Capitulo VII: Conspiración (I/III)
El alboroto de la lucha debió llegar al palacio Adamantino. No supe desde que momento, pero varios de nuestros maestros nos rodeaban y nos traspasaban energía espiritual para reconfortarnos, después llegó un destacamento del ejército negro y parte de la guardia real.
Lara Moira llegó primero, descendió de su caballo, la capa azul ultramarino ondeando a su espalada y casi corrió hasta mí. Se quitó el brillante casco y su cabello oscuro, sujeto en una cola de caballo, lo azotó el viento.
—¿Estáis bien, Alteza? ¿Lara Englina?
Mi prima temblaba descontrolada, parecía que había perdido la capacidad de hablar debido a la impresión sufrida, yo, en cambio, me sentía tranquila, todavía con el exultante poder recorriéndome, mezclándose con el savje de mis venas.
—Estamos bien. Gracias. —Las palabras salieron de mi boca, frías, dejándome una sensación de extrañeza, como si la que hablaba no era yo—. Unos morkenes nos atacaron, pero por fortuna nuestra escolta fue capaz de detenerlos antes de entregar sus vidas —le dije seria, señalando a los soldados caídos—. Después llegaron nuestros maestros y han estado con nosotras desde entonces.
Me encontraba serena, anestesiada, distante, una simple espectadora. No sentía nada, apenas los rescoldos del magnífico poder que experimenté antes, al matar. Aun así, algo muy pequeño en mi interior se removía inquieto, una angustia soterrada, un mal presentimiento que me impulsaba a ocultar que quien mató a los morkenes había sido yo.
Lara Moira me llevó con ella en su caballo todo el camino hasta el palacio flotante. Durante el tiempo que duró el viaje ella no dejó de repetir lo muy preocupada que se encontraba mi madre. Yo la sentí temblar mientras me rodeaba con sus brazos, escuchaba sus palabras trémulas debido al miedo que, sin duda, ella también tenía. Y yo no podía dejar de percibirme como una extraña, ajena a todo y envuelta en la nada. La comandante de la guardia real hablaba y para mí lo hacía de alguien más, eran hechos muy ajenos a mí, lejanos, no los percibía como propios. Aquella era la tragedia de otra persona.
De pronto tuve la sensación de estar rodeada de blanco. Todo era luz: los árboles, el trinar de los pájaros, el susurro del bosque, el caballo, lara Moira, su voz, Englina, mis manos y la sangre en ellas. Me envolvía la claridad anodina del blanco: puro, cruel y sin emoción.
Sonidos amortiguados, imágenes sin color.
Al llegar a palacio la reina nos aguardaba de pie en las escalinatas.
Jamás la había visto tan fuera de sí. Su cabello plateado lucía desaliñado, el viento invernal lo azotaba y levantaba en todas las direcciones. En su rostro pálido podían verse viejos caminos de lágrimas. En lo que descendí del caballo ella corrió hasta mí y me abrazó.
—¡Soriana! ¿Te han hecho daño?
En ese momento la pureza del blanco se quebró. Miles de cristales se rasgaron y dejaron a la vista la verdadera realidad: el horror.
Rojo. Sangre. Muerte. Desesperación.
Dos lágrimas salieron de mis ojos y a ellas siguieron muchas más. Abracé a mi madre con fuerza, como si toda mi vida hubiese sido una pobre náufraga y solo en ese instante hallaba la tierra firme. A las lágrimas silenciosas le siguieron los sollozos y después el llanto descontrolado. Mis oídos zumbaban, mis manos estaban crispadas en sus hombros, en un abrazo necesitado.
—Mi niña, ¡tenía tanto miedo!
Ella besó mi frente. La terrible realidad me atrapaba en un manto oscuro, helado y tenebroso. Comencé a estremecerme presa del pánico. Cerré los ojos y en mi mente reviví todo el miedo que sentí antes, hasta llegar al instante en que maté a esas personas. Mi madre me sostenía y de no haberlo hecho me habría caído. Con ella rodeándome me di cuenta cuan asustada estaba y que solo entonces, en sus brazos, me sentí segura.
Ella limpió las lágrimas de mis mejillas, me abrazó una última vez. No estaba bien, pero me sentí un poco más reconfortada. La reina Seline extendió su brazo y rodeó mis hombros estrechándome contra su costado. Luego, recuperó su entereza y se dirigió a lara Moira.
—¡Gracias!
Los ojos de la comandante la miraron empañados, toda su expresión era casi tan asustada como la que tenía mi madre.
—¿Habéis averiguado algo? ¿Cómo es posible que esto haya sucedido?
Lara Moira suspiró, recompuso su expresión en otra seria y se quitó el brillante casco. Ella negó antes de hablar:
—Ninguno quedó vivo, no pudimos interrogar a nadie. Es posible que exista una grieta en la barrera y de esa forma hayan entrado. El comandante Fredinard ha comisionado un grupo para inspeccionar los lindes del domo aledaños a Heiorgarorg.
Mamá me apretó aún más y frotó mi hombro, después me soltó y se dirigió del todo a Lara Moira. El vestido blanco ondeó, su aspecto desaliñado le daban un aire espectral.
—¡O se fragua una conspiración! ¡Es imposible que haya un defecto en el domo! Hace poco lo inspeccionamos juntas, ¿recordáis? Además, ¿por qué atacaron justamente hoy, cuando Soriana salía del palacio Adamantino?
En ese momento recordé una frase que uno de los morkenes dijo: «Mátalas». La verdad cayó sobre mí como una losa: ellos querían matarme a mí.
—Es imposible lo que insinúa, Majestad —se atrevió a refutar lara Moira—. Ningún sorcere conspiraría contra la casa real.
—Entonces ¿Cómo explicáis lo sucedido?
En ese instante mis doncellas hicieron acto de presencia. Mi madre se giró y les ordenó a ellas y a uno de los soldados de la guardia azul escoltarme a mi habitación, pero antes de irme pude escuchar algunas de las palabras que le decía a lara Moira casi en susurros.
—En el Heimr han estado inquietos desde que se enteraron de la profecía, incluso han planteado...
Me giré levemente y de soslayo vi a lara Moira hablarle muy de cerca a mi madre, parecía consolarla, pero no pude oír qué le decía.
Temblando seguí a las doncellas por las amplias galerías del palacio. Me sentía en un perturbador sueño. Los pasillos de techos altos y ojivales, las ventanas acristaladas que rompían la luz exterior en miles de colores y que yo estaba acostumbrada a contemplar se me hacían irreales, todo lo era.
Sin saber muy bien cómo, me encontré sumergida en mi tina de baño. Dos de mis doncellas aseaban, con sumo cuidado, mi piel; lavaban mi cabello; el perfume de los jabones y los aceites me asfixiaba. Una de ellas tomó con delicadeza mi brazo, frotó para quitar la sangre seca de él. Entonces el terror de nuevo se hizo real. La boca se me secó, mi estómago empezó a doler. Le quité la esponja de las manos y empecé a restregar con fuerza la sangre adherida en la piel de mis manos y brazos.
Aquella no era mi sangre ¿o sí? Era la sangre de los hombres que maté. Pasé con fuerza la esponja por mi rostro, lo sentía húmedo, como si de nuevo las gotas me salpicaran, aquellas que volaron hasta mí cuando decapité a los morkenes.
—¡Alteza, ¿qué hace?
No dejé que me arrebatara la esponja, en su lugar limpié más fuerte mis manos que sentía todavía manchadas. Pero por más que restregaba, la suciedad no se iba. Al contrario, toda la bañera se tiñó de rojo, me bañaba en sangre.
—¡Alteza, se hace daño! ¡Pare por favor!
Pero no podía parar.
Comencé a gritar, ya no eran solo mis manos sino todo mi cuerpo cubierto de sangre, roja, caliente, pegajosa.
Salí de la tina, trastabillando, con náuseas, chorreando el agua rojiza de mi horrible baño. Intenté correr, salir de allí, huir del miedo y del asco. Resbalé entre charcos de agua y sangre y todo se oscureció.
—Cada que se consuma una vela de Ormondú dadle esto. Su sevje está muy agitado, su poder inestable. Podría hacerse daño.
Mis párpados pesaban toneladas, el brillo de las luminarias me deslumbró. Se sentía cálido a mi alrededor. Poco a poco me di cuenta: me encontraba en mi lecho, cubierta por mullidas mantas.
Mi madre conversaba en voz baja con lars Kormark.
—Muchas gracias, lars.
—Ha sufrido un tremendo impacto, Majestad —le contestó el lars a mi madre—. La princesa es fuerte pero lo más recomendable es que por unos días se mantenga sedada mientras su savje regresa a la normalidad. —La voz del hombre se hizo dubitativa—. Es posible que sea por la terrible impresión, pero...
—Pero ¿qué? —Se impacientó mi madre cuando el lars no continuó.
—Algo oscuro está en su sevje.
—¿Algo oscuro? ¿Oscuro como qué? ¿Veneno?
—Energía, Majestad. El savje de Su Alteza está manchado de energía oscura.
Hubo un silencio. El rostro de mi madre se crispó en una atemorizante mueca de enfado.
—¡Si volvéis a equivocaros de esa manera, os exiliaré! La princesa Soriana, está alterada por los terribles sucesos que ha vivido, su sevje volverá a la normalidad en cuanto descanse, lars, nada lo mancha.
El curador frunció el ceño desconcertado, luego palideció bajo la severa mirada de la reina. Se inclinó y mientras habló mantuvo la cabeza gacha sin atreverse a mirarla de nuevo.
—¡Excusad mi error, Majestad! Regresaré por la noche para reevaluar a Su Alteza, si os parece bien.
—Estaré presente mientras lo hacéis, lars. Y no repitáis lo que acabáis de decir.
El hombre se marchó manteniendo la inclinación de la porción superior de su cuerpo mientras caminaba. El rostro de mi madre se suavizó y giró del todo hacia mí.
—¡Has despertado! ¿Cómo te sientes, Soriana?
Los párpados me pesaban y sentía lento el pensamiento, sin embargo, una agradable tranquilidad me dominaba, los terribles acontecimientos que viví antes parecían estar muy lejos, en un compartimento distante en mi mente, encerrados bajo llave. El recuerdo de lo sucedido estaba presente pero ya no tenía el poder de alterarme.
—Mejor, madre —Sentí mi voz pastosa.
—Le diré a dama Dahlia que te traiga algo de comer. Te lastimaste la mano, tienes una herida en la palma, lars Kormark la ha vendado. Además, te ha dado leche de borag, debes aprovechar y descansar, Soriana.
Miré mi mano vendada, era la que corté con la peineta para hacer el látigo con mi sangre. En medio de la pesadez por las resinas calmantes recordé el episodio en la bañera, cuando restregándome volví a abrirme la herida y toda el agua se tiñó de rojo.
Después de un momento hablé de nuevo.
—¿Ya sabes quien ordenó el atentado? —le pregunté pestañeando lento, cada palabra salía pausada de mi boca—. Ellos querían matarnos, a mí y a Englina.
Mi madre exhaló con fuerza y se sentó a mi lado en la cama. Su mano peinó el flequillo de mi frente.
—¡Eres tan joven, Soriana! No debes preocuparte por nada. Los responsables serán castigados y algo como esto no se repetirá. Te juro que tu seguridad nunca más estará en riesgo. Ahora descansa.
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