Como un ángel de muerte
Lisandro no hacía más que caminar de un lado a otro en el despacho de Olvera. Los aliados llegarían en cualquier momento, había que idear un plan para liberar a su padre y a su hermana de los halcones. La noticia había llegado ya a ellos, así mismo la traición de los Santos.
—Les dije que no podíamos confiar en esa mujer. Tú, tu hermana y tu padre parecían hechizados por ella. ¡Y mira las consecuencias! Nuestro hogar destruido, nuestra vida, ¡todo lo perdimos por culpa de esa mujer!
—¡Basta mamá!, lamentarnos por eso no resolverá nada.
Olvera entró al despacho, anunciándole a Lisandro hijo que todos los aliados estaban ahí. El chico tragó saliva, esperaba sonar lo suficientemente convincente como para hacerlos venir a su lado.
En la sala ya lo esperaban, reconocía algunos rostros pero otros eran completos extraños para ellos. Le impresionó ver a los Sánchez y a los Roacho. Después de lo sucedido con su hermana y el hijo de uno de ellos, sería difícil poder convencerlos.
—Agradezco mucho que estén aquí. Como verán, las cosas en la hacienda Lizano están difíciles. Mi padre fue capturado por los halcones y así mismo mi hermana. Ustedes saben cuánto ha hecho mi padre por su bienestar. Y estén seguros que estando ustedes en su posición él haría lo imposible por ayudarles. Por eso, mi madre y yo estamos aquí. Para pedirles su lealtad y ayuda.
Los hombres se miraban entre ellos. Sir Lomas y Olvera parecían estar incondicionalmente con el chico, al ser los primeros en asentir con la cabeza y dejar en claro su posición. Mientras Avelino y su hermano Richy negaban maliciosos.
Avelino fue el primero en ponerse de pie, objetando las palabras del joven Lizano.
—Todos le debemos mucho a tu padre, Lisandro. Sin duda es el pilar de muchos de nosotros en este negocio. Pero ¿por qué arriesgarnos por él? Piénsenlo bien amigos. —El hombre ahora se dirigía hacia ellos—. Sin los Lizano de por medio, el camino queda libre para nosotros. No habrá que rendirle cuentas a nadie. Cada uno de nosotros cuenta con sus propios laboratorios y sin duda podremos seguir y abastecer el mercado gigante de Lizano. Juntos, sin un cacique de por medio. El Bajío es territorio libre y nuevo, ¿quién está de acuerdo?
Los murmullos no se hicieron esperar, todos parecían convencidos de aquello. Mientras que Lisandro veía a su preocupada madre y a Olvera sin saber qué hacer. Sir Lomas fue quien intervino.
—El joven Lizano lo dijo, ¿no haría el viejo Lisandro lo mismo por ustedes? Perros traidores, ¿piensan morder la mano que les dio de comer?
El hermano de Avelino intervino entonces. Tenía cara de pocos amigos y una cicatriz que atravesaba todo su rostro.
—Lizano juró protegernos a todos ¿y qué hizo con nosotros? Una pequeña discusión de faldas con su hija y asesinó a mi muchacho. Nadie es más traidor que él.
Las voces volvieron a elevarse por todo el lugar. Nadie parecía estar del lado de los Lizano esta vez. Parecía que no había alternativa, estaban solos. Lisandro no podía hacer nada por ellos.
—¡Mi esposo fue el primero en ver por ustedes, malditos malagradecidos! ¿Y cómo le pagan? ¡Malditas ratas, carroñeros!
Azucena elevaba la voz y comenzaba a tirar todo a su paso. Estaba tan desesperada como su hijo. Olvera fue hasta ella y la abrazó. Miró aquella mesa que parecía campo de batalla e intervino con furia. Lizano era su amigo, él lo había sacado adelante ascendiéndolo de perro a uno de sus socios más queridos. Había creído en él.
—Mientras haya un Lizano en este lugar ustedes tienen una autoridad. El joven que está aquí frente a ustedes es el sucesor de su padre. Así que aún tenemos a quien rendirle cuentas.
—No será por mucho tiempo —intervino Avelino, mirando a Lisandro con severidad mientras titubeaba la mano entre su arma y el cinturón.
Sir Lomas sacó su pistola apuntándola directo al viejo Avelino, y así mismo Olvera mientras que Azucena iba hasta su hijo para cubrirlo con su propia vida.
Las cosas comenzaron a tensarse, cuando las armas estuvieron a la altura de sus rostros.
—Largo de aquí todos. No son bien recibidos, traidores.
Los Sánchez y los Roacho salieron de la habitación custodiados por los perros de Olvera. La orden era alejarse del lugar lo antes posible o comenzaría una masacre. Ambos bandos sabían que no podían dejarse llevar por su instinto en territorio lejano y ajeno. Así que se fueron en son de paz esta vez, prepararían la toma del Bajío y la hacienda Lizano de forma inminente.
Olvera y Sir Lomas eran los únicos aliados que le quedaban a los Lizano. Lisandro no podía dejar de pensar en ello. No solamente era la DEA y los halcones, ahora tenían que protegerse de los aliados, que no eran más aliados, sino enemigos.
—Tengo que ir por ellos. Tengo que sacar a mi padre y a mi hermana de ahí. Olvera, Lomas, ¡tienen que ayudarme!
El chico estaba desesperado, a punto de perder la razón. Olvera no podía dejar que eso pasara. Y Sir Lomas tenía especial consideración con los Lizano, especialmente con Valeria. Así que estaban con ellos.
—Vamos a idear algo para liberar a tu padre y a tu hermana. Debemos ser astutos y cautelosos. Con más enemigos que aliados será difícil, pero podremos hacerlo. ¿Cierto, Lomas?
El sujeto asintió.
Por la mañana comenzarían a formar grupos de hombres para ir hacia las tierras altas del Bajío y sus alrededores. Les darían una sorpresa a esos halcones y así mismo a quien se atreviera a intervenir en sus planes.
***
—¿No piensas comer algo?
Helena miraba a un punto fijo, tenía los labios morados y el rostro pálido. Ulises tomó sus manos de hielo y colocó una taza de té humeante entre ellas.
—Vamos, ¿quieres morir también? Déjame abrazarte.
La chica se puso de pie, caminó un par de pasos y miró hacia la tienda de campaña en donde debía estar Valeria. Esa tarde los trasladarían a ella y a su padre a la ciudad. Tenía que verla al menos una última vez, no podía dejar que se marchara sin escuchar toda su verdad.
—¿A dónde vas? —interrogó Ulises, cuando vio que caminaba en dirección a la tienda de la chica —Sabes que no debes entrar ahí.
—Solo quiero verla, hablar con ella y explicarle. Es lo menos que puedo hacer.
—¿Hablarle de qué? Ya sabe que eres policía.
Helena sintió que su corazón se hacía pequeño. Hablarle a Valeria de lo que fuera era importante. Escuchar su voz era suficiente o al menos verla respirar, maldecir.
—No tardaré, Aníbal. Lo prometo... —Helena sonrió, volviendo la mirada al Roble—. Es extraño, llamarte por tu nombre después de tanto tiempo.
El hombre no dijo nada. La siguió hasta la tienda de campaña y esperó afuera a que saliera.
—Voy a vigilarte, no se te ocurra hacer una estupidez.
Helena entró a la tienda, Valeria estaba sentada en una silla, con la cabeza hacia abajo y su cabello lacio y suelto cubriendo su rostro. Al parecer estaba dormida y en cuanto escuchó el sonido de los pasos de Helena despertó. Sus ojos negros y turbios la miraron fijamente.
Helena descubrió entonces los golpes en su rostro, los oficiales no habían sido ni un poco considerados a pesar de que ella era una mujer. No era de extrañar.
—¿Qué demonios quieres?
Helena caminó hacia ella, miró el vaso de agua que estaba a un par de metros.
—Tus amigos sabían lo que le hacía a los enemigos de mi padre. No han dejado de torturarme desde que me trajeron aquí.
—Haré que eso cambie, nadie volverá a tocarte.
Helena fue hasta ella, con el vaso de agua entre sus manos para inclinarlo hacia su boca. Valeria no lo pensó ni un instante, bebió con desesperación el agua fría de manos de Helena y después respiró con tranquilidad.
—¿Has venido a decirme la verdad? Es un poco tarde, ¿no crees, oficial?
Helena suspiró. Se abrió de piernas para poder sentarse sobre el regazo de la chica, colocando sus brazos alrededor de su cuello.
La chica comenzó a respirar con dificultad, tener a Helena cerca era algo que su mente no soportaba. No después de tantas mentiras.
—Me llamo Re...
—No me interesa saber quién eres. No es como si pudiéramos empezar de cero.
Helena se dio cuenta de que no había forma de volver a entrar a ese corazón que parecía sellado.
—Estás congelándote... —continuó, para aferrarse un poco más a ella.
La abrazó, rodeándola con su chaqueta. Valeria sentía que ese cuerpo tibio provocaba que su corazón volviera a latir.
Helena sonrió. Podía sentir el bombeo de su sangre por todo el cuerpo, era hermoso saber que al menos ese corazón aún latía por ella. Continuó abrazándola hasta que su cuerpo volvió a una temperatura normal. Finalmente se quitó de ella y le colocó la chaqueta como si fuera una cobija.
—Prometiste que me amarías, a pesar de todo. Quiero saber si podrás seguir cumpliendo esa promesa.
Valeria sonrió. Negando reiteradamente ante aquellas palabras.
—Se lo prometí a Helena, no a un maldito halcón.
—No hay diferencia —intervino la chica, inclinándose hacia ella para tomar su rostro—. Jamás te mentí en eso. Mi amor por ti existe por sobre todo.
Valeria no podía soportarlo, aquella tortura era más dolorosa que la que le aplicaban los oficiales. Nada podía ser más insoportable que tener a Helena frente a ella después de su traición.
—¿Qué demonios te hice? ¿Por qué, Helena?
La chica contuvo las lágrimas. Había estado esperando esa pregunta durante un buen tiempo. Y ahora realmente no sabía cuál era la respuesta correcta.
—¡Mi trabajo no era enamorarme, Valeria! ¡Nunca creí que...!
—¡¿Enamorarte?! —gritó con rabia apretando la quijada con furia—. ¿Y mientras te enamorabas de mí te follabas a Santos? ¿Es tu esposo? ¿Novio? ¿O todo fue parte de tu increíble actuación?
Helena bajó la mirada, resoplando como si no pudiera siquiera recuperar el aliento ante la situación.
—Fui una imbécil. Azucena siempre tuvo la razón. Ibas a destruirnos, ese era tu plan desde el primer día.
La chica cerró sus puños, no iba a hacerla entrar en razón. Había demasiado odio en su corazón ahora y no había nada que pudiera decir para liberarla de ese dolor. O quizá...
Helena se inclinó. Sacando una navaja de su pantalón y comenzó a violar la cerradura de las esposas. Valeria la miraba sorprendida. Cuando finalmente sintió sus manos liberadas, sus ojos y los de Helena se encontraron. La chica le esbozó una sonrisa, pero la mano de Valeria llegó hasta ella para sujetarla del cuello alzándola ligeramente. Presionaba con fuerza, con ambas manos mientras la elevaba cada vez más y los ojos azules de la chica parecían salirse de sus cuencas.
Finalmente la soltó. Respiró agitada con decepción. No podía hacerlo, porque dentro de ella su corazón no había dejado de amarla. La chica comenzó a toser, llevándose las manos a su herida garganta cuando el sonido de las metralletas irrumpió ese lugar.
Valeria y ella se tiraron al suelo, mientras escuchaban los gritos y voces dando órdenes y posiciones.
Santos entró a la tienda, pero antes de que pudiera hacer algo Helena lo había golpeado en la nuca con la cacha de su arma. El hombre quedó tirado en el suelo, totalmente inconsciente y cuando Helena estaba por salir Valeria la detuvo forcejeando con ella para quitarle el arma. Sus cuerpos se encontraron en una batalla verdadera, no había sábanas y besos de por medio, solo sus cuerpos buscando supremacía uno contra el otro.
Sir Lomas entró de pronto en la tienda y Helena subió su arma hacia su rostro. Sin embargo, Valeria logró sujetarla por los brazos y hacerla caer.
—Sabía que te volvería a ver, princesa Lizano.
El extranjero le esbozó una radiante sonrisa. Le tendió una mano a Valeria que la tomó sin pensarlo. Sin embargo, Helena también aferró a la chica.
Sir Lomas fue hasta ella, propinándole un golpe que la dejó de bruces contra el suelo. Estaba por ir a rematarla pero Valeria intervino.
—Llevémosla con nosotros, la tomaremos como rehén.
—¿Rehén? —preguntó Sir Lomas sorprendido—. No necesitamos más motivos para que los halcones te sigan, preciosa.
—Se va con nosotros.
Valeria levantó a Helena, la arrastró hasta ellos para sacarla de aquel lugar. Había cuerpos por todos lados, las balas pasaban por el aire y con suerte no impactaban en ellos. Helena y Valeria subieron a una de las camionetas, Lisandro Lizano hijo la conducía y Sir Lomas iba con ellos. Cuando escucharon de pronto estallar una de las camionetas de los aliados.
—¡Olvera! —gritó Lomas. Bajando del vehículo—. Adelántense, los seguiremos detrás.
Lisandro dudó, pero al ver que los policías comenzaban a rodearlos condujo deprisa. Las balas se impactaban en la camioneta pero finalmente lograron salir de ahí mientras los demás aliados disparaban en las llantas de los vehículos de la policía.
—¡Acelera, Lisandro! ¡Vamos!
Salieron derrapando de la zona de guerra hasta llegar a la carretera y no escuchar más ni ver sirenas por ningún lado.
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