libro que yo leía. Lo conocía, tenía tiempo estudiando sus estrofas, algunas parecían estar cifradas, sin embargo, aquello no era un problema para mí, conocía a la perfección el idioma en el que estaba escrito porque era el que yo hablaba.
«La sangre hace fluir el savje, al igual que la sabia da vida a los árboles, porque todos venimos del Björkan y en la sangre está el poder. Es la sangre que se derrama, la que se ofrece con humildad y con la mente clara y despejada, libre del temor y de la arrogancia, es en la sangre donde yace la esencia de Erin.
Los celos y la arrogancia de Olhoinna hizo que su preciosa sangre se derramara cuando dividió a Erin en dos mitades opuestas, y al mismo tiempo complementarias».
Pasé la página y leí varios hechizos que usaban palabras en lugar de símbolos en lísico. Los ojos me ardían, no podía recordar desde cuándo, pero tenía la sensación de haber estado leyendo durante mucho tiempo.
Me levanté de la mesa y caminé hasta el balcón. Afuera, el jardín lucía diferente: mucho más prolijo, hermoso y cuidado. Varias personas andaban por los senderos de piedra, personas que tenían el pelo blanco y cuya piel era oscura como la mía.
Fue en ese momento que me percaté de que todo lo que me rodeaba era extraño y, sin embargo, al mismo tiempo, familiar, como el libro y el lenguaje en el que estaba escrito, o el sabor del vino, que no era de pera al cual estaba acostumbrada, sino de uvas.
Caminé hasta el gran espejo de bronce en uno de los rincones del aposento y me observé: Mis ropas eran de un tejido fluido y suave, discretamente brillante; el cuello de la túnica, alto y cerrado, con hilos de plata en los orillos; un listón grueso de seda negra ceñía mi cintura. Miré mi rostro: los ojos tan claros como el agua; el cabello blanco como plumas de cisne; pero mi nariz no era mi nariz, ni mis labios los de siempre; ese mentón cuadrado y masculino no era el mío; pero al mismo tiempo sí lo era. Yo era el príncipe Alberic, heredero del trono de Augsvert y también era Soriana.
—Soriana —murmuró Alberic frente a la superficie pulida, reconociéndome en el reflejo.
Cerré los ojos y un sin fin de imágenes bailaron ante mí, toda la vida y la que en ese momento del pasado estaba por vivir el príncipe alferi. Cuando los abrí de nuevo volvía a estar en la oscura sala secreta de la biblioteca, junto a Aren.
—¡¿Soriana?! ¿Estás bien?
El rostro de Aren estaba sobre el mío a poca distancia. Me di cuenta de que yacía tendida en el polvoriento piso de piedra, en mi mano tenía el medallón oxidado que antes llevaba la estatua.
—Sí —respondí tratando de colocar mis ideas en orden.
—Estabas diciendo cosas, palabras en una lengua extraña, no estoy muy seguro, pero parecía lísico antiguo. Decías algo del savje y de la sangre.
Él me ayudó a ponerme de pie, encendí una pequeña luminaria y con ella examiné el medallón. El metal del cual estaba hecho parecía plata, pero una capa verdosa la cubría, tenía diminutas piedras de lapislázuli y ópalos de fuego incrustadas, similares a las que estaban en la empuñadura de Assa aldregui. En el centro había un nombre: Erin. Ese era su medallón, por lo tanto, delante de nosotros teníamos su estatua y la espada que ahora colgaba en mi cinto era la suya, la espada del antiguo dios.
Entre las muchas memorias que vislumbré cuando estuve en el cuerpo de Alberic lo vi a él descendiendo a toda prisa a la biblioteca y escondiendo el libro, la espada y el medallón cuando los humanos se hicieron del control de Augsvert y él se ofreció a quedarse para enseñarles magia a cambio de que dejaran vivir a los niños de su pueblo. Alberic había protegido los secretos del dios escindido tal como era su deber, y tal parecía que era el mío ahora.
—Vamos —le dije a Aren todavía un poco aturdida—, no hay nada más aquí.
—¿Sí es como pensabas? ¿Es el dios Erin?
—Eso dice este medallón que estaba en su cuello.
— Y tú, ¿eres Alberic?
Miré a los ojos a Aren y por un instante dudé qué contestarle por qué no sabía la respuesta. ¿Era Alberic? No me sentía como él, nunca me había sentido alguien diferente, sin embargo, en esa visión era como si yo fuera al mismo tiempo dos personas: me sentía cómoda siendo Alberic, pero sabía que era Soriana.
—Yo soy Soriana —dije un poco confundida, sin saber explicar muy bien como sentía—, pero de alguna forma algo de Alberic, sus memorias, ahora están aquí, en mi cabeza.
Y era cierto, me daba cuenta de que en ese instante tenía recuerdos que no me pertenecían.
Aren me miró fijamente, tal vez decidía si creerme o no, en su lugar yo hubiera estado igual. De pronto él tomó mi mano, besó el dorso y luego se lo llevó a la frente como señal de devoción.
—Da igual quien seas, sigues siendo mi reina.
Conmovida, le sonreí de vuelta, a pesar de la locura que estaba viviendo, era maravilloso compartirla con Aren y sentir que pese a todo él me apoyaba.
—Salgamos de aquí antes de que amanezca —dijo.
Aren me ayudó a trepar la resbaladilla y luego de lo que tarda en consumirse una brizna de paja en el fuego, nos hallábamos en el pasillo de la biblioteca que conectaba la sala violeta con la blanca. Recorrimos las galerías a toda prisa, apurándonos en regresar a mis aposentos.
Una vez en mi habitación, dejé el medallón, el libro y la espada en la pequeña mesa y miré a Aren, tenía algo que pedirle.
—Imagino que cuando amanezca, Englina revelará a todos que he regresado a Augsvert, el Heirm pedirá verme.
—Englina me prometió que hablará primero con ellos, ahora mismo lo más importante es hacer frente al hechicero oscuro y a los alferis.
Asentí nada convencida.
—Ya. Aren, quiero pedirte algo —dije mirando sus ojos intensamente verdes como las hojas en primavera cubiertas de rocío—. No quiero que Keysa corra peligro, si algo me sucede, júrame que cuidarás de ella.
De inmediato, Aren torció el gesto.
—Es la segunda o tercera vez que me haces prometer algo así. No dejaré que nada malo te pase Soriana, ni a ti, ni a Keysa. No confías en Englina, ¿verdad?
—Si yo fuera ella no confiaría en mí. Surt teja su hilo y ojalá este no disponga que ella y yo debamos enfrentarnos, pero si así tuviera que suceder, no quisiera que Keysa se viera involucrada.
Aren exhaló, se acercó a mí, me abrazó y luego depositó un beso en mi sien.
—Voy a cuidarlas, no tienes nada que temer. Voy a protegerte, Soriana, así deba enfrentarme a Engliina.
La tierna y apasionada declaración me hizo suspirar, era hermoso saberme amada por él. Y aunque me sentí tentada a creer que realmente nada malo me pasaría, la realidad tarde o temprano se impondría. Tendría que rendir cuentas, en algún momento sería juzgada por mis actos.
Dormimos un rato más hasta que por la mañana, Aren se marchó con los primeros rayos. Cuando estuve sola me dispuse a meditar sobre todo lo que había vivido en los últimos días. Alberic, o una parte de su alma, yacía en mi interior. ¿Era mi deber regresar a los alferis de vuelta a Augsvert? Traicionaría a mi propio pueblo si lo hacía, aunque, ¿cuál era mi verdadero pueblo?
Acaricié el libro sin cubierta que se encontraba sobre mi regazo y el medallón a su lado. Los alferis habían sido los depositarios de una magia antigua que se perdió en el tiempo junto con su sabiduría. ¿Por qué se había dividido la magia en dos mitades? ¿Había forma de volver a unirla? ¿De que Lys y Morkes volvieran a ser el dios Erin?
Me coloqué el medallón en el cuello, guardé el libro en el cofre de plata y me acosté boca arriba en la cama. Me sentía confundida, una madeja de hilos enredados sin tener la certeza de cómo proceder. Miré el brazalete carmesí en mi muñeca, ¿por qué tuve que hacer esa promesa? No podía devolver Augsvert a los alferis sin que la tierra se cubriera de sangre. Debía encontrar la manera de unir los dos pueblos en uno solo sin desatar la extinción de ninguno.
Un golpeteo en la puerta me sacó de mis cavilaciones.
—Adelante.
Un par de doncellas entró a la habitación.
—Su Majestad nos ha puesto a vuestra orden, Alteza.
Ambas hicieron una reverencia, una de ellas llevaba en las manos lo que me pareció un vestido y la otra una gran cesta.
—Dejadme adivinar —dije para mí misma— debo prepararme para recibirla.
Las doncellas dejaron las cosas sobre la mesa y muy diligentes alistaron el baño. En menos de lo que tarda en consumirse una sexta de vela de Ormondú estuve lista, vestida con sedas claras y mi cabello brillando semejante a rayos de luna. Inesperadamente, Englina también envió mi vieja corona.
Un soldado de la guardia azul acudió a buscarme. Al salir de la habitación, me di cuenta de que afuera más soldados me esperaban. Tuve un mal presentimiento. Me devolví al interior de la habitación y tomé el cofre con el libro.
—Esperad —le dije a uno de los soldados afuera.
—Alteza, Su Majestad os aguarda.
—No tardaré.
Entré a la habitación de Keysa que se encontraba al lado de la mía.
—Soriana —me saludó ella con una sonrisa.
Luego me detalló de abajo arriba hasta que sus ojos dorados se detuvieron en la corona sobre mi cabeza. Con algo de suspicacia, miró al soldado a mis espaldas.
—¿Sucede algo? —preguntó.
—Ven conmigo.
Keysa no cuestionó mi petición, de inmediato salió de la recámara y caminó a mi lado.
—Quiero que te marches del palacio —susurré solo para que ella me escuchara.
—No voy a dejarte. Sé que algo malo va a pasar, estamos rodeadas de soldados.
—Nada malo va a pasar —le contesté sin creer del todo lo que le decía—, me llevan a entrevistarme con Englina.
Mientras avanzábamos notaba como los sirvientes se detenían a observarnos, algunos cuchicheaban entre ellos, incluso funcionarios reales lo hacían. Ya todos dentro del palacio Flotante debían estar al tanto de quién era yo. Mantuve la espalda recta y caminé con la cabeza en alto, portando aquella corona de la que tantas veces me sentí indigna.
—Si nada malo va a pasar, no veo por qué quieres que me marche.
No pude continuar discutiendo con Keysa. A pesar de lo que le había dicho, los soldados no nos llevaron con Englina, estábamos frente a las puertas del gran salón circular, el sitio donde se reunía la Asamblea de sorceres. Al principio creí que Englina realmente iba a entrevistarse conmigo o que tan solo me arrestaría en un calabozo frío. Pero no era así, los planes de mi prima iban más allá, movía sus piezas y se adelantaba en la jugada.
Las altas y macizas puertas se abrieron. Antes de entrar me giré hacia Keysa.
—Todavía puedes irte, no te detendrán. Con la pluma que te di ayer, te hallaré. Lo prometo.
Puse en sus manos el cofre de plata. Keysa me miró con angustia, sin embargo, no continuó negándose. Apretó el cofre contra su pecho, dio media vuelta y recorrió de regreso el corredor por el cual habíamos venido.
El salón circular lucía tal como lo recordaba, excepto porque las cortinas y los tapices eran de un verde brillante y en lugar de la flor de Lys, símbolo de la casa Sorenssen, la heráldica era la mariposa y la corona de la casa Nass.
Las conversaciones cesaron abruptamente cuando entré. Cada sorcere que ocupaba un asiento en las gradas circulares giró su cabeza hacia mí, cientos de ojos me miraron con asombro. En la alta plataforma donde se sentaban mi prima y tía Engla, tanto como un poco más abajo, en el lugar destinado para los diez miembros del Heimr, también hicieron silencio. La perplejidad dio paso al protocolo: todos, excepto la reina y mi tía, se levantaron e hicieron una reverencia. Yo avancé y tomé el lugar en medio de la sala que me señalaron los guardias.
Aguardé estoica el escrutinio, podía imaginar lo que pensaban: «La princesa Soriana ha vuelto después de tanto tiempo, viene a reclamar el trono de Augsvert, la asesina de la reina Seline, la artífice de la tragedia en la que el domo fue abierto».
Mi corazón latía con desenfreno. Englina había hecho reunir a la Asamblea, y estaba segura, iban a juzgarme. Aunque sabía que eso sucedería, no esperaba que fuera tan pronto. No obstante, que estuviera delante de todos ellos no era del todo malo, no si podía convencerlos de luchar contra Dormund.
—Distinguidos sorceres —inició la reunión mi prima desde su silla dorada—, os agradezco infinitamente que os hayáis reunido tan prontamente para discutir un evento tan extraordinario como es el regreso de mi amada prima Soriana, princesa de Augsvert. —Ella hizo una pausa en la cual me dio la impresión de que saboreaba la sorpresa que sus palabras producían entre los asistentes. Luego se giró y me miró antes de reiniciar su discurso—. Durante los trece años en que estuvisteis fuera, aguardamos vuestro regreso, esperamos por vos y al ver que el tiempo avanzaba asumimos que no volveríais, Soriana. Es una sorpresa enorme vuestra vuelta, la cual recibimos con beneplácito.
La voz de Englina en todo momento se mantuvo firme y monotonal, no hubo ninguna inflexión que denotara ese "beneplácito" que decía sentir. Podía entender que fuera suspicaz y se sintiera amenazada, sin embargo, yo no había vuelto para reclamar el trono de Augsvert, mi mayor deseo era enfrentarme al hechicero oscuro y liberar a mi madre de su esclavitud.
—Creo que os debo una explicación —dije de pie en el medio de la sala—. Lo primero es que reconozco a Englina como reina de Augsvert, mi intención no es reclamar el trono y deseo que eso quede claro en esta Asamblea.
El murmullo se extendió por la sala cada vez más alto, al punto de que pude distinguir algunas opiniones a favor de que me mantuviera al margen y otras en contra.
—He regresado porque una gran calamidad se cierne sobre Augsvert, una amenaza. —Levanté la voz interrumpiendo el cuchicheo—. Un personaje siniestro que se hace llamar El cuervo ha unido fuerzas con los alferis y pretende invadir con artes oscuras el reino. Mi intención es ayudar a defender Augsvert y poneros sobre aviso.
—¿Cómo sabéis eso, Alteza? —preguntó lara Ilfrid desde el lugar del Heimr.
—Lars Rossemberg y yo nos encontramos por casualidad hace unas lunaciones. Él me contó lo que sucedía en Augsvert y yo accedí a ayudarlo, juntos investigamos y descubrimos una conspiración en la mismísima liga de cazadores de Heirr, de la cual este personaje, El Cuervo, es su líder. Estuve de incógnito en Ausvenia y descubrí que pretenden atacar la próxima lunación.
—¿Este hechicero oscuro es un morkenes? —preguntó lars Nielsen
—Así es.
—¿Y vos también lo sois, Alteza?
La pregunta me descolocó por completo. Miré a mi alrededor los rostros expectantes de los sorceres. El recuerdo de decenas de alferis muriendo gracias a mi poder, irrumpió de repente en mi mente. Volví a ver a mi madre de rodillas, intentando con sus últimas fuerzas reparar el domo.
—Se cuentan historias de lo que sucedió hace trece años —dijo el sorcere con voz clara y alta. En ese momento la Asamblea quedó en silencio—, de como vos usasteis artes oscuras para abrir el domo y luego con esas mismas artes asesinasteis tanto a alferis como a soldados augsverianos.
¿Qué podía decirles? ¿Debía negar lo evidente? ¿Cómo podía defenderme de acusaciones que eran ciertas? Ya no tenía ganas de continuar escondiéndome. Me sentía mareada, me remojé los labios resecos antes de contestar.
—Así es.
Esta vez los murmullos no fueron disimulados. Hubo exclamaciones de asombro y otras de condena. Englina tuvo que levantarse y alzar la voz para que el silencio regresara en la sala circular.
—Entonces es cierto. —Lars Abramson se levantó de su silla, tenía los ojos muy abiertos, mirándome acusadoramente mientras hablaba—, aquel día en que murió la reina Seline si fuisteis vos quien la asesinó con magia negra. También abristeis el domo y cientos de alferis entraron. Vos nos traicionasteis, Alteza.
Era cierto, yo los traicioné a todos, yo maté a mi madre, yo atraje la tragedia a mi propia vida. Cada vez sentía mi boca más seca, me faltaba el aire. Otro sorcere que no conocía se levantó:
—Si sois una hechicera oscura y años atrás abristeis el domo, ¿cómo podemos estar seguros de que no lo haréis de nuevo? ¿De qué no estáis aliada con ese tal Cuervo para derrocar a la reina Englina?
No podía continuar callada, tenía que hablar. Cuando entré a la sala lo hice con el propósito de lograr el apoyo de la Asamblea. Mi madre con su férrea voluntad lo hubiera logrado, se hubiera impuesto, habría salido victoriosa. Pero yo no era mi madre y me sentía insegura sobre cómo proceder, con todos los sorceres mirándome, condenándome del mismo modo que yo llevaba haciendo durante trece años.
—¡No estoy aliada con El Cuervo, he venido hasta acá porque deseo derrotarlo! ¡Y no abrí el domo de forma intencional, fue un accidente!
—¡Un accidente en el que murió la reina Seline! Si es como decís, Alteza, ¿por qué no disteis la cara?!
Los ojos me ardían, tenía un nudo en la garganta. Deseaba escapar de allí, correr muy lejos, huir a un sitio en donde el pasado dejara de existir. No quería recordar, yo no podía hablar de la muerte de mi madre, seguía doliendo demasiado.
—Yo... Yo era una niña —me defendí, sin poderlo evitar un par de lágrimas cayeron por mis mejillas—, tuve miedo. Sé que no actué de la ...
—¿Dónde habéis estado todo este tiempo? —interrumpió inmisericorde lars Abramson— ¡La magia negra está prohibida en toda Olhoinnalia! ¿Acaso tenéis súbditos?, ¿un séquito de hechiceros oscuros que os aguarda del otro lado del domo?
—¿Cómo podemos confiar en alguien que mató a una reina?
—Parece que todos habéis olvidado la profecía: «La reina oscura ascenderá y Augsvert a ser lo que era retornará». —Lars Abramson se levantó de su asiento, hablaba en voz alta para hacerse oír por encima del murmullo colectivo—. ¡Tal vez todo esto es un plan para abrir otra vez el domo! Que me perdone Lys, la dadora de magia, pero no puedo confiar en vos, princesa Soriana. ¡Sois de quien habla la profecía!
—¡Os equivocáis! ¡Yo no quiero el trono! ¡Quiero enfrentarme al Cuervo! ¡Es él quien desea destruir Augsvert!
—¿Qué os pasa? ¡Están frente a vuestra princesa! —demandó Aren, levantándose de su asiento y alzando la voz—. ¡También yo os lo he dicho, un hechicero oscuro conspira para destruir Augsvert! ¡Ahora más que nunca debemos estar unidos y enfrentarlo!
—¿Tenéis pruebas de lo que decís, lars Rossemberg? —Atacó lars Abramson, que parecía decidido a desprestigiarme.
—¡¿Que si tengo pruebas?! ¡Claro que tengo pruebas! Ivanara, la capitana de la liga de cazadores, testificó frente a mí y frente a Su Majestad. Ese hechicero convirtió a la reina Seline en un draugr a sus órdenes.
—Lars Rossemberg —habló Englina—, la capitana Ivanara no presentó ninguna prueba más allá de su testimonio, el cual no ha podido ser comprobado. El campamento de los Alferis en las afueras no se ha movido de lugar en lunaciones, tampoco ha recibido refuerzos y ninguno de los aquí presentes hemos visto a un hechicero oscuro merodeando Augsvert.
Más lágrimas cayeron de mis ojos, esta vez de frustración. Podía entender que Englina me odiara, que me juzgara y condenara, pero no que desprestigiara a Aren y desestimara su testimonio, porque de esa forma lo único que iba a lograr era condenar a Augsvert a la ruina.
—¡Exacto! —dijo lara Ilfren—, llevan lunaciones sin atacarnos. Es posible que la princesa Soriana diga que no quiere el trono y, sin embargo, busque desestabilizar el reino con su regreso y esa historia de un hechicero oscuro que conspira con los alferis.
Exhalé casi sin aliento, me sentía derrotada. Dejé que mi mirada vagara por el salón circular, repleto de sorceres que discutían entre ellos, con sus caras enrojecidas y los ánimos exaltados. Aren replicaba en voz alta, trataba de hacerlos entrar en razón mientras mi prima, desde su silla dorada, me veía con un odio frío y condensado en sus ojos azules. Quizás se había reunido con ellos antes y los convenció de que yo venía a quitarle el trono. La profecía continuaba vigente en las mentes de los sorceres de la Asamblea y el hecho de que yo fuera una hechicera oscura la reforzaba. Nadie estaba dispuesto a creer en la historia de Aren y mía.
—¡Englina! —Aren se giró del todo y la observó estupefacto y desesperado—. ¡Majestad! ¡¿Por qué estáis haciendo esto?! ¡Vos sabéis, os expliqué! ¡Debemos unirnos!
—¿Creéis que no sé lo que pretendéis, lars Rossemberg? Conspiráis en mi contra, vos y Soriana. —Las emociones que ella había mantenido controladas, en ese momento, afloraron. La mirada azul se quebró en filosos fragmentos de acero.
—¡Estáis equivocada, Majestad! —gritó Aren lleno de frustración.
—Y en cuanto a vos Soriana Sorenssen —continuó Englina sin hacer caso de las protestas de Aren—, en primer lugar, habéis aceptado ser la culpable de la muerte de la reina Seline. En segundo lugar, sois una morkenes. En tercer lugar, hace trece años abristeis el domo y dejasteis entrar a cientos de alferis. Por todos vuestros crímenes debéis ser castigada, sois una traidora. Así que solicitó al Heimr se reúna y dé un veredicto. Mientras eso ocurre, princesa Soriana, estaréis confinada en vuestros aposentos.
»En cuanto a vos, lars Grisemberg —continuó Englina—, os acuso de conspirar con esta traidora en contra de vuestra reina y solicito a Heimr, dicte sentencia. Vos seréis llevado de inmediato a los calabozos del palacio.
Los soldados que me habían escoltado y que en ningún momento se alejaron más de dos pasos de mí, me rodearon. Uno de ellos sujetó mis manos mientras el otro colocaba una gargantilla de ethel en mi cuello.
—¡Estás cometiendo un error, Englina! —le grité en un último intento de que recapacitara—. ¡No he venido a enfrentarme a ti! ¡El Cuervo entrará en Augsvert y arrasará el reino!
—¡Dejad de mentir, Soriana! ¡Ya basta!
Un par de soldados se acercaron a Aren, a él también le colocaron ethel en el cuello. Nos sacaron a ambos del salón mientras a nuestras espaldas el debate crecía. Ahora éramos prisioneros, proscritos y lo que era peor, nadie nos ayudaría a enfrentarnos al Cuervo.
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