BORDADO

Las tiendas de ropa de segunda mano eran un viaje a un territorio inexplorado. De las tiendas de moda convencionales sabía que esperar, bastaba con estar pendiente de las tendencias y los lanzamientos de temporada, que se mantenían durante meses. Sin embargo, no había ningún catálogo oficial que consultar antes de visitar Le Cintre o Il était une fois. Siempre era una sorpresa. Un viaje inesperado entre épocas, historias y recuerdos.

Marinette adoraba las tiendas de segunda mano. Y se había convertido en una visitante y cliente habitual en muchas de ellas. Las había cerca de casa, como la tienda benéfica del señor Dubois donde todo se vendía por peso. Cada vez que visitaba el establecimiento, y era con bastante frecuencia, solía salir con una bolsa llena de ropa. Era una forma fácil de conseguir materiales baratos para descoser, practicar y probar ideas. No podía permitirse comprar siempre las telas que quería, incluso sabiendo que el matrimonio Bonnet siempre le hacían un descuento en su mercería.

Pro ese día Marinette no buscaba algo para practicar. Ella buscaba algo distinto. Y cuando quería algo distinto solía visitar la Maison antique de Mme Bernard. Allí sabía que podía refugiarse en la abrumadora belleza de la costura de los años cincuenta y sesenta. Estampados de todo tipo de flores, formas geométricas y pájaros al vuelo. Conjuntos con cinturas de infarto, faldas entalladas con chaquetas a juego, vestidos con muchísimo vuelo, zapatos de tacón para cada evento y bailarinas para aquellas que se lanzaron a vestir con pantalones de tiro alto y corte desenfadado. Tocados y sombreros hasta la locura, todos pensados para un conjunto y una ocasión. Por supuesto, Marinette no podía permitirse nada de lo que estaba expuesto con sumo cuidado en aquella tienda de antigüedades. Había diseños de Dior, Chanel, Hubert de Givenchy, Jacques Griffe o Pierre Cardin. Habría algunos que ni siquiera le habrían permitido entrar, pero la señora Bernard era especial.

Era alta como un un árbol de cerezo de dos años y, al igual que el árbol, se mantenía tiesa sobre sus pies, con los hombros rectos como ramas. Tenía una belleza fría, atemporal, aunque era posible que se debiera a que nunca sonreía y siempre mantenía la expresión rígida. No la había conocido en su tienda ni mucho menos. Había sido en una fiesta del té. ¿Que qué pintaba Marinette en una fiesta del té? Pues lo que podía hacer cualquier persona que llevara un delantal: servir postres. Lo que tenía ayudar a sus padres con el servicio de catering.

La señora Bernard se había separado del grupo para ir al servicio y, por muchos minutos que pasaron, no daba muestras de regresar. Marinette había aprovechado su descanso para ir al baño y allí la encontró, molesta por un descosido en su falda. Marinette se había ofrecido a arreglarlo, sacando de su neceser el pequeño set de costura que siempre llevaba consigo.

—No es usual ver a chicas de tu edad con eso encima —le había dicho la señora Bernard sin inclinar la cabeza para mirarla mientras Marinette le arreglaba el estropicio con habilidad.

—Nunca se sabe cuándo puede surgir un apuro —le había respondido Marinette, pendiente a su tarea.

—Es una inteligente decisión, pero sigue sin ser habitual.

Dicho con esa voz monocorde que tenía la señora Bernard, Marinette había estado a punto de soltar una risotada. Era ridículo y no habría tenido ningún sentido, pero tampoco era que esa situación lo tuviera mucho.

—Quiero ser diseñadora —le había explicado Marinette—. Es mi sueño.

—Un neceser de costura no te hace diseñadora, te hace costurera. Y principiante, además.

Marinette había sentido que el rubor le inundaba las mejillas, como una marea caliente sobre hormigueando su piel. No se había atrevido a contradecirla. Había hecho un nudo y cortado el hilo con un gesto hábil. No había quedado señal alguna de que el descosido hubiera estado ahí en primer lugar.

—Ya está listo, señora —había dicho Marinette, guardando la aguja y las tijeras en el set y cerrando la cremallera.

—Para ser diseñadora tendrás que estudiar, y mucho —le había dicho la señora Bernard, indiferente—. Y no solo las grandes firmas de moda francesa y sus trabajos actuales, tendrás que remontarte muy atrás y tendrás que ampliar tu mirada al mundo. Cuando tengas todo ese conocimiento y lo apliques en tu propia creatividad, podrás llamarte a ti misma diseñadora.

Marinette la había observado con los ojos abiertos de par en par, sonrojada por la pasión y la vergüenza, dos emociones a las que estaba acostumbrada, pero nunca de forma conjunta.

—Mi tienda se encuentra en la calle Beneville número 12, puedes visitarla si quieres aprender algo —No le sonrió y el tono de su voz no cambió, pero la había mirado fijamente con aquella mirada castaña tan penetrante como la de un cuervo—. Buen trabajo.

La señora salió del baño, dejando a Marinette sola y confusa con su neceser en la mano. Había regresado a su puesto, olvidando completamente el motivo por el que había ido al baño.

Así que Marinette iba, tenía mucho cuidado de no tocar nada y estudiaba. Estudiaba mucho. Tenía cuidado de ir los martes por la tarde, antes de las seis, que era cuando la tienda tenía menos visitas y Marinette sentía que no molestaba. De vez en cuando, la señora Bernard cogía alguna prenda que era de su interés, vestía a un maniquí y se lo ponía a Marinette delante. Nunca le decía mucho, pero hacía de todo por instruirla.

Pero ese día no era martes, y, con su modesta paga, Marinette tenía la intención de comprar algo así que no podía ir a la tienda de la señora Bernard.

Así que se encaminó a la Petit Boutique, una tiendecita encorsetada entre dos edificios altísimos que era más larga que ancha. Era una tienda enana regentada por dos hermanas, Anne y Vivianne. Había oído que también trabajaba con ellas su hermano Thomas, pero como trabajaba por las mañanas nunca lo había visto. Anne y Vivianne eran tan parecidas entre sí que parecían gemelas, aunque en realidad se llevaran tres años de diferencia. Ambas con el cabello marrón miel rizado, de ojos pequeños y mirada entusiasta. Eran alegres y siempre vestían de colores suaves, aunque nunca iguales.

—Bienvenida Marinette —la saludó Vivianne con esa sonrisa risueña que hacía que su piel acaramelada brillara—. ¿En qué podemos ayudarte hoy?

La tienda olía a almendras amargas, de manera que el perfume se le quedó pegado en la nariz sin empalagarla. Había estanterías con tocados y sombreros. Un expositor con pajaritas enmarcadas y varias filas de perchas, cada una con un atuendo distinto, produciendo un desorden de colores que le resultó muy hogareño.

—Vengo buscando algo, pero no sé muy bien qué —explicó Marinette.

Vivianne rio.

—Explora cuanto gustes.

Marinette dio vueltas por la tienda. Observando con ojo crítico faldas pin-up y pantalones de tiro alto con campana. Estudio los vestidos, blusas y jerséis, pero nada logró llamar su atención. Nada cumplía con lo que tenía en mente. Hasta que la vio.



—¿Qué es esto, Marinette? —preguntó Sabine con curiosidad, observando el paquete envuelto que le tendía Marinette.

—Un regalo.

—Pero si no es mi cumpleaños.

—No tiene que ser tu cumpleaños para que te quiera hacer un regalo.

—Marinette, ¿no te habrás metido en ningún lío, verdad? —preguntó Sabine perspicaz.

—¡Mamá! Claro que no.

—Marinette.

—Palabrita —dijo Marinette, levantando ambas manos en señal de paz—. Es solo un regalo.

Intrigada, Sabine desenvolvió el paquete con cuidado. Marinette quería que lo rompiera, pero Sabine nunca había sido de romper el papel de regalo hasta hacer un destrozo. Ella los abría lentamente, retirando con cuidado los lazos, las cintas y los dobleces.

—Marinette...—suspiró Sabine, alzando la prenda entre sus manos.

Era una blusa blanca sin mangas, de cuello mao, y holgada hasta las caderas. En los hombros estaban bordadas las ramas de los almendros en flor, y los pétalos caían por la tela en toda clase de bellos rosas, blancos y malvas.

—La camisa es comprada —explicó Marinette con una sonrisa—. Pero los bordados los hice yo. Quería intentar regalarte algo bonito, ahora que ya puedo coser flores que parezcan, bueno, flores.

Sabine rio y estrechó a su hija entre sus bazos.

—Me encanta, Marinette, cielo —la felicitó Sabine, peinando su cabello con dulzura—. Es preciosa.

Marinette correspondió el abrazo, sonrojada de felicidad.

Domingo, 13 de marzo de 2022

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