Capitulo VI: La magia de Morkes (II/III)

El solsticio de invierno estaba próximo y la temperatura, de por sí fría de la montaña, había descendido aún más. El bosque aledaño al palacio Adamantino se hallaba cubierto de bruma, los rayos solares de la mañana hacían brillar las pequeñas gotas de agua suspendidas en el aire, dándole un aspecto iridiscente y multicolor a todo el bosque de Heiorgarog.

Envuelto en una gruesa capa de piel de lobos, Aren se encontraba sentado a mi lado en uno de los columpios del jardín oeste tocando la harmónica.

El ambiente calmado y la música facilitaron que pudiera concentrarme. Desde hacía rato repetía en mi mente unos versos particularmente extraños del libro misterioso, trataba de encontrarles sentido.

Hasta que la melodía que brotaba del pequeño instrumento cesó de pronto.

—Nunca he escuchado que ningún aprendiz haya ido antes a Skógarfors.

—¿Qué dijiste? Disculpa estaba distraída.

Aren se levantó del columpio y lo rodeó, comenzó a empujarme con suavidad.

—Últimamente siempre estás distraída. Decía que no he escuchado de ningún aprendiz que haya ido a Skógarfors en los últimos cincuenta años.

Torcí una sonrisa cuando lo miré por sobre mi hombro.

—¿Tienes miedo?

Aren enarcó sus cejas en lo que volvía a empujarme.

—¿Tú no?

¿Yo tenía miedo? Reflexioné por un momento a su pregunta.

La respuesta era fácil: yo siempre tenía miedo. Miedo de no ser suficiente, de no ser capaz de llenar las expectativas que mi madre y todo el reino tenía sobre mí. Así que ir a Skógarfors era un motivo más de miedo. Tratar de conseguir una herramienta mágica, solo era otra meta en mi vida, un reto que, como todos los que ya tenía, no sabía si podría cumplir.

Asentí. El rostro de Aren se ensombreció y creí saber qué era lo que pasaba por su mente.

—Ningún aprendiz ha ido, ni ningún lars en los últimos años —dije yo levantándome para estar frente a él. Mi amigo tenía una expresión triste en el rostro—. El último sorcere augsveriano que obtuvo una herramienta mágica fue...

—No lo digas, por favor —me dijo él en un susurro.

El temor de Aren era parecido al mío. El miedo a defraudar. Sin embargo, él tenía un aliciente: quería no solo ser capaz, sino sorprender y de esa forma limpiar el mancillado honor de su familia.

El último lars en conseguir una espada del lago Draurgfors fue Erick Grissemberg, el tío abuelo de Aren. Un sorcere extraordinario que, sin embargo, trajo la tragedia a su casa y a su reino hacía más de cincuenta años años.

A pesar de que mi amigo venía de una familia noble que tuvo un pasado brillante, su tío abuelo Erick lo echó todo a perder al liarse con un alferi enemigo. Él traicionó a su familia, al ejército y al reino entero cuando reveló información clasificada sobre un ataque que el ejército de Augsvert llevaría a cabo en Ausvenia, el cuál sería decisivo para terminar definitivamente con los alferis. A pesar de que en esa batalla murió el antepasado de mi amigo, su terrible fin no limpió su nombre. A mí me parecía una historia muy trágica, Erick Grissemberg lo arriesgó todo al enamorarse de otro hombre, de un enemigo y lo perdió todo, incluso su vida y su honor. Desde entonces el estigma de traidores había perseguido a los Grissemberg.

Yo sabía que Aren deseaba limpiar el nombre de su familia y entendía que para él era casi una obligación obtener un arma mágica de ese lago, así como ganar o al menos sobresalir en la competición de los tres picos. Era casi igual que yo. Mi madre se había coronado en el pasado como la ganadora de la competencia y yo no podía hacer menos que eso.

—Lo harás bien, ya verás. ¡Los dos lo haremos bien! —le dije intentando reconfortarlo.

Aren volvió a mí sus ojos verdes. Una ráfaga helada nos envolvió, me estremecí ligeramente bajó mi gruesa capa de piel.

—Tienes frío —dijo al notar mi temblor, luego miró hacia arriba—. El cielo se ha oscurecido, el solsticio de invierno se acerca.

En efecto, la neblina a nuestro alrededor era más densa y los rayos del sol casi no nos iluminaban. Parecía que la noche estaba por llegar cuando en realidad apenas comenzaba la tarde.

Froté mis brazos por encima de la capa en un intento de darme calor. Aren me miró con una sonrisa tan dulce en sus labios que de pronto se me saltaron varios latidos. No entendía por qué esto comenzaba a pasarme con frecuencia desde hacía algunas lunaciones.

Nunca me había sentido cohibida por él, pero últimamente así era. Mi corazón se aceleraba a veces. Su mirada, de pronto, era tan intensa que me hacía desviar la mía. Me encontraba nerviosa en su presencia, con ganas de correr y huir de él, pero al mismo tiempo, cuando no estábamos juntos, anhelaba su compañía. Era algo muy extraño y del todo contradictorio.

Ahora de nuevo ocurría eso. Aren me miraba con una dulce sonrisa y yo sentía que mis mejillas se incendiaban, que mi corazón quería salírseme del pecho. Temblaba, pero más que por el frío era por el brillo que relucía en los ojos verdes de mi amigo. No lo soporté más y bajé los ojos hacia la tierra negra, fijándolos en una seta que crecía a los pies de un árbol.

Cuando volví a levantar el rostro, de los árboles caían multitud de flores. Una lluvia hermosa de pétalos rosados y blancos que me hizo sonreír.

Él tomó algunas en sus manos y para mi asombro, todas y cada una se iluminaron y brillaron con un resplandor dorado, como si de pronto estuviesen conectadas y hechas de luz. Aren las soltó y flotaron a nuestro alrededor. Decenas de flores y pétalos que irradiaban un suave y cálido brillo dorado nos rodearon.

El frío y la oscuridad menguaron debido a las flores hechizadas.

—¡Es hermoso! ¿Cómo lo has hecho? —pregunté mientras sostenía en mi mano una de las florecillas.

—Es algo muy sencillo, en realidad —oí que dijo Aren—. Es un viejo hechizo familiar. Te enseñaré, si quieres.

Él se sentó de nuevo a mi lado y tomó una de las flores sin hechizar del suelo. Su mano tomó la mía y depositó la pequeña flor en mi palma. Cuando sus dedos rozaron mi piel todo mi cuerpo se estremeció. No quería mirarlo, de pronto tenía miedo de hacerlo.

Aren continuó hablando para enseñarme el hechizo.

—Lo más difícil —dijo— es hacer fluir la energía espiritual de tu cuerpo a la flor sin marchitarla o quemarla. Es similar a lo que haces cuando cubres tu espada con tu energía. Inténtalo —me pidió apretando ligeramente mi mano entre las suyas.

El contacto de su palma contra el dorso de mis manos me tenía tan nerviosa, que lo único que podía hacer era temblar. No lograba hacer fluir mi energía.

—Vamos, sé que puedes —dijo él con voz suave y arrulladora cerca de mi oído.

Su intención era que me relajara para lograr la fluidez de mi poder, pero en cambio, un escalofrío me recorrió, tornándome más nerviosa.

Una caricia de su pulgar sobre mi dorso terminó de descontrolarme. La flor en mi mano no solo se iluminó, sino que se incineró. Aren hizo una exclamación de sorpresa y yo me avergoncé terriblemente cuando él empezó a reír.

—Creo que fue demasiada energía —dijo con su voz teñida de sonrisas—. Un poco menos intenso esta vez.

La flor se iluminó cuando le logré traspasar mi energía, pero solo brilló por escaso tiempo. Me desilusioné de inmediato, pero Aren se rio quedo, el no parecía decepcionado

—Muy bien —dijo—. Vuelve a encenderla y luego murmura «vesa».

.

Yo asentí. «Vesa» es una palabra del lísico antiguo, que quiere decir quedarse. Hice como él me dijo. La pequeña flor se iluminó con un resplandor dorado, luego flotó reuniéndose con el resto y para mí sorpresa, mantuvo su brillo.

La sonrisa se extendió por mi cara. Cuando me di la vuelta para mirar a Aren, lo encontré contemplándome con sus ojos verdes oscurecidos e intensos, fijos en mí.

Parpadeé un par de veces y me encontré incapaz de alejar mi mirada de la suya. El resplandor dorado de las flores que flotaban a nuestro alrededor les daba un brillo ambarino a sus ojos. La distancia entre nuestros rostros era apenas un dedo, podía sentir su aliento tibio barrer mi mejilla. Sus ojos se apartaron de los míos y descendieron en mi rostro, hasta detenerse sobre mi boca. No podía continuar mirándolo, si lo hacía sentí que moriría.

—¡Soriana! ¡Soriana!

Me separé bruscamente de Aren y me giré a dónde provenía la chillona voz. Era Englina que llegaba corriendo hasta nosotros.

—¡Soriana ha llegado la carroza! Ya han subido tu equipaje y el mío, debemos irnos.

Exhalé todo el aire de mis pulmones, mi corazón continuaba latiendo con fuerza como si hubiese corrido un largo tiempo. Volteé hacia Aren quien me miraba todavía con luz en sus ojos.

—¿Irás a visitarme al palacio flotante durante las vacaciones de invierno?

—Claro, Alteza —me contestó él haciendo una reverencia formal—. Este solsticio cumples años. Te llevaré un regalo digno.

Yo sonreí y lo abracé. Luego me di la vuelta para marcharme junto a mi prima a pasar el invierno en el palacio real. 

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