Los tres picos (III/III)

Los Tres Picos era la competencia para hechiceros más prestigiosa en el mundo.

Era auspiciada por la Liga de Heirr y se efectuaba cada cinco años. Había surgido como parte de los acuerdos de cordialidad entre los sorceres de Olhoinnalia y su principal objetivo era promover la paz y las buenas relaciones entre ellos y los reinos que representaban.

Hacía cientos de años, cuando todavía las naciones de humanos y hechiceros eran jóvenes, una extensa guerra se propagó por el continente. Surgieron de todas partes tanto morkenes como hechiceros de Lys, que apoyaban reinos. Los respaldaban con su magia en su egoísta deseo de invadir y doblegar a otros.

Durante aquella época oscura, anterior a la era de Lys, muchas criaturas mágicas fueron diezmadas por los morkenes deseosos de acrecentar su poder.

Entonces los sorceres que anhelaban obtener la paz, luego de muchos años de derramamiento de sangre, se unieron en una organización independiente, cuya única finalidad era detener la guerra y el genocidio de criaturas mágicas. Así surgió la Liga de Heirr, y desde entonces se encarga de evitar que los hechiceros oscuros vuelvan a ser una gran amenaza para el mundo.

Cualquier sorcere independiente o representante de famosas casas, antiguas y con abolengo; de reinos, bien sean grandes o pequeños, podía entrar en la competencia.

Los primeros días eran una especie de fase eliminatoria donde todos los participantes se enfrentaban y al final se elegían los diez mejores. Estos diez debían superar una serie de retos, donde tendrían que usar tanto sus habilidades mágicas como marciales, y al final de esa fase se escogería el ganador.

Los jueces tenían en cuenta la habilidad en el desempeño y la efectividad en conseguir el objetivo. Por supuesto, los hechizos oscuros estaban prohibidos, también el uso de cualquier sustancia que pudiera potenciar la resistencia física, la claridad mental o mermar la de los otros concursantes.

Viajábamos desde Heiorgarorg hasta Ormrholm, la sede la liga de Heirr y de la competencia, sobre una gran carroza tirada por hipogrifos. El viaje sería corto debido a la velocidad de nuestro transporte, nos llevaría solo un tercio de vela de Ormondú llegar a nuestro destino.

Aren y yo nos manteníamos sentados juntos, a mi otro lado lo hacía lara Ingrid. Frente a nosotros estaban el maestro Vaarh, Dormund y lara Regina, jefa del palacio Adamantino. Era la primera vez que la directora de la academia de sorceres iba a la competencia como parte de la delegación del palacio y también era la primera vez que la veía portando una espada.

Detrás de nosotros viajaban otras dos carrozas más, una con nuestras pertenencias y los sirvientes y la otra con el resto del equipo conformado por lara Brigith, la sanadora, junto a su asistente y lars Urrfel, nuestro maestro de hechizos y su ayudante. Nuestro compañero, Davian, había enfermado de manera súbita y se había visto obligado a regresar con sus padres mientras se curaba.

Y escoltándonos viajaban unos cinco soldados miembros de la guardia azul. En comparación con el, casi, batallón de la guardia real que mi madre dispuso para que me escoltara cuando viajé desde el palacio Flotante al Adamantino, estos eran muy pocos.

Durante todo el viaje, el maestro Vaarh no dejó de repetir sus teorías de cuáles serían los retos que enfrentaríamos y la estrategia a seguir para hacerle frente a cada uno de ellos. Aren y yo nos esforzábamos en prestar atención a lo que decía, mientras Dormund, siempre distante, parecía envuelto en otra realidad, como si solo su cuerpo se hallase allí y su mente muy lejos, en un mundo donde la competencia no era importante.

El joven hechicero miraba por la ventanilla de la carroza, absorto en el paisaje afuera. También dirigí la mirada al exterior y por un momento dejé de escuchar las palabras ansiosas del maestro de espada. No había nubes arremolinándose a nuestro alrededor, el límpido azul del cielo se abría ante nosotros, sin mancha alguna, claro e iluminado por el sol mañanero. Me sentí subyugada por la grandeza del espacio que surcábamos y tuve que reconocer que la vista era mucho más cautivadora que la charla del maestro.

Miré a Dormund, concentrado en el paisaje: el perfil elegante y sus ojos tan azules como el exterior; el cabello negro, como siempre atado en una media cola. Todo él era un misterio, tan callado y reservado que me pareció irreal que ese hombre lejano y extraño fuese la persona que tenía locamente enamorada a mi amiga. Eran muy diferentes: ella cálida y explosiva, dorada como la dulce miel, como un atardecer de verano y él, frío y taciturno, solitario, como los lagos que se abrían entre las escarpadas cumbres de Heiorgarorg. ¿Qué podían tener en común?

El joven, objeto de mi meditación, volvió sus ojos hacia mí, me miró por un breve instante, con el rostro carente de expresión, aun así su mirada me resultó intimidante. Aparté la mía de inmediato. Volví a prestarle atención a la perorata del maestro, que ahora explicaba qué debíamos hacer si una de las pruebas fuera sumergirnos en las aguas pantanosas de Ormholm.

Luego el maestro mencionó algo que me llenó de ansiedad.

—Antes de cada competencia, los hechiceros de la liga someten a los participantes a un escrutinio riguroso para determinar si han infringido las reglas.

—¿Cuáles reglas? —preguntó Aren a mi lado.

—Pues las reglas para saber si hacéis trampa.

—¿Trampa? —Mi voz sonó un poco temblorosa.

—Así es —intervino Lara Regina—, los someterán a una inspección con Sýna, para asegurarse de que no usáis magia prohibida, ni habéis bebido nada que pueda alterar vuestras capacidades, Alteza.

Tragué sintiendo mi garganta, repentinamente, seca. No era que yo pensara que los hechizos que el libro describía y a los que les debía mi actual poder mejorado fuesen magia oscura. En ningún momento utilicé la sangre de criaturas mágicas, solo la mía, pero no pude evitar recordar el instante en el cual le quité la vida a aquellos que quisieron asesinarme, como me llamaron morkenes y después lars Kormark, al examinarme, mencionó que mi savje estaba manchado.

¿Y si esa piedra decía que yo estaba impregnada con hechicería oscura? ¿Y si, sin yo saberlo, la magia del libro provenía del oscuro poder de Morkes? Allí, delante de los mejores sorceres del mundo, sería expuesta y humillada.

No. Esa magia no podía ser mala, estaba segura de ello. ¡No lo er! En ningún momento, ningún hechizo, describió como realizar sacrificios sorbiendo el savje de otras criaturas mágicas para prolongar la propia vida. Sacrificar criaturas mágicas era necesario para quienes hacen magia de Morkes, pues el poder oscuro va consumiendo la energía de quien lo practica, y con ella su existencia.

Cerré los ojos y dejé de prestar atención a la conversación de lara Regina, Aren y el maestro Vaarh, sobre los métodos que usaba la liga para encontrar morkenes. Un recuerdo vino a mí, el del momento del atentado. Yo había efectuado un hechizo, aquel donde mi sangre se transformó en pequeñas dagas y luego hice otro más poderoso, y con él tomé la vida de ambos hechiceros. Seguido a eso mi energía aumentó, pude sentirlo, la misma sensación embriagante que me recorría cada vez que usaba la magia del libro. Rememoré como el sevje viajó de los asaltantes hacia mí cuando los decapité. Sin quererlo jadeé.

—Soriana, ¿qué te ocurre? —Aren se inclinó sobre mí y atrapó entre las suyas mis manos frías.

—Alteza ¿estáis bien? —preguntó lara Regina, mirándome con detenimiento— ¡Os habéis puesto muy pálida!

El corazón me latía en la garganta. Me sentí una estúpida. Desde el atentado me había negado a mí misma lo evidente. ¡Era magia negra! ¡La del libro era magia de Morkes! Si tan solo no hubiese matado a esos dos, si no hubiese tomado su poder, entonces, tal vez, mi savje no se hubiera manchado, tal vez mi poder se hubiese incrementado sin tornarse oscuro.

¿Cómo podría estar segura de si lo que hacía era bueno o malo, sin exponerme, delante de todos, al escrutinio con Sýna?

El pensamiento se me aceleró, no dejaba de repasar en mi mente cada párrafo del libro misterioso, tratando de hallar una conexión con Morkes, y ni una vez el libro mencionó al dios ni su magia.

En las últimas páginas mencionaban a otro dios: Erin, uno que jamás había escuchado. Se referían a él como el dios escindido y muchas veces me pregunté quien era. Pero no le di mayor importancia. Me convencí de que cuando finalizara la competencia averiguaría el origen del libro; me concentré en aumentar mi poder, ganar la competencia y así ser digna y respetada por todo mi reino.

Suspiré mientras Aren me recostaba de su hombro. Debí hacer eso primero, lo de investigar de donde venía la magia del libro, antes de usar sus hechizos.

—Creo que me duele un poco el estómago —dije a todos, mintiendo para que dejaran de mirarme y preguntar qué me pasaba.

—Al llegar iremos con los sanadores —dijo lara Regina— para que os hagan ver, Alteza. Si estáis enferma podremos volver o colocaros en el último grupo, los que participarán dentro de tres días.

—Eso está bien, lara Regina. —Participar en el último grupo me daría unos días para pensar en qué hacer—. Creo que es una pequeña indigestión, en tres días, sin duda, estaré recuperada.

La mujer sonrió mostrando amabilidad en su rostro maduro. El maestro Vaarh me miró preocupado y Dormund lo hizo con intensidad, como si pudiese ver mis pensamientos. Me dio miedo imaginar que tuviera tal habilidad, pero lo deseché de inmediato. Los videntes no eran comunes y Dormund jamás había dado muestras de serlo.

Hundí el rostro en el hueco que había entre el cuello y el hombro de Aren, aspiré su olor, mientras él acariciaba mi pelo, su toque poco a poco me calmó. Eso y que nuestros acompañantes se hubieron callado hizo que me adormeciera.

Abrí los ojos cuando el interior de la carroza se agitó. Me enderecé en el asiento acolchado. Tanto Aren como el resto eran bamboleados de un sitio a otro por las sacudidas que daba el vehículo.

—¿Qué sucede?

—No lo sé, princesa. ¡Alejaos de la ventana! —Lara Ingrid me apartó con algo de brusquedad y tomó mi lugar.

Aren me apretó contra su costado. Dormund, quien sí podía mirar hacia afuera, arrugó el ceño y encendió su poder espiritual. De inmediato temí lo peor.

—Nos atacan, ¿verdad?

Nadie contestó, pero sus acciones me dejaron en claro que la respuesta a mi pregunta era afirmativa: Los dos maestros también encendieron su poder, al igual que lara Ingrid, quien además desenvainó la espada.

—De nuevo no, de nuevo no —susurré como si aquellas palabras pudiesen cambiar el curso de la realidad.

Chispazos de energía se encendieron afuera en todas direcciones. El graznido de los hipogrifos se tornó ensordecedor. Cuando dejaban de chillar, entonces, el silencio lo invadían los gritos de la guardia real afuera, nuestra escolta.

El aterciopelado interior del coche se convirtió en un caos.

El maestro Vaarh resbaló de su asiento y Dormund lo ayudó a levantar mientras lara Regina no despegaba la vista del exterior. De pronto la sorcerina comenzó a lanzar runas hacia afuera.

—¡Venid, lara Ingrid necesito vuestra ayuda aquí!

Mi escolta dudó, me miró a mí, que estaba a su lado y luego al frente, donde lara Regina se afanaba en controlar un feroz ataque a nuestro costado.

—¡Id! —gritó decidido Dormund—, ¡yo protegeré a Su Alteza!

La capitana asintió y fue a colocarse al lado de lara Regina.

Uno de los hechizos golpeó la puerta y esta se despedazó. De no ser porque ambas mujeres giraron muy rápido resguardándose, habrían corrido la misma suerte de las puertas. En ese momento pude ver algo de lo que afuera pasaba. Varios hechiceros enmascarados volaban sobre hipogrifos a nuestro alrededor. Lanzaban sus runas de combate hacia nosotros. Lara Ingrid cubrió su espada con su energía y el arma salió volando. La jefa del palacio Adamantino también se afanaba en su ataque.

El costado que Dormund se había ofrecido a proteger, todavía no era atacado, pero el joven sorcere no dejaba de mirar hacia afuera, muy atento, con sus manos brillando en un color azul intenso.

Giré hacia Aren, su rostro lucía aterrado, pero cuando nuestras miradas se encontraron me sonrió.

—Tranquila, nada malo sucederá —dijo y besó mi frente.

Las lágrimas me asaltaron. No quería otra tragedia, todo lo malo estaba pasando. Lo abracé por la cintura y lloré sobre su hombro. No quería tener que usar mi poder, no quería matar a nadie más.

De pronto la carroza empezó a descender a un ritmo vertiginoso. Aren me separó de su cuerpo y se volteó, abrió la ventanilla que daba hacia el conductor y se subió al asiento, casi sacó la mitad de su cuerpo por la pequeña escotilla para poder ver qué sucedía adelante.

—¡Los hipogrifos y el conductor están muertos! —gritó mientras regresaba a su lugar y miraba desesperado a nuestros instructores.

El maestro Vaarh dejó escapar una exclamación aterrorizada.

Dormund frunció mucho más el ceño y, para asombro de todos, abrió la portezuela de su lado, seguidamente, el joven salió de la carroza.

Yo cubrí mi boca ahogando un grito. Aren se arrojó en un intento de detenerlo y sus dedos resbalaron por el orillo de su chaqueta.

¿Qué pretendía? ¿Por qué Dormund hacía eso? ¿Estaba escapando de lo inevitable? Solo si el joven había desarrollado el poder de volar lograría hacerlo.

La carroza incrementaba la velocidad en el descenso, nos estrellaríamos y nadie parecía hacer nada para evitarlo, incluso mi mente se quedó en blanco ante el inminente final.

Instantes antes de estrellarnos, la carroza enlenteció su marcha hasta detenerse por completo. Cuando miré hacia afuera, por la portezuela que Dormund dejó abierta luego de huir, pude ver un halo de brillante azul. Lo reconocí: Hjálmar gylltir. Estábamos envueltos en la brillante barrera mágica.

Me solté del abrazo de Aren y salí de la carroza entes de que cualquiera pudiera detenerme. Afuera y en el techo del vehículo, Dormund estaba de pie con sus brazos extendidos, manteniendo la espléndida barrera que nos había salvado.

Uno a uno, el resto de los ocupantes fue descendiendo. Sus rostros preocupados comenzaron a sonreír.

Pero la tranquilidad duró poco.

A nuestro alrededor aterrizaron los hechiceros enmascarados, y al igual que la vez anterior en Heiorgarorg, comenzaron a atacar la barrera.

Pedí internamente porque Dormund fuera más fuerte que yo y pudiera mantenerla. Nosotros solo observábamos, no podíamos lanzar hechizos desde dentro, para eso tendría que abrirse la barrera.

Por fortuna, la guardia real también llegó.

A nuestro alrededor comenzó a librarse una batalla entre los soldados de la guardia azul y los enmascarados. Me asombré y me alegré cuando miembros del ejército negro hicieron su aparición también. En poco tiempo la situación estuvo controlada y los hechiceros enmascarados fueron apresados con robustas cuerdas de ethel.

Entonces y solo entonces, Dormund abrió la barrera. Sentí ganas de abrazarlo y de pedirle perdón por todas las veces que había hablado y pensado mal de él, creyéndolo raro.

Todos le agradecieron y yo, a pesar de que quería guindarme de su cuello y darle las gracias por mantenernos vivos, nada más me incliné ante él como símbolo de respeto. El joven hizo lo propio y por primera vez desde que lo conocía, me sonrió. Aunque era tan pequeña la curvatura de sus labios que bien pude haberlo imaginado.

Nos rodeaba un desastre. Una de las carrozas se había estrellado. Por fortuna nadie había muerto pues los sirvientes fueron rescatados por los guardias azules. Solo nuestro equipaje resultó afectado al esparcirse en todas direcciones. Entonces recordé que entre mis cosas estaba mi libro misterioso.

Caminé hacia allá dispuesta a tomar esa pequeña maleta con mi malévolo tesoro.

—Alteza, no es seguro. —Lara Ingrid me cerró el paso.

Cómo odiaba a esa mujer. Maldije en mi interior, no debí separarme del libro.

—Yo recogeré sus cosas, princesa —se ofreció Dormund. El chico empezaba a ganarse mi sincero afecto.

Cuando terminaron de cargar mi equipaje en la única carroza que se mantenía más completa, nosotros también la abordamos.

Poco tiempo después los hipogrifos levantaban el vuelo, esta vez rodeados por todos lados de soldados de la guardia azul y el ejército negro.

En todo el camino Aren no dejó de apretarme contra su costado y yo agradecí su calor y cercanía. Lo único que deseaba era dejar de pensar.

Habían vuelto a atacarme, porque aunque nadie decía nada, para mí era obvio que se trataba de un nuevo atentado.

La adrenalina del momento daba paso a la posterior tranquilidad. Cerré los ojos concentrándome en la pausada respiración de Aren, cuando la ansiedad me embargó de nuevo. Nos habíamos librado del atentado, estaba viva y rumbo a Ormrholm. Y allí tendía que enfrentarme con los métodos que la liga de Heirr usaba para desenmascarar hechiceros oscuros.


***Hola!!! Cada vez estamos más próximos al final. Sé que muchos están impacientes porque regresemos al presente y saber qué sucederá con Soriana, pero calma que aún falta algo importante, el último giro de la historia, cómo Sorian terminó huyendo de Augsvert. 

Me he preguntado si haber escrito todo este libro no habrá sido un gran error. Tal vez debí seguir el hilo croológico de la novela y simplemente explicar de manera resumida todos estos eventos. Sin embargo, he disfrutado mucho contando el pasado de Soriana, explicando como fue que sus demonios le ganaron la partida, la relación con su madre. Y por mucho que hubiese contado los principales acontecimientos del pasado de Soriana sin alterar el orden cronológico de la novela, siento que no habría sido igual de satisfactorio, ni para ustedes, ni para mí. Haciendolo de esta manera, cuando se revele finalmente la identidad del villano, entonces entenderán sus motivos.

Me pongo a pensar sobre todo en mis fieles lectores, esos que empezaron a leer desde que comencé a publicar el primer libro, los he tenido en ascuas por mucho tiempo. Infinitas gracias porque no se han aburrido, porque no han abandonado, porque continuan aquí. 

Nos leemos el fin que viene.

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